“¿Qué puede ser para mí más fantástico que la realidad?” Fiodor Dostoievski
En sus inicios como periodista odiaba la crónica policial a la que consideraba ruin. Sin embargo, siguiendo un sabio consejo, forjó desde la televisión un estilo inconfundible de abordar las historias del crimen y el delito, procurando rescatar lo más profundo de la condición humana. Observador atento de la realidad, en conversación con La Mañana, Aureliano ‘Nano’ Folle cuestiona y propone en una reflexión comprometida sobre el periodismo, las cárceles y la política.
En su trayectoria y en su inspiración existe un marcado gusto por la literatura y la narración. ¿Cómo surgió?
Tengo en mis antecedentes familiares varios hombres de letras y periodistas. Mi padre era crítico de cine, le gustaba mucho escribir y hablar de literatura. Ahí empecé un poco a sentirlo. Desde niño cuando me sucedía algo me ponía frente a la hoja en blanco y empezaba a describirlo, era algo que me gustaba y casi como una terapia. Había dos autores que no podía parar de leer que eran Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga. Me rompieron la cabeza. Tampoco soy un gran lector, pero con ellos se generaban esos climas especiales, el calor y el frío.
Su padre era diplomático y eso lo llevó a vivir en distintos países de América Latina. En Perú se produce la trágica muerte de su madre. ¿Cómo repercutió esto en su infancia?
Estuve en Perú, en Argentina, en Bolivia y después ya mi padre se enfermó. Esos años estuvieron rodeados de la tragedia. En Perú hay un accidente de avión que le cuesta la vida a mi madre, yo tenía siete años y comenzó un periplo distinto en la vida de mi padre, de mi hermano y mía. Ese aeropuerto de El Callao no se ha podido borrar de mi mente.
Volvimos a Uruguay pero luego el destino fue Argentina por cinco años. Para un niño fue como un efecto burbuja, no sabía bien de dónde era. A los 13 años recién me presentaron a mis tíos y primos, con la carga de ser el nenito que había perdido a la mamá. Fue el tiempo de la adolescencia problemática que todos tenemos y después apareció Bolivia a los 17 años.
¿Qué le marcó de su experiencia viviendo en esos países?
Todo lo andino me marcó. Bolivia es un país muy distinto, con lo indígena, que era algo que yo desconocía. Tengo un cuento en mi primer libro dedicado a Pablo Chuquinia, que era el chofer de la embajada que tenía tres trabajos para que el hijo pudiera estudiar. Yo aprendí a manejar con él, a escondidas de mi padre. Son esas realidades de América Latina. Uno ve como el indígena baja la mirada cuando ve una persona blanca, una mirada de respeto y odio, las dos cosas. No hay comunicación.
Trabajé en una fábrica de ladrillos, que era del papá de un compañero de clase. Tuve allí experiencias alucinantes. Los cholitos que trabajaban ahí no tenía noción de lo que es hacer “sebo”, les enseñamos a esconderse debajo de un vagón y dormirse una siestita de media hora. Para ellos era una emoción casi infantil. Yo llegué el día que había muerto uno de ellos por una explosión y pude ver como todos los cholitos donaban la mitad del sueldo para esa familia. Fue muy edificante desde el punto de vista humano.
En 1986 publicó su libro 25 primeros cuentos, un título sugestivo porque de alguna manera siguió contando cuentos e historias durante el resto de su vida aunque desde otros formatos.
Ese libro tuvo la tapa de Arotxa, lo diseñó, se imprimó en Linardi y Risso y cuando llegó a mis manos y conté ¡eran 26 cuentos! Yo me considero, o al menos la gente dice, que soy un narrador, contando cuentos de terror o chistes. Fui un gran contador de chistes, cosa que perdí por gusto, porque era todo un show off. Pero me fascina contar, la descripción energética y espiritual, no la fachada de las cosas sino lo que pasa desde el punto de vista interior cuando el hecho sucede. Eso es lo que más me gusta mirar.
La mayor parte de su vida estuvo vinculada a su actividad en medios de prensa, pasando por el diario, las radios y la televisión. No obstante, también incursionó en los escenarios. ¿Se define como periodista o de qué manera?
