Desde niño tuvo una gran vocación por la enseñanza y por defender las causas justas. Fue así que se convirtió en abogado y en un reconocido catedrático de Derecho Internacional. Nació en un hogar batllista y eso hizo que su vinculación con el Partido Colorado (PC) comenzara de muy pequeño. Aunque nunca había imaginado la actividad política como forma de vida, se dedicó a servir al país en diversos cargos nacionales y en el extranjero. Hoy el académico sigue de cerca la realidad del Uruguay y el mundo y está abocado al análisis de los más recientes fenómenos en materia de relaciones exteriores.
¿Qué lo motivó a estudiar abogacía?
Una enorme vocación que tenía desde niño. Yo iba a una escuela rural en Florida –hasta que nos vinimos a Montevideo cuando tenía 8 años- donde había hijos de comerciantes, de productores rurales, algunos iban a caballo incluso, y me gustaba defender las cosas que creía que eran justas. También me gustaba hablar. Tenía cierta timidez en la primera expresión, pero luego participaba en la clase. Tuve unas maestras fantásticas que estimularon mucho en mí el deseo de comunicación, de tener buenos amigos, de ser solidario.
Sentí tempranamente vocación por eso y por la enseñanza, tan es así que me recibí de abogado en el 60 y, en el 63, cuando hubo un llamado a aspirantías de profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República, me presenté en la Cátedra del Dr. Quintín Alfonsín y luego seguí toda la carrera docente. Me dediqué al derecho internacional privado.
Después se abrió al campo del derecho de la integración.
Exacto, que tuvo su gran empuje en los 60. En esta región, el Tratado de Aladi del 80 –que en agosto cumple 40 años- convocó mucho en su momento a quienes estábamos vinculados a las relaciones internacionales. En ese entonces tomé la opción por el derecho internacional privado como materia central; derecho de la integración era para mí una convocatoria que venía más del tema público y me atrajo mucho. Apunté a cosas distintas, ejerciendo la abogacía, de la cual vivía, pero nunca dejé la docencia.
¿Cómo empezó en el PC?
Yo nací colorado, nací en un hogar batllista. Mi padre, hijo de italianos, era ateo. Yo no me defino tanto como ateo; la figura del agnóstico tampoco me cierra mucho. Me defino como alguien que entiende que hay una espiritualidad que está más allá de lo material, pero no la puedo materializar en la figura de Dios, en cambio el pensamiento cristiano sí lo materializo en la figura de Jesucristo.
Tuve en ese sentido una educación que me permitió ver las cosas desde los antecedentes y tradiciones de mi padre. Mi batllismo se fue desarrollando racionalmente, no solo como un fenómeno de herencia, sino de convencimiento. Ahora, mi militancia estuvo siempre acotada por el deseo de vivir de mi profesión. Nunca imaginé la política como una manera de vivir, la encaré como un modo de expresar mi responsabilidad, pero no como una actividad a la cual me dedicaría enteramente.
Incluso tuve la posibilidad de ser diputado por mi departamento y no me lo planteé porque no sentía que pudiera dejar de hacer todo lo que estaba haciendo desde el punto de vista profesional y de la enseñanza, que eran dos andariveles que yo recorría con mucha dedicación.
“El Tratado de Aladi del 80 –que en agosto cumple 40 años- convocó mucho en su momento a quienes estábamos vinculados a las relaciones internacionales”
Aunque después sí terminó dejando la profesión. ¿Cómo fue?
Eso ya es otra etapa. Mi vida es bastante larga. Empecé a trabajar fundamentalmente en temas que tenían que ver con el derecho internacional, y en determinado momento me ofrecieron irme a trabajar a Washington como director de Derecho Internacional en la Secretaría General de la OEA.
Yo tenía una fuerte resistencia a ir, estaba trabajando bien, mis hijos todavía eran chicos y era una decisión difícil de adoptar. Mi esposa, que ya tenía un cargo importante en el Richard Anderson -donde siempre trabajó-, me impulsó mucho a aceptar. Finalmente fui y estuve tres años. Fue una experiencia extraordinaria para mí y mi familia.
Ahí quedé signado; estuve tres años y cuando volví ya mi vida estaba marcada porque me iba a dedicar al derecho internacional. Regresé en el 81, empezaba a alumbrar un poquito la apertura democrática después de muchos años de ostracismo político. Yo mismo esos tres años no conté con el apoyo del gobierno; había sido llevado por impulso de la academia de otros países, no por razones de índole política. Era un funcionario técnico y mis dictámenes estaban preñados de independencia de criterio y de probidad técnica.
