Pocos asuntos del quehacer económico han sido tan mal comprendidos como el problema de la seguridad económica. Esa inseguridad era inherente al modelo de la sociedad competitiva. El productor autónomo o el trabajador podían, en cualquier momento, sufrir una disminución repentina de su suerte. Esto podía ser el resultado de su propia desidia o incompetencia, que le podían hacer perder sus clientes o su trabajo. Pero hasta el mejor de los hombres puede sufrir un cambio repentino en el gusto de los consumidores, o como resultado no de su propia insuficiencia sino de la de su empleador. Estos cambios impredecibles eran inevitables y hasta en algunos casos útiles… A medida que los requerimientos y deseos cambiaban, los hombres eran empleados en nuevos lugares y desocupados en los anteriores. La inseguridad era útil porque llevaba a los hombres a prestar su mejor y más eficiente servicio ya que un severo castigo visitaba impersonalmente en aquellos que no lo hacían. Sin embargo, esta inseguridad, que en principio parecía valiosa, se apreciaba casi exclusivamente en segunda persona o en abstracto. Se pensaba que su necesidad era urgente para inspirar los esfuerzos de otras personas o de la gente en general. Rara vez parecía vital para el sujeto mismo. Las limitantes a la competencia o los controles de precios a las empresas resultan deplorables a profesores universitarios cuyos propios empleos están asegurados de por vida, un privilegio que supuestamente resulta esencial para garantizarles un pensamiento fructífero e incesante…
John Kenneth Galbraith, en “La sociedad opulenta” (1958). Discípulo de Keynes y principal asesor económico del presidente John F. Kennedy, Galbraith promovía fuertes inversiones de los Estados Unidos en carreteras, escuelas y hospitales.
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