Si me aprietan me defino como un comunicador. Creo que para ser periodista hay que estar tremendamente más preparado de lo que estoy, para la idea que yo tengo de periodista. Yo conocí algunos periodistas que podía decir “este señor es periodista”. Con una mirada absolutamente amplia y de altura sobre los distintos acontecimientos que lo rodean. Es una de las cosas que se nos cayó en este país, aquel periodismo.
¿Cómo fueron sus inicios en la redacción del diario El País?
Lo recuerdo como si fuera hoy. Había tipos fantásticos como Eduardo Navia, una clase de periodista ordenado. Yo soy lo contrario. Era la época de la dictadura, yo no usaba corbata y era el primer tipo que usaba vaqueros en El País. Hice de todo, entré en la redacción, en información general que era muy interesante, desde una elección de modelos hasta las tarifas de UTE. También en la página económica y unos años en la agropecuaria haciendo entrevistas, cosa que me ayudó a entender otras patas de la realidad nacional, la parte cíclica de lo lanero, lo vacuno, las enfermedades, los suelos. Y desde una capital absolutamente macrocefálica donde no se mira eso.
Después vendría el tiempo de la radio y la televisión…
Allí continué con la información general pero sumado al pensamiento, está todo mezclado, con la pausa, el tono de voz… me enamoré de la radio. Trabajé en las radios Centenario, Sarandí, Setiembre FM, El Espectador. Tuve el gusto de trabajar con grandes periodistas de radio como Emiliano Cotelo, Neber Araújo y Sonia Breccia. Aprendí y me divertí muchísimo.
Posteriormente fue la televisión, que es como hacer teatro. Se abre el telón y es la imagen. Hay una serie de elementos técnicos nuevos, se depende del camarógrafo que es un brazo derecho. La imagen es casi todo. Ahí coincidí con el auge de la crónica policial por el año 2001 cuando empezaron a aparecer los operativos, las bandas y las rapiñas grandes.
¿Había hecho antes crónica policial?
Nunca. Odiaba las policiales. Me parecía un género de segundo orden, literalmente. Algo tremendamente agresivo hacia la condición humana. Pero hay una anécdota que la cuento en todos lados pero vale la pena repetirla porque un comentario como esos te puede hacer cambiar de rumbo. Cuando me ofrecieron en el canal 10 la crónica policial yo en realidad quería trabajar en el noticiero. Se había ido Julio Toyos, todo un personaje. Pedí 24 horas para pensar y consultar. Al salir del canal me encontré con Mario Delgado Aparaín al que había conocido en Cuba en 1985 en un viaje como periodista y con quien tuvimos preciosas charlas. Él había sido cronista policial en El Día y en La República. Le conté y me dijo: “Agarrá porque la crónica policial es como el colibrí con la flor. Hay que poder sacar la poesía de la condición humana. Atrás del hecho policial está la mayor de las poesías”. Quedé encandilado, me senté en un bar y pensé “esto me pasa por algo”. Volví al canal y ahí arranqué. Efectivamente tuvo razón y me enamoré de la crónica policial.
En esa indagación sobre la condición humana, hay una frase muy dostoievskiana que usted ha dicho alguna vez “hay que situarse y tener respeto por la víctima y el victimario”. ¿A qué se refiere?
Los dos son víctimas. Me senté mano a mano con muchos victimarios, los vi llorar. Hay un momento explosivo donde esa persona se convierte en una fiera y otro que recibe ese castigo. Es un poco el llamado que hago, tratar de comprender qué hay detrás de tantos hechos dramáticos de la vida humana que terminan en desastres.
Sucede muchas veces que en los momentos de mayor angustia, de mayor pobreza -que no tiene nada que ver con el dinero-, es donde suceden los milagros. Y a veces en lugares donde hay otras abundancias, ves lo contrario. Eso lo pude atestiguar. Es verdad que hay milagros y debería ser un concepto a incluir, sobre todo cuando se habla de la rehabilitación de personas. Hay que entender además que si una persona no se quiere rehabilitar no se va a rehabilitar. Lo podés tener 100 años en una cárcel y va a salir igual.
¿Cómo se revierte ese obstáculo?
