Las políticas de sustitución de importaciones basaron sus privilegios arancelarios en la necesidad de proteger las industrias nacientes en su etapa de crecimiento. Pasaban los años pero muchas de ellas no lograban la eficiencia deseada a pesar que los estímulos iban in crescendo. Lo que sí lograban era arraigar en el sistema político y mediático una férrea defensa de sus intereses a expensas del consumidor y contribuyente. El caso de la forestación es muy diferente, ya sea por su orientación exportadora como por la forma en que se le brindan los estímulos. Para coronar el éxito de esta estrategia de desarrollo, sin embargo, deberá completarse el retiro de estímulos.
Por décadas el argumento del título “infant industry” (industria naciente), fue la principal defensa del proteccionismo industrial. Ya sea durante las crisis de los años 30 como en el proceso de descolonización de la posguerra, el desafío de las naciones en desarrollo era identificar las actividades económicas (más allá de las primarias) en las que pudiesen alcanzar suficiente competitividad para desplazar a las importaciones o crear nuevas corrientes de exportación no tradicional.
El principal instrumento utilizado fue el arancel (impuesto a la importación) aplicado a las mercaderías que competían con la producción nacional. Al elevar su precio en plaza se creaba un muro de protección detrás del cual podrían alcanzar la rentabilidad las actividades sustitutivas de las importaciones.
La justificación política estaba en la creación o preservación de puestos de trabajo. La justificación teórica yacía en el llamado argumento de la industria naciente. Las nuevas actividades necesitaban tiempo y espacio para desarrollarse. No sería justo exponerlas desde el vamos a la competencia con empresas del exterior con más experiencia, tecnologías superiores y mayores