A la espera de que la Cámara de Diputados trate un proyecto de ley sobre “voluntad anticipada” para el tratamiento de adicciones, tres madres del colectivo Madres del Cerro contaron su historia a La Mañana para concientizar a las autoridades y destapar el problema en la sociedad.
Florencia, de José Pedro Varela (Lavalleja), nos contó la complicada historia de su hijo mayor, de 29 años –adicto desde los 17– que hoy camina sin rumbo por la ciudad, en situación de calle, bajo un tratamiento psiquiátrico ambulatorio.
Ella está convencida que la temprana separación con el padre de su hijo (cuando el niño tenía tres años) y los conflictos legales por su tenencia, desencadenaron en una posterior relación de manipulación por parte del hijo que, durante toda la adolescencia, fue y vino de una casa a la otra de los padres, según con quien se peleara.
“A los 18 se peleó con el padre y se vino conmigo. Yo lo acepté porque él quería estudiar, ir a la Escuela Agraria. Quiso hacer un curso de esquilador, pero en esa época ya consumía”, lamentó. Según le confesó el hijo, empezó a drogarse a los 17 años cuando fue a estudiar a una UTU de Treinta y Tres.
“Es muy triste todo lo que ha pasado. Lo vi picar lo de adentro de las lamparillas de luz; raspar y quemar caños de plástico en una cuchara y consumir eso”. Florencia asegura que en la casa su hijo nunca le robó nada, aunque reconoció que la ha agredido en varias oportunidades. “Un día me puso un cuchillo en el pescuezo”, contó. También amenazaba a sus dos hermanas y decía que iba a prender fuego la casa. El joven estuvo tres meses preso por intentar incendiar la casa del padre.
Sucedieron varias entradas y salidas a diferentes centros de rehabilitación de drogas e internaciones en centros psiquiátricos. De hecho, hace dos semanas volvió de Montevideo, después de estar internado un mes y medio en el Hospital Vilardebó. La internación fue por su último episodio violento en la ciudad, donde ya es conocido por sus “embarradas”, lamenta la madre. “Vive molestando a la sociedad; ha tenido miles de denuncias de la gente de Varela. (…) Hacía embarradas en el pueblo; lo llevaban, lo tenían 15 días internado, le daban el alta”, y así varias veces, comenta frustrada Florencia.
La causa por la que fue internado por última vez fue porque “entró a un restaurante, le quitó la cuchilla a la pizzera, ahí se descontroló y lo llevaron al Vilardebó porque andaba redrogado, re mal”, aseveró. Con indignación contó que “le sacaron un boleto en la terminal de Montevideo y lo mandaron (de vuelta a Varela) con tres cajas de remedios en la mano”. Hoy deambula por el pueblo sin haberse dado su inyección mensual, por lo que su madre deberá alertar a la policía local para que se le pueda suministrar dicha medicación.
La situación de su hijo “destruyó a toda la familia”, asegura Florencia. “Yo no quiero buscar excusas ni culpables, yo quiero buscar soluciones”. Entiende que de “ninguna manera lo podrían haber soltado”, y denunció que su hijo le contó que las drogas eran accesibles en el patio de abajo del hospital psiquiátrico.
“No sé qué hacer. Estamos atados de pata y mano, porque sinceramente no tenés dónde ponerlo”, dice. Reclama por su hijo, “por los que vienen y por las madres que ya no tienen a sus hijos”, soluciones desde el Estado para tratar estas patologías. “Están enfermos, que es lo que la sociedad no entiende. (…) Los discriminan, los apartan, y los señalan con el dedo; y eso no es ayudar”, apuntó. “Gracias a Dios yo todavía lo tengo, pero no sé hasta cuándo. Hay veces que me acuesto y no sé si no me van a llamar porque mató a alguien o lo mataron a él”.
La historia de un joven que a los 10 años denunció a su madre adicta
Karina es la tutora legal de un joven de 19 años que en 2012 conmocionó a la sociedad por haber denunciado ante la policía a su propia madre; una meretriz que, tras volver de Suiza, se instaló en Mercedes y se hizo adicta a la pasta base.
“Lo conocí a los ocho meses. (…) Eran vecinos que llegaron al barrio y yo los cuidaba a los tres”, cuenta Karina; en referencia al joven y sus hermanos. “Cuando denunció a la madre él se quedaba en mi casa, y después se iba”. Ella asegura que “andaban de un lado para otro” y, junto a su compañera, recibió la tenencia del chico en el año 2013, por disposición de una jueza de familia. Anteriormente, los tres hermanos habían pasado de estar en un centro del Inau a vivir en la casa de su tía abuela. Pero el joven en cuestión tuvo problemas de convivencia con los hijos de su tía abuela y finalmente fue a parar a su casa. Karina contó que “era un niño hiperactivo, tenía algunos problemas conductuales y en algunos lugares le costaba mucho relacionarse porque era medio violento; pero dentro de todo era un chiquilín al que le gustaba el deporte”. “Hasta los 15 años iba al liceo y al fútbol, pero a los 15 años, empezó a consumir drogas”. Poco tiempo después cayó en la adicción, y luego empezó a delinquir, dijo Karina.
