En el este oceánico del país Cabo Polonio se posiciona como uno de los balnearios más pintorescos y demandado por turistas nacionales e internacionales. Sin embargo, su historia era otra hace algunas décadas atrás. Hoy, quienes fueron trabajadores del mar, brindan cada vez más y mejores servicios turísticos. En La Mañana conversamos con Daniel Machado, exfarero y lobero, que hoy regenta el restaurant “Lo de Dani”.
El sol se refleja en el océano, un inmenso espejo. La vista se pierde en un horizonte que reposa entre dunas, de las que un cerro nace. Las casitas, humildes y pintorescas, se desparraman en un propio orden. En las antiguas rocas hoy descansan tranquilamente lobos marinos. Por las noches, nada más que la luz del icónico faro cubre por completo el pequeño pueblo. En sus calles, los días de viento aún resuenan el fulgurar de naufragios y leyendas. A lo lejos, un camión sortea la arena y el monte, acercándose cada vez más. Pronto llegarán los visitantes.
En el departamento de Rocha, Cabo Polonio se posiciona como uno de los más bellos balnearios que tiene el departamento, y uno al que cada vez se le presta mayor atención a la hora de conservar sus atractivos naturales. Hoy forma parte de una de las 17 áreas protegidas que tiene el país. A él llegan con especial interés turistas de todas partes del mundo. Hay algo que los atrae, que los llama. Están quienes dicen que son sus inigualables playas, la promesa de un descanso de la conexión tecnológica o la fuerte identidad de sus pobladores.
Pero fuera lo que fuese, lo cierto es que mientras crece en servicios turísticos y popularidad, sus habitantes guardan consigo las historias cercanas de familias llegadas en un naufragio que se ganaban el pan con la caza de lobos y que vivían en una comunidad que era una gran familia, donde todos se apoyaban.
Un comienzo con historia
Esa mañana el Cabo recibía a los periodistas que llegan desde distintos puntos del país para lo que era el lanzamiento de la temporada estival del departamento. Ministros y autoridades gubernamentales se dieron cita en el pueblo, y a modo de bienvenida, varios pobladores, reunidos en torno al lema “Sabores de Rocha”, elaboran exquisitos platos que incluyen materia prima del lugar.
Al igual que sus vecinos, Daniel Machado ultima los detalles de lo que serán más tarde, en su caso, camarones al ajillo y trufas de algas, entre otras degustaciones. Realiza la tarea de forma automática, con gran celeridad. Es que hace 13 años tiene su propio local gastronómico “Lo de Dani”, uno de los más reconocidos del lugar. Pero esto no siempre fue así. Al menos no cuando el Cabo estaba lejos de ser ese sitio demandado por europeos para sus vacaciones. Machado se dedicó a la gastronomía luego de que fuera prohibido el oficio que realizaba, y que venía atrás en el tiempo unido con la historia del lugar.
Machado nació y se crio en el Cabo. Su familia es una de las pioneras de la localidad. Su abuelo, Claudio Machado, llegó a la zona en el año 1927 a plantar la primera línea divisora de pinos que separó las dunas de los campos ganaderos. Un año más tarde nació su padre, Miguel Ángel, que fue lobero y pescador. En el año 1968 nació él, que siguió la tradición de su familia y hasta el día de hoy, junto a uno de sus hijos, continúa radicado en Cabo Polonio.
Asistió a la escuela N° 69 Rincón de Valizas –hoy desaparecida– para lo que debía recorrer cada día unos siete kilómetros diarios entre la arena junto con otros compañeros. Al igual que su padre y su tío que eran loberos, al hacerse mayor Machado desempeñó también el oficio que, por ese entonces, era el que mayormente sostenía a los pobladores. Ser lobero era común para el hombre, mientras que para la mujer lo podía ser cosechar algas y mejillones.
El trabajo de lobero, recordó Machado a La Mañana, era “rústico y duro”. Las salidas se hacían en invierno, partiendo apenas despuntaba el alba y con muy pocos instrumentos de trabajo. Se iba hasta las islas que se encuentran frente al Cabo y a Punta del Este. Helaba, el clima era inhóspito. El trabajo duro, agresivo, el que daba el pan. De los lobos se vendían las pieles y el aceite, en los últimos años también los genitales que tenían como destino Japón donde hacían un afrodisíaco que, decían, se vendía muy bien.
El comienzo de los cambios
Toda esa historia fue hasta los años 90, cuando se prohibió la caza de lobos. “Ahí fue cuando el Cabo se despobló. Hasta entonces éramos 250 personas viviendo. Hoy quedamos entre 80 y 100”, señaló Machado. En invierno, además, este número desciende.
Pero Machado también fue farero y trabajó seis años. Lo hacía con tres compañeros en turnos de 15 días. Dentro de sus funciones se encontraba el de atender los aparatos de radio y del mantenimiento del mismo faro. El rol del faro en el pueblo también ha cambiado, observó. “Con el avance de la tecnología, el faro comenzó a tomar un lugar más icónico en nuestra historia”, dijo. Esta iconicidad se enmarca en un cambio general que ha vivido la localidad.
“Creo que nosotros fuimos evolucionando y hemos aprendido a cambiar. Nos llevó un tiempo, pero creo que lo hicimos muy bien. Yo he visto muchas familias que pasaron por trabajos duros como estos y que hoy están enfocadas al turismo y son muy buenos referentes”, sinceró, quien además se mostró orgulloso de “haber logrado cambiar el destino de nuestro lugar”.
A modo de ejemplo, señaló la participación de los gastrónomos lugareños en el evento de la fecha. En su caso integra el anteriormente nombrado Sabores de Rocha, un proyecto conformado por emprendedores que utilizan productos y personal de la zona. Se trata de un “desafío” que hasta el momento, admitió, les ha dado muy buenos resultados, por lo que las expectativas son poder trabajar en conjunto dentro del departamento con otros gastrónomos.
En su caso, incorpora pesca artesanal de la zona, los camarones de las lagunas, verduras y hortalizas del lugar y cervezas artesanales caseras. También frutos como butiá y arazá, y elabora platos tales como risotto de frutillas con camarones al ajillo o pescado con salsa de frutilla al tannat. La pesca la obtienen de las dos barcas de familias de pescadores que hay en el Cabo. Es que la tradición del trabajo en el mar, por supuesto, sigue vigente y transmitiéndose de generación en generación. El océano, que baña las costas, les provee hoy tanto de frutos como de una belleza encantadora tras la que llegan los visitantes.
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