Es un tema de dignidad, de dar una verdadera oportunidad. Hay personas que han sido aplastadas y olvidadas por decenas de años. Estamos rodeados de asentamientos, pero acá no se ven. Yo digo que en las cárceles se podrían construir todas las casas del mundo. El asunto es que mucha gente gana dinero con las cárceles. Los técnicos dicen que el 70% de los privados de libertad no quieren estar ahí ni volver a delinquir. Podrían formarse cooperativas para hacer baldosas por ejemplo y decirle al intendente que salgan las cuadrillas y en un año cambiás todas las veredas. Y luego ponés una plaquetita, de bronce, que diga que esas baldosas las cambiaron los señores tal y tal, para que puedan mostrarles a sus hijos que salió del pozo y contribuyó con eso.
Algo hay que hacer y medio rápido porque la población carcelaria aumenta y es la gente que se necesita también para la seguridad social. No podemos caer en eso de Aldous Huxley en que hay un muro donde están los “negros” allá y nosotros nos cuidamos como podemos acá. Los tipos no se escapan porque no quieren. Los muros del Comcar son de bloque, con la uña los agujereas. Esos muros no están para que no se escapen, están para que vos y yo no veamos lo que pasa adentro.
En los últimos años el mundo del delito se fue complejizando y aparecieron grupos organizados. ¿Qué impacto tiene esto?
¿Viste que hace meses que desaparecieron las bandas? Es muy gracioso, ¿no? Porque el delito viene en oleadas. Desaparecieron de las cámaras por lo menos, en la vida real no creo. Los ladrones de Abitab, de cajeros. En algún lugar están. Pero, ¿a qué se debe? ¿A la nueva policía o a otra cosa? Habría que investigar un poco más. Yo digo que Larrañaga y Bonomi son como dos perros iguales con el mismo hueso. Los dos se trancan en los números y creo que es un error.
En la década del ‘80 apareció la famosa banda que asaltaba bancos acá con un argentino y un custodia del Goyo Álvarez que arrasaron. Cayeron en cana por una estupidez. Después apareció la polibanda, con la policía. Los interrogaron, se dieron cuenta que era un bollo y salieron ellos a robar. Ese es un mundo donde realmente todo se entremezcla un poco. Te das cuenta que la adrenalina y la vida del ladrón tiene cosas muy interesantes también para una endeble condición humana.
Y está el tema de la droga, y ese sí es un problema profundo que tenemos, porque es el mejor negocio del planeta, después de las vacunas. Alguien advirtió además que algunas personas en crisis en distintos rubros empresariales ven que meten un poco en un contenedor y le pagás al banco. ¿Y cómo hacés para decirle que no? O las mujeres que venden pasta base en lugar de prostituirse. En fin, hay muchas cosas para mirar en esto. Falta una mirada sociológica, técnica y humana.
¿Hubo una autocrítica de los canales de televisión respecto a la centralidad que tenía la crónica roja, que empezaban los informativos con una sucesión de noticias policiales?
Sí. Con el famoso hecho del trabajador de La Pasiva que lo pasaron 32 millones de veces. Hubo una autocrítica sí. Cuando me preguntan si la gente tiene morbo, yo creo que la gente mira con la sensación de “que esto no me pase a mí”. Pero nadie está libre de la crónica policial. Vos y yo podemos tener un incidente con alguien, agarrarnos a trompadas, se da la cabeza contra una maceta, se mata y hay un homicidio aunque no fuera buscado. Se entra al portal del mundo desconocido, misterioso y oscuro de los establecimientos carcelarios, donde reina el mal y es muy difícil que los seres humanos puedan aguantar mucho tiempo con coordenadas de normalidad, tanto los presos como los policías.
En los últimos años se ha dedicado en buena medida al periodismo político, entrevistando a muchos de los principales referentes. ¿Qué le ha dejado?
Falta más discusión filosófica. En las décadas del ‘30 o ‘40 las discusiones eran sobre filosofía. Claro, era un país rico. Pero la política sin el sustento de la idea filosófica es una hipocresía, una manera de llegar al poder por sí. El poder es una gran responsabilidad que asumís. Había legisladores que resignaban fortunas para entrar al debate de las ideas.
