La globalización es una realidad que vino para quedarse.
El mundo se ha ido transformado en una intimidad que nos abarca a todos. Desde Marco Polo a nuestros días, pasando por las carabelas de Colón cada vez sentimos más a la humanidad como una realidad tangible.
Y el COVID-19 y su vertiginosa propagación en todo el orbe en menos de seis meses, nos demuestra a qué tipo de fragilidad estamos sometidos.
Esta crisis, que comienza siendo una pandemia, en el sentido estricto del término, tiene varias puntas y se la puede analizar desde varios ángulos.
Dejemos los efectos sanitarios para los técnicos de la salud, y vayamos al impacto que provoca en la mente humana, el manejo caprichoso que hacen los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, buscando sacar réditos políticos a la divulgación de cifras fuera de contexto, como cuando se compara número de víctimas fatales por país sin vincularlas al número de habitantes de los mismos.
Veamos el impacto anímico que provocan las normativas cuarentenarias, con metodologías muy variadas, donde es bueno destacar la utilizada por las autoridades de nuestro país, de apelar a la responsabilidad de los ciudadanos, desechando la pretendida obligatoriedad que proponía con machacona insistencia el FA.
No se puede ignorar la alerta que da el premio Nobel de literatura, Vargas Llosa desde España, sobre el peligro que corren las libertades públicas, cuando en aras de combatir la pandemia se le da un incremento desmedido al papel del estado.
Y el fantasma del resurgimiento mitológico estado-Leviathan, sea real o ficticio lo mismo da.
Desde Argentina y España, hay quienes sostienen que jamás en la historia se logró encerrar coercitivamente a todos en su casa. Esto viene provocando una pandemia del espíritu solo comparable con los oscuros tiempos de los totalitarismos que provocaron los mitos sociales y nacionales de la primera mitad del siglo XX.
Este mundo global en su último tramo (100 años), esta maliciosamente predispuesto a padecer de amnesia con los grandes crímenes, o por lo menos usar las dos varas del fariseo, para medir con alevosa arbitrariedad las realidades de su historia reciente.
Nadie más indicado que Alexandre Solzhenitsyn para convocarlo como testigo de la demencia a que puede llegar el ser humano cuando se le concede impunidad en la destrucción de sus semejantes.
El profesor de filosofía de la Comunidad de Madrid, Rafael Narbona dice que “En una época donde el marxismo había conquistado el beneplácito de las élites culturales, las denuncias de André Gide, Victor Serge, George Orwell, Hannah Arendt o Arthur Koestler sobre el despotismo soviético causaban malestar e incomodidad. Nadie quería oír que entre finales de los 40 y comienzos de los 50 la población del Gulag había crecido hasta los 2.500.000 deportados por año…Las cifras totales sobre la represión aún son objeto de debate, pero los cálculos más comedidos hablan de veinte millones de víctimas entre hambrunas, deportaciones y asesinatos.”
Robert Conquest apuntó con clarividencia que el estalinismo no constituyó una desviación del marxismo-leninismo, sino su consecuencia lógica, pues la revolución del proletariado implicaba la destrucción de la vieja sociedad burguesa.
No hay que olvidar que la Checa fue creada el 20 de diciembre de 1917 por Félix Dzerzhinski con el apoyo de Lenin: “Defendemos el terror organizado –reconoció Dzerzhinski–. El terror es una necesidad absoluta en los períodos revolucionarios”.
En Archipiélago Gulag, Solzhenizetsyn, él mismo como testigo sobreviviente, hace un análisis del sistema de prisiones soviético, del terrorismo de estado y de la policía secreta, silenciados por los grandes medios occidentales.
Allí se enumeran las «atrocidades de un Estado enfrentado demencialmente a su propio pueblo casi desde sus inicios». A estos campos Solzhenitsyn los denominó metafóricamente archipiélago, por ser campos de trabajo repartidos por toda la URSS.
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