“Nosotros agotamos todas las posibilidades”, relató su tutora legal. “El siempre quiso internarse, pero después no aguantaba la internación y salía del Portal Amarillo”. También estuvo internado en centros del Inau y en clínicas privadas. “Lo llevé para Buenos Aires; después cayó acá y volvió a consumir”. Karina lamenta que “ya no hay clínicas que te internen por mucho tiempo”. “Son lapsos cortos que los pide la jueza, porque él ya estaba delinquiendo de menor”. Había robado en su casa y en lo de su excompañera que lo alojó cuando Karina no aguantó más. Luego quedó en situación de calle y empezó a delinquir.
“Había hecho muchos hurtos, y cuando hizo la rapiña fue cuando cayó preso con 18 años”, hace un año y medio. Ahora está cumpliendo una pena de cinco años en Punta de Rieles (Unidad 1). Karina asegura que “es un chico que quiere salir” de la droga. “Él antes de todo esto era otro chico”, sostiene. “El tema de la droga lo cambió, pero se puede rescatar”.
Con respecto al proyecto de ley a estudio en el Parlamento, le parece importante que se apruebe para que haya más oportunidades para los “chiquilines adictos”. “Porque detrás de cada adicto hay una historia, y no dejan de ser seres humanos”, afirma.
“Para nosotros son nuestros hijos, de repente para la sociedad a veces son una escoria, pero yo creo que se pueden rescatar”, señaló Karina. Apuntó a que con todo lo que se les decomisa a las narcotraficantes se puede invertir y “se pueden hacer más clínicas de rehabilitación para adictos; y para los que delinquen, que pueda haber otra cárcel, o al menos, puedan cumplir en otro lado la pena”. A Karina le consta que adentro de las cárceles se consume más que afuera.
Pero a la tutora de este joven privado de libertad le preocupa más lo que pase después. “Lo que más me importa es el afuera, la reinserción laboral, para que estos chicos ocupen la mente y no estén con ese ocio. El mismo Estado capaz que puede dar pasantías y hacer un convenio para que estos chiquilines puedan salir adelante”, entiende Karina. Mientras estudia para descontar días de su condena, “él se anotó a talleres de oficios, pero todavía no lo han llamado”.
Una luz de esperanza de una familia que padeció convivir con adictos
Pilar, del Cerro (Montevideo), contó a La Mañana que le tocó convivir con tres hijos adictos, aunque el más problemático fue el mayor, que hoy tiene 39 años. Desde los 15 años es adicto a alcohol y “pasó por todas las drogas”, indicó.
Según la madre lo sacaron de la casa cuando tenía alrededor de 20 años. Se internó en diferentes lugares, hasta que en el 2007 se internó en una clínica conocida en Buenos Aires, donde estuvo dos años. Al salir tenía que hacer un seguimiento en Montevideo. “No lo quiso hacer, recayó otra vez y estuvo otra vez internado”, lamentó la madre. “Él ejercía una violencia tremenda sobre nosotros”, aseveró Pilar. “Un día nos dijo que nos iba a prender fuego la casa. (…) Le robaba plata a las hermanas, a mí, robaba en la calle, rapiñaba; pero no estuvo preso porque nunca lo agarraron”.
Ahora, hace casi seis años que vive con una compañera que también era consumidora, con la que crían tres hijos. Pilar cuenta que los primeros años los ayudaban, sobre todo por las malas condiciones en la que se encontraban los niños. Luego el hermano de su compañera les estrechó la mano a cambio de que empiecen a ir a la iglesia. Pilar cuenta que, “recién hoy, después de muchos años, mi hijo me dice mamá te amo”. Aunque advierte que la adicción es una lucha “día a día”. “Es un día a la vez como se dice en los grupos”, dice. Asegura que “el adicto es adicto para siempre, y tiene que estar siempre en una rehabilitación, siempre tiene que tener sus límites”. Pilar recalca la ayuda de los grupos no solo para las personas adictas, sino también para las familias que sufren convivir con ellos.
Advirtió que cada día ve más muchachos y muchachas –y también a personas grandes– en la calle que consumen y que “es desesperante”; y lamentó que “la sociedad todavía no aceptó la enfermedad”. “Hay muchos padres y madres que no aceptan decir que tienen un hijo adicto”, señaló Pilar.
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