Nadie puede negar que esta situación sanitaria por la que atraviesa el mundo nos introduce en una de las más importantes crisis que ha padecido la humanidad en los últimos cien años. Los historiadores del futuro van a hablar de un antes y un después del COVID-19. Con las pandemias sucede como con las guerras, se sabe el día que empiezan pero nunca se puede prever cómo y cuándo terminan.
Esta es una desgracia que golpea más o menos por igual a todos los pueblos del planeta. Si reconocemos que el mal absoluto no existe, podemos decir que en medio de la angustia y del dolor generalizados, además de aflorar miserias, se generan oportunidades esperanzadoras.
Hasta ahora el único camino eficaz para detener el contagio -que de extenderse en demasía desbordaría los sistemas de salud- ha sido la cuarentena. En muchos lugares ha sido obligatoria, caso de España, Italia y Argentina, y en otros, como en nuestro país, fue llevada adelante mediante un prudente llamado a la responsabilidad ciudadana por parte de las autoridades.
Es evidente que este encierro –obligatorio o voluntario- produce mucho malestar en la medida que altera no solo los hábitos sino también la naturaleza humana. Pero mirando la otra mitad del vaso, tenemos que pensar que la mayoría de las veces también se genera un intenso y saludable fortalecimiento de vínculos familiares que el agitado mundo moderno tenía más o menos proscripto.
En otro sentido, la soledad obliga al hombre a cambiar el ritmo de su agitado transitar por la vida y lo induce a asomarse a un interior que tenía abandonado, sin por eso transformarse en un ermitaño. Simplemente lo hace recapacitar si la vorágine de la concepción utilitaria del mundo post moderno, no lo habría inducido a perseguir metas adjetivas y alejado de lo sustantivo que es el espíritu.
Era la tarea que con tenacidad se propuso José Enrique Rodó (y que el próximo viernes se cumplen 103 años de su desaparición física) en su mensaje a la juventud de América, a través de su obra: Ariel y Motivos de Proteo. “¿Nada crees ya en lo que dentro de tu alma se contiene? Pero para juzgar si de veras agotaste el fondo de tu personalidad es menester que la conozcas cabalmente. ¡Hombre de poca fe! ¿Qué sabes tú lo que hay acaso dentro de ti mismo?…”
Hace pocos días la prensa dio cuenta de una persona que desde hace casi 30 años está confinada en una isla próxima a Australia, a la cual se mudó con lo esencial, luego de haber sufrido un duro revés económico en una de las repetidas crisis (1987). Se trata de David Glasheen, de 76 años. A todos nos trajo a la memoria la conocida historia escrita por Daniel Defoe hace 300 años, relatando la vida de aquel sobreviviente de un naufragio, el popular Robinson Crusoe.
Desde un enfoque económico, Robinson Crusoe ha sido usado como instrumento para ilustrar la autarquía, modelo de organización económica en que no existe comercio, mercados, precios ni dinero. Robinson Crusoe debe elegir qué cosas producir en el tiempo que dedica a la producción (usualmente las alternativas consisten en recolectar cocos o elaborar herramientas de caza y pesca).
Sin embargo, la lección más trascendental de la historia es la del vínculo del hombre con el trabajo, y como a través del mismo desarrolla una capacidad de raciocinio e inventiva que le permiten afrontar una realidad desconocida, no anticipada por su formación. También el valor de la gratitud y la lealtad, ejemplificado por su relación con Viernes.
La pandemia nos marca un retorno a una vida más sencilla, en la cual dependemos más de nuestros seres queridos y vecinos. El desarrollo nos trajo todo tipo de tecnologías y confort, pero no puede extirparnos nuestra humanidad.