Cuando economistas como Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, especialistas en temas de deuda, recomiendan una moratoria a las deudas de los países emergentes, esto es señal de que la pandemia financiera se ha instalado.
Quedaron sepultadas, por la realidad de los hechos, las advertencias de las calificadoras de crédito que reclamaban ajustes fiscales a los países emergentes. El mundo cambió, y los popes de la economía ahora recomiendan una suspensión en los pagos de deuda externa.
La palabra moratoria había prácticamente desaparecido del vocabulario de la profesión económica, y quien la utilizaba lo hacía a riesgo de empañar su reputación en la comunidad académica y los círculos políticos “moderados”.
Pedir moratorias era algo que hasta las izquierdas habían dejado reclamar, dejando el campo libre a las corrientes de corte más neoliberal, para las cuales el cumplimiento de los compromisos de deuda es más importante que muchos otros valores fundamentales. Estos maniqueísmos de otrora servían para evidenciar que la economía tenía tanto de política como de ciencia. Pero de la misma manera que existe un ciclo económico, los problemas de deuda resultan también recurrentes, y necesitan para su adecuada resolución una articulación política que permita a acreedores y deudores llegar a acuerdos que les permitan salir adelante.
En agosto de 1982, México sacudió al sistema financiero mundial al anunciar una moratoria en el pago de su deuda externa. Esto a su vez disparó una crisis que corrió como reguero de pólvora por toda América Latina, poniendo en poco tiempo a la mayoría de los países de la región en situación de incumplimiento de sus deudas. La década del 70 había sido de gran crecimiento, financiándose grandes inversiones de infraestructura con préstamos de la banca internacional. Los bancos habían encontrado en estos países demanda para los excedentes de liquidez de los países árabes -como resultado de la suba en el precio del petróleo-, que éstos depositaban en Nueva York. Estos llamados “petrodólares” ingresaron entre otros países en Uruguay, y permitieron financiar grandes obras de infraestructura como las represas de Salto Grande y Palmar, además de múltiples obras viales. De esta manera, y prestando bajo el supuesto de que “los países no quiebran”, los bancos fueron asumiendo más riesgo del aconsejable.
En 1989 llegó el Plan Brady, cuya innovación respecto al Plan Baker fue reconocer la importancia de lograr una reducción en el monto de la deuda. El supuesto esta vez era que si los deudores se volvían nuevamente solventes, se destrabarían las inversiones que permitirían poner a las economías en una trayectoria de crecimiento
Llegó un momento en que los préstamos en default representaban una parte sustancial de la cartera de los grandes bancos internacionales, y en algunos casos llegaba a superar su capital. Fue así que en 1985 el entonces Secretario del Tesoro de los EE.UU., James Baker, propuso una solución para la deuda que se conoció como “Plan Baker”. Las premisas del plan incluían en primer lugar promover un desarrollo sostenido de los países subdesarrollados (todavía no se los había bautizado como “emergentes”) mediante la aplicación de políticas macroeconómicas apropiadas. El FMI, junto al resto de las instituciones multilaterales de crédito, tendría un rol central en este esfuerzo, buscando movilizar a los bancos privados para que éstos desembolsaran nuevos préstamos (y con ello mantener vigente la deuda vieja y que los bancos no tuvieran que registrar pérdidas).
Claramente esto no funcionó y las deudas se siguieron acumulando, mientras la región continuaba estancada y era evitada como destino de inversiones.
Tuvieron que transcurrir cuatro años para que los países desarrollados se convencieran de que la solución a la crisis de la deuda debía necesariamente incluir un reconocimiento de pérdidas por parte de los acreedores. Esto porque indudablemente los inversores no iban a arriesgar nuevos préstamos mientras existiera un stock anterior de deudas impagables, el conocido problema del “debt-overhang”.
Fue así que en 1989 llegó el Plan Brady, cuya innovación respecto al plan anterior fue reconocer la importancia de lograr una reducción en el monto de la deuda. El supuesto esta vez era que si los deudores se volvían nuevamente solventes, se destrabarían las inversiones que permitirían poner a las economías en una trayectoria de crecimiento.
Las estadísticas demuestran que en términos de acumulación de deuda, el período 2005-2020 se asemeja bastante a la década de los ´70. Inicialmente fue la suba en el precio de los commodities la que permitió financiar el crecimiento económico, sin necesidad de recurrir sustancialmente a un aumento en la deuda. Pero cuando este aumento de precios comenzó a revertirse por 2011-2012, el país siguió contrayendo deuda y comprometiéndose con inversiones millonarias como si nada hubiera ocurrido con nuestros ingresos por exportaciones.
En este complejo panorama mundial los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff recomiendan una moratoria temporal inmediata de la deuda externa soberana de “todos los países que no tengan calificación crediticia AAA”.
Por el motivo que fuera, el resultado es que ahora el nuevo gobierno se enfrenta a niveles récord de deuda, una moneda sobrevaluada y un aparato productivo (el que genera divisas para pagar la deuda) seriamente deteriorado. A todo esto se agrega la pandemia, que lógicamente está dilatando lo que debería ser el objetivo principal: poner nuevamente en pie a la producción nacional.
Es en este complejo panorama mundial que los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff recomiendan una moratoria temporal inmediata de la deuda externa soberana de “todos los países que no tengan calificación crediticia AAA”. A su vez agregan que para que el alivio de deuda sea efectivo, “debe ser generalizado” e incluir a organismos multilaterales, acreedores soberanos (Club de París y China) e inversores privados. En su opinión, las deudas de muchos países terminarán inevitablemente siendo reestructuradas, por lo que recomiendan sería mejor adelantarse al problema y promover un “default parcial negociado”.
Mientras tanto, una “moratoria temporal” evitaría un default generalizado y desordenado como el que siguió a la moratoria mexicana del ´82.
En línea similar van las recomendaciones del ex Secretario del Tesoro de EE.UU., Larry Summers, quien escribió recientemente que “sería una tragedia y una farsa que el aumento del apoyo financiero global a los países en desarrollo terminara beneficiando a sus acreedores en lugar de a sus ciudadanos”.
Claramente muchos países emergentes no podrán hacer frente a la pandemia sanitaria y financiera si no se los alivia –al menos temporariamente- de los compromisos que tienen con la deuda externa. Por ahora parecería ser que con un Plan Baker alcanzaría, pero cuanto más se tarde en reconocer el problema de liquidez, éste lamentablemente se irá transformando rápidamente en un problema de solvencia. No quedará otra alternativa que una especie de Plan Brady, con pérdidas materiales para los acreedores. Todo parecería indicar que es momento de actuar con contundencia y asumir las pérdidas contables que haya que asumir. La pérdida económica ya se produjo y solo se agrandará si se deja correr el tiempo.