En la primera presidencia de Sanguinetti, usted trabajó en el estudio de la viabilidad del Puente Buenos Aires-Colonia, una idea histórica que nunca se concretó. ¿Qué pasó?
Fue un proyecto muy imaginativo, ambicioso, que venía en ancas de una excelente relación entre los dos gobiernos –de Sanguinetti y Alfonsín- y de una unidad rioplatense extraordinaria.
En el 85, cuando se instaló el gobierno de Sanguinetti, pasé a ser consultor jurídico diplomático de la Cancillería, pero no tenía un cargo de gobierno, sino de tipo asesor. Allí nació la idea de constituir una comisión binacional para examinar la viabilidad del puente, de la cual yo fui secretario. Se hizo un tratado binacional, Uruguay le dio aprobación parlamentaria y Argentina no lo ratificó. Ya habían empezado a cambiar los vientos y Alfonsín terminó retirándose del gobierno en forma anticipada.
La obra era muy ambiciosa para dos pueblos que tienen caracteres parecidos pero diferentes, y que tienen todavía rémoras del pasado en cuanto al divisionismo. Algunos nos siguen viendo como una provincia, otros nos niegan la condición de orientales para decir que somos argentinos, otros dicen que en Montevideo hay menos gente que en (la estación) Constitución.
“Me defino como alguien que entiende que hay una espiritualidad que está más allá de lo material, pero no la puedo materializar en la figura de Dios”
¿Se podría pensar en retomar esa idea en un futuro? Cuando surgió la iniciativa para el Mundial 2030 se volvió a hacer referencia al tema.
Ahora, convendrás conmigo en que hablar en este momento de crisis de una obra faraónica… La idea sigue siendo válida. ¿Quién puede dudar de que un puente de 40 kilómetros pueda unir, atravesar el Río de la Plata en el lugar más próximo de la costa y convertirse en una afluencia de gente? Tiene sus problemas por la desproporción: 40 millones de habitantes por un lado y tres millones por otro. Podríamos llegar a convertirnos en un país dormitorio o un país de fin de semana.
¿Cómo llegó a convertirse en ministro del Interior?
Entre el 88 y el 93 fui embajador ante la OEA. En esa ocasión me fui a Washington con mi familia y se quedaron acá mis hijos Renato y Juan Rinaldo. Cuando volví, en el 93, Sanguinetti empezó con la idea de que yo fuera ministro del Interior, cargo que ocupé desde el 95 al 98. Del 98 al 2005 fui canciller y del 2005 al 2008, secretario general de la Aladi. Del 2008 en adelante, académico puramente.
¿Por qué pasó de Interior a Relaciones Exteriores en el mismo quinquenio?
Sanguinetti quería tener un hombre de confianza absoluta en Interior. Me lo había pedido, pero no era algo que se correspondiera con las mayores actitudes que yo podía tener para colaborar con un equipo de gobierno. Yo sentía que podía ser más útil en el área de las relaciones internacionales que en la del orden público y la seguridad ciudadana. Fue una etapa de aprendizaje muy grande.
“En el Ministerio del Interior aprendí mucho de la sociedad, sobre todo, de la realidad, porque a veces los académicos tenemos el defecto de que vivimos en una burbuja”
¿Qué aprendió?
Aprendí mucho de la sociedad, sobre todo, de la realidad, porque a veces los académicos tenemos el defecto de que vivimos en una burbuja; corremos el riesgo de tener nuestro propio mundo y aislarnos un poco de lo que sucede alrededor.
Entonces le dije a Julio que quería salir de Interior y ver si podía ser útil en otra área, y estuve en Cancillería dos años, hasta completar los cinco años de su gobierno.
Allí me sentí mucho más cómodo, porque era una materia con la que yo tenía más afinidad. En el año 98 me eligieron presidente de la Asamblea General de Naciones Unidas y estuve ahí del 98 al 99, en Nueva York, pero iba y venía, viajaba cada 10 días a Montevideo. Yo dije: “¿No convendrá que renuncie al Ministerio?”, pero me dijeron que de ninguna manera, porque en ese caso perdería influencia en Naciones Unidas.
¿Y Jorge Batlle le pidió que continuara como canciller en el período siguiente?
Me reuní con Jorge y me dijo: “a mí me gustaría que te quedaras, aunque sea un año, porque yo no conozco la Cancillería; tú ya estuviste ahí, me podés dar una buena mano”. Yo acepté, le dije que me iba a quedar un año pero que después quería volver a mis cosas. Llegó el año y yo le recordé lo convenido, pero él me dijo: “¡No! ¿Cómo te vas a ir ahora?”. Terminé quedándome los cinco años.