Cuando se diseñaron los institutos penales en Uruguay en los años ‘40 éramos ejemplo en el mundo entero y ahí se empezaba a hablar de rehabilitación. ¿Qué pasó en el medio? Hay un proyecto de ley ahora para impedir el ingreso a la policía a personas que hayan cometido delitos graves siendo menor. Lo considero un error garrafal. Esa persona, si correctamente se trabaja con él, puede ser, o debería ser, el mejor de los policías, si decide serlo.
¿Considera tener una veta anárquica?
Una vez se tituló mal en un diario. Yo dije que quizás me podía definir como un anarco benigno. Nunca milité en ningún lado, no soy un militante político, soy un observador de la política. He votado a todos los partidos indistintamente, creo que es hora de que lo diga, por coyuntura y circunstancia de probar a esas personas.
En la dedicatoria de su libro La otra mirada escribe “A las víctimas de una época desalmada”. ¿En qué lo advierte?
Acá no juega el alma, sino dónde estés ubicado. Las almas pesan igual. ¿Cuántos Fabini hay en Casavalle? ¿Cuánta gente escondida en lo más inmundo de un asentamiento podrían ser excelentes arquitectos, periodistas, mozos? No lo sé. Nadie lo investigó. Esas son las cosas que me desvelan. Hay que empezar ahora porque los resultados se van a ver en veinte años, aunque no los veamos. El costo político de esto es quizás lo que hace que nadie lo empiece.
También en la dedicatoria menciona al padre Lucas Del Valle “que me mostró todo lo fácil que es morir”. ¿Puede saberse por qué?
Sí, Lucas Del Valle es un curita español que conocí, un psicólogo, que cuando me operaron de un cáncer hace unos años fui a verlo para hablar de la vida, la muerte y la trascendencia. Un día llorando le dije “entonces estoy preparado para morir”. Y me respondió “pues claro, es ahí donde hay que estar todos los días”. Una lección de vida interesante.
Fue el hombre que le abrió la puerta a una comunidad que es la de narcóticos anónimos. A riesgo de la brigada antidrogas, les habilitó un sótano para que se reúnan. Y esa comunidad ya hace 30 años que está en Uruguay salvando vidas, anónimamente.
¿El humor también es una forma de acceder a la verdad y escapar de una visión nihilista?
El diafragma es un músculo que te calma. La risa es lo que mueve. Yo leí en Readers una frase que me quedó grabada para toda la vida: “la risa remedio infalible”. Empieza por uno mismo, si vos no te sabes reír de vos no te podes reír de otro o sos una mala persona. La crónica policial tiene un humor espectacular. Yo trato de ponerlo en la medida que se puede. Estamos al borde del ridículo continuamente y a veces una pequeña mirada de humor no tiene igual. No lastima, salva.
“Miraste a los ojos a cualquiera”
Sentados en un café de la calle Bacacay, en la Ciudad Vieja, la entrevista de pronto se ve interrumpida por el saludo de una persona en situación de calle. “¡Eran dos dice el Nano!”, dijo de manera cómplice evocando una de las frases célebres de la televisión. “Estoy tratando de ir a bañarme ahí a los peruanos, me cobran cien pesos. ¿Sabés qué, Nano? ¿Sabés por qué sos crá? Vos nunca te olvidaste del barrio, siempre fuiste igual. ¿Entendés dónde está la diferencia con el resto? Miraste a los ojos a cualquiera. Eso es lo que te hace ser grande. Que tengas buen día”. La anécdota dice tanto más del entrevistado de lo que se puede agregar en esta entrevista.
Nano considera que él no es famoso, sino popular. Asegura que es un autodidacta, no un académico. “Yo aprendí filosofía llorando contra la almohada, en la soledad, en la angustia y el dolor. Y en la necesidad de salir de ahí para sobrevivir”, afirma. Critica la hipocresía en la sociedad y reniega de lo políticamente correcto. Sobre el final de la charla, recordamos al gran antropólogo Daniel Vidart, que prologó su libro La otra mirada (2014) con una formidable pieza titulada “El lado oscuro de la condición humana”.
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