Fui su primer nieto, y ella, mi única abuela. Los misteriosos caminos de la memoria me la traen, con el aroma a cedrón, o el sonido de alguna palabra. Ella me enseñó la historia de los cinco chanchitos huérfanos que entonaba en modo de vidalita. También escuché por primera vez que fulano estaba «hecho un basilisco», por muy enojado. Y aquel «Chau Pinela», algo así como el «se acabó el recreo» de la época: asunto terminado. Por ella me enteré de la existencia de aquel bravo apellidado Moreira. De ella escuché las peripecias digestivas de algún amigo en apuros, que con ritmo apericonado pedía: «Juancito de Juan Moreira,/ alcanzame la escupideira/ que anoche comí una peira/y anduve de c…».
Años después supe algo más de este Moreira, aunque siempre me pregunté el porqué de ese pericón, que yo asociaba más bien a ritmo propio de esta Banda, que de la de enfrente. De todos modos me había quedado una imagen heroica del personaje. Pero como también tenía sus detractores, decidí salir a buscarlo.
El mito
Nadie duda de la existencia real de Juan Moreira, ni de su muerte a manos del sargento Chirino. Del mito se encargaron primero Eduardo Gutiérrez (1851-1889) y luego José Podestá (1858-1937). Gutiérrez con su folletín. Podestá encarnando al personaje en versión mímica que después transformó en dramática. Moreira es presentado como una víctima del sistema. Empieza dando muerte en duelo criollo, a un hombre que le debía dinero, y no estaba dispuesto a pagárselo. Después ejerce como tropero, a veces como policía, otras como brazo armado de algún político. Se le contabiliza unas dieciséis muertes. Es Podestá quien instala al personaje como un héroe popular. «Hacía caracolear en escena a los caballos más ariscos, cantaba como un payador, peleaba con facón usando la maestría de los bravos y bailaba como si hubiera nacido en un bautizo al son de la vihuela», dice el periodista Juan José de Souza Reilly.
Gutiérrez decía haber hecho una precisa investigación sobre el tema. Había entrevistado en prisión a Julián Andrade, el amigo de Moreira, que le proporcionó datos fidedignos. El valor de Moreira «no tenía fin» habría afirmado Andrade.
«La noche de los dones»
Moreira rueda de pelea en pelea, de pulpería en pulpería. Su familia destruida. Su mujer creyéndolo muerto se había vuelto a casar. En los últimos meses de 1873 frecuenta una pulpería, que es también burdel y que luce en su puerta el cartel de La Estrella. Es en la localidad de Lobos a unos 100 km de la capital. En abril del ’74 se presenta en la pulpería, «la melena y […] la barba negra de Podestá, pero también […] una cara rubiona, picada de viruela», imagina Borges en su relato. La partida policial lo encuentra en el cuarto de la mujer que frecuentaba. Sale a los tiros, más de un policiano recibe el filo de su puñal. Corre hacia los fondos de la finca. Intenta descolgarse por un muro. El sargento Chirino le clava un bayonetazo. Muriendo, igual alcanza a cortarle los dedos de una mano al policía. El amigo Julián cae preso en la redada.
En 1903 el periodista José S. Álvarez, firmando con el seudónimo de Fabio Carrizo -también usó el más conocido de Fray Mocho-, entrevista a Chirino para Caras y caretas (Buenos Aires) -se ruega no confundir con algo actual del mismo nombre-.
«Al sentirse herido, [Moreira] sacó una pistola del cinto y por encima del hombro hizo fuego, entrándome la bala por el pómulo y dañándome el ojo. No aflojé. Entonces tomó con la derecha la daga que llevaba […] entre los dientes y me tiró un hachazo que me alcanzó en la cabeza y me cortó los cuatro dedos de la mano izquierda con que yo sostenía el fusil. Tuve que largarlo y cayó agonizante […]. A mí me votaron entonces una recompensa que no recibí sino durante unos meses y el premio acordado para quien aprehendiera al matrero y que era de 40.000 pesos, ¡ni lo olí!», declara el sargento, ahora retirado.
Otro Moreira
Ricardo Güiraldes, el autor de Don Segundo Sombra, no comparte la pintura del gaucho de nobles sentimientos perseguido por la (in) justicia. Para él: «Juan Moreira era un simple compadrito cuchillero de pueblo […]. Sus hazañas de boliche y de casa pública nada tenían que ver con la filiación de “hijo de la pampa” que exige el título de gaucho. Sé de una casucha, cerca de un puente sobre el Saladillo, que presenció la violación de una mujer por el tal valiente y cuatro o cinco de sus secuaces. […] precursor de patoteros de la peor especie: niño rubio, melenudo, picado de viruelas y borrachín de mostrador. […]tan bien desfigurado en héroe por Gutiérrez, no tiene ni el físico ni la moral de los que quiere simbolizar».
Gaucho gay
Néstor Perlongher (1949-1992) fue un escritor, poeta, antropólogo, activo y activista LGTB argentino. Leyó con atención el Moreira de Gutiérrez y encontró una extraña veta. Hay una escena del texto donde Moreira se encuentra con su amigo Julián. Es habitual saludar a los amigos, si uno no saluda a los amigos, ¿a quién saludaría? Pero este caso tiene una particularidad.
Moreira no era hombre de exteriorizar sus sentimientos. En sus tiempos las niñas jugaban con muñecas y los varones practicaban con palitos tiznados a marcarse la cara. Después lo intentarían con el filo del cuchillo.
En la obra de Gutiérrez, Moreira da cinco besos: a su mujer en la boca, al rancho le tira uno con la punta de los dedos, al perro en el hocico, al hijo, y al amigo Julián. Lo interesante, es que el único que motiva del autor el calificativo de «apasionado» es el que da al amigo Julián.
Un curioso pasaje, que parece una de esas concesiones modernas que aparecen repentinamente en las películas, como tributo a la corrección política.
«Aquellos dos hombres valientes, con un corazón endurecido al azote de la suerte se abrazaron estrechamente; una lágrima se vio titilar en sus entornados párpados, y se besaron en la boca como dos amantes, sellando con aquel beso apasionado la amistad leal y sincera que se habían profesado desde pequeños. Así permanecieron largo rato, mirándose al rostro y trasmitiéndose con la mirada todo el mundo de cariño que la palabra no había podido expresar, mientras Santiago [otro amigo] enternecido con aquella escena, se ocupaba en desensillar y arreglar los caballos para disimular su conmoción».
Obviamente la situación pertenece a la fantasía de Gutiérrez, a cuyo entero relato, Fabio Carrizo niega toda verosimilitud. Pero lo cierto es que da pie al hábil Perlongher, para poetizar desde su perspectiva sobre el tema, y tener su «Moreira» propio.
En cuanto al pericón, fue Elías Regules quien lo sugirió al también uruguayo Podestá, en una visita que el actor hiciera a Montevideo en 1889. La única escena de la pantomina que incluía sonido de voz, era un gato con relaciones que cantaba Podestá.
La letra que me enseñó mi abuela, es fruto de esas adaptaciones populares pergeñadas por un chusco ingenioso, que permanecen en la memoria de los pueblos.
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