El sistema estaba acostumbrado a resolver situaciones complejas. Pero la muerte de Beltrán era inocultable.
Ya no se trataba de exculpar -o cuando menos mejorar la situación- a un magnicida como en 1897, o a un prominente político y escritor como en 1904. En el hecho estaba involucrado el dos veces presidente de la república e insoslayable referente de la época, José Batlle y Ordóñez.
La historia es simple en toda su crudeza: el dos de abril de 1920, hace 100 años, Batlle mató de un disparo a Washington Beltrán en la madrugada del Parque Central. Es cierto que sucedió en el campo del honor, pero la legislación prohibía los duelos, de modo que Batlle había incurrido en un delito.
La justicia inició los procedimientos y Batlle que no ostentaba fueros en ese momento, preguntado si conocía a Beltrán, lo niega. Visto desde una perspectiva simple y llana, podría decirse que mintió. Sin embargo, no hizo otra cosa que seguir los preceptos de los códigos de honor.
Prohibidos los duelos, sin embargo estaban cuidadosamente regulados por una normativa paralela y supralegal que todo caballero debía obedecer, si es que deseaba seguir siéndolo. En aras de ese mandato moral perdió la vida el joven Beltrán, «por cuestión de honor, aquello por lo cual millares y millares de gentilhombres perdieron la vida» (Códice cavalleresco, Gelli, 1926).
Las alternativas de cada lance caballeresco quedaban registradas en varios documentos. «La cualidad primordial en el acta del encuentro, dice el marqués de Cabriñana, es la absoluta veracidad y exactitud de todo lo sucedido». El código Gelli, no obstante privar la calidad de caballero a «quien miente, o ha mentido», exceptúa de esa obligación «el caso en que la mentira fue necesaria para salvar el honor de otros, o la reputación de una dama».
Por esos mismos principios Batlle declaró como se dijo.
El trasfondo de la cuestión es que pese a la interdicción legal la cultura del duelo se encontraba socialmente asentada en la sociedad uruguaya. Las mismas autoridades policiales o los magistrados que debían impedir o sancionar los duelos, muchas veces se habían involucrado en situaciones semejantes, ya como contendores, padrinos o médicos. En torno a un lance caballeresco se movían muchas personas. No en vano los códigos excluían de la categoría a los espías e informantes de la policía.
De todas formas los duelos se veían venir y muchas veces las autoridades lograban impedirlos.
Pero el caso en cuestión significó una bisagra histórica: durante setenta y dos años el duelo fue legal en el Uruguay.
Siempre Batlle
Suponer que si no hubiera estado comprometido Batlle y Ordóñez en este asunto, la solución habría sido otra, es hacer historia virtual. Lo cierto es que había que encontrar una solución política a un problema jurídico, o a la inversa, encontrar una solución jurídica a un problema político. El orden de los factores no hace a la cuestión.
Probablemente el ingenio del Dr. Francisco Gighliani (1883-1936) haya aportado la salida. Por otra parte, si bien estaba amparado por su fuero legislativo, también había actuado en el duelo como padrino de Batlle.
El diputado Juan Andrés Ramírez (1875-1963) había presentado un proyecto de ley sobre duelos que estaba encajonado esperando mejor ocasión. Como la mejor ocasión se había presentado, Ghigliani, apoyado por su correligionario Italo Perotti propuso en la Cámara el tratamiento urgente del proyecto Ramírez.
«¿Qué es la verdad?», pregunta Pilato. No seguramente lo que surge de las actas de duelos. Para eludir la justicia se solía consignar en el acta una jurisdicción diferente. Si el duelo se efectuaba en la quinta del Dr. Delcasse en Belgrano, en el acta figuraba Colonia.
Como expone Ramírez en Sala, todos los participantes están «juramentados por su honor para no decir la verdad». «El sentimiento del honor en los gentilhombres debe dominar toda la jerarquía de los deberes», dice Gelli. El deber de decir la verdad cede su puesto. Uno podría preguntarse, qué significa la «palabra de honor», entonces…
Los jueces juzgados
La discusión del proyecto en las Cámaras merece un espacio que esta nota no permite. Digamos brevemente que todos sabían cuál era el propósito del urgente tratamiento. Si no encontraban la fórmula, el procesamiento de Batlle y Ordóñez, le habría impedido ser candidato al Consejo Nacional de Administración en 1921. Así, aún los que estaban en contra de legalizar el duelo veían con buenos ojos una amnistía para «que no se haga perder a nadie sus derechos políticos» (diputado Bellini Hernández).
Algunos legisladores cargan contra los jueces. En la cámara alta la potente voz del senador colorado Justino E. Jiménez de Aréchaga se opuso con vehemencia. Si los jueces no actúan hay que castigar a los jueces, pero «la ley nueva declara la irresponsabilidad de ciertos delincuentes». Además, dice, «es una ley para una aristocracia».
Y termina: «Si se hubiera reducido a la ley de amnistía, en buena hora […] los que delinquieron y no fueron juzgados, tienen en su favor la impunidad que los mismos magistrados han estimulado».
Cierra la parte oratoria otro senador colorado, Bernardo B. Otero, quien tampoco está a favor de la legalización, pero se llama a silencio ante la premura en tratar el asunto, «en la esperanza de que […] venga una ley […] menos impuesta por las circunstancias».
Al año siguiente, Batlle y Ordóñez tomaba posesión de su cargo como presidente del Consejo Nacional de Administración.
Pese a las críticas, la Ley introdujo el Tribunal de Honor, un órgano electo por los padrinos de cada parte, con el cometido de determinar en forma irrevocable si hay lugar a duelo y quién es el ofendido. Estos tribunales, largamente reclamados por los codificadores, seguramente impidieron la realización de muchos duelos. La Ley se deroga en 1992, con el escaso apoyo del entonces vicepresidente de la república Dr. Gonzalo Aguirre Ramírez y los senadores Raumar Jude y Walter Cigliutti. En su exposición, el Prof. Cigliutti informa al Cuerpo que durante la vigencia de la Ley no hubo muertos ni heridos graves.
Hasta la actualidad, connotados personajes políticos de todas las tiendas, siguen extrañando una Ley que al decir del doctor Sanguinetti, que sí se batió a duelo, «operaba como un razonable freno psicológico para tantos deslenguados que florecen».
¿Será necesario ponerla de nuevo en vigencia?
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