Tuvo que atravesar toda la crisis del 2002.
Sí. Una de las etapas más difíciles fue la de la aftosa, porque fue algo que nos pegó como si en semifinales tuviéramos lesionados a Suárez y Cavani al mismo tiempo. Nosotros estábamos saliendo de la crisis del 2002, de a poquito, y lo de la aftosa fue un golpe brutal, porque todos tenían la clara precepción de que el gobierno se nos iba de las manos.
El presidente tuvo mucha firmeza, claridad mental y un gran poder de decisión. Cuando ordenó desde Washington el rifle sanitario yo estaba a su lado, íbamos a visitar al presidente Bush y en el auto reinaba el silencio. Yo dije: “de esto, a Bush no habría que comentarle nada”. “Por supuesto”, me dijo, y no le dijo nada.
Cuando se levantó la proscripción de la aftosa fue un gran éxito de la política del Ministerio de Ganadería y de nuestra misión en la Unión Europea, encabezada por el embajador Jorge Tálice, que trabajó muy firmemente en las gestiones para que se admitiera la carne uruguaya con vacuna. De esa manera recuperamos la cuota Hilton.
“Frente a la crisis del multilateralismo, matar al Mercosur es enterrar un elemento de unidad de la región que no puede quedar dependiendo del signo político de los gobiernos”
¿Qué perspectivas puede haber hoy con respecto a la inserción internacional, en una región en crisis económica y en un mercado tan cambiante, con el golpe que ha significado la pandemia?
En estos días yo estuve trabajando en la publicación de un estudio sobre la revisión institucional del Mercosur –para la revista de la Asociación de Derecho Internacional de la Facultad de Derecho-. Cuando ya estaba muy próximo a concluirlo, dije: “¿Cómo voy a publicar esto ahora? ¿Cómo voy a hablar de la revisión institucional cuando se está hablando de la existencia del Mercosur?”. Entonces llamé al editor y le dije que no podía escribir sobre eso. Se me ocurrió escribir sobre empresa, globalización, coronavirus y derecho internacional privado. ¿Por qué meto lo del coronavirus? Como un disparador de una idea. ¿Cuál? Que las empresas van a tener que afinar sus procedimientos, los trabajadores también.
¿Qué opinión tiene entonces sobre el funcionamiento del Mercosur?
Tengo incertidumbre, es decir, ¿cómo puedes tener un Mercosur activo cuando los presidentes de los dos principales socios tienen un divorcio tan agudo? Falta el ánimo de ser socios, porque no todos están inspirados en la misma idea.
El Mercosur establece el comercio intrarregional, con un arancel externo común para que afuera se negocie con el mismo arancel, de manera que no haya ventajas comparativas entre un país y otro –la famosa resolución 32/00, que dispone la negociación conjunta de los países con terceros, de la tarifa externa común-.
Hay una política que aparece en el horizonte que va a ser proteccionista y otra que va a ser aperturista, de libre circulación de bienes y servicios. La proteccionista a cargo de Argentina; la de apertura a cargo de Brasil, que hasta ahora ha sido un país tremendamente proteccionista –bajo las presidencias anteriores-.
Entonces, ¿cómo podemos ayudar? Yo no voy a publicar que el Mercosur va bárbaro porque sería mentir, ni voy a salir a decir que es un cadáver insepulto, que hay que enterrarlo.
Hay quienes lo sostienen.
Sí, pero yo no estoy de acuerdo con esa idea. Primero, el mundo ha cambiado mucho: hay 192 estados en Naciones Unidas, y cuando nació eran 50. Segundo, en esa inmensa globalización, las economías están formando parte de redes y de cadenas productivas donde los que tienen el poder económico y tecnológico están en mejores condiciones que muchos de los que no lo tienen, pero mucho más si los que no lo tienen no se unen entre sí para tenerlo.
Además, frente a la crisis del multilateralismo, matar al Mercosur es enterrar un elemento de unidad de la región que no puede quedar dependiendo del signo político de los gobiernos; tiene que estar por encima de los gobiernos, porque es un acuerdo entre estados.
El Mercosur es parte del activo que tiene el país, administrémoslo bien. Yo quería escribir sobre eso, pero para hacerlo tengo que tener la certeza de que esa es una opinión que está dominando en el sistema de gobierno, y no lo sé. Y como yo no hago parte del gobierno, tampoco voy a ponerme con una lupa a mirar. Yo creo en el Mercosur y lo defiendo, lo que no creo es que tenga que ser un club político en el que se sienten los que piensan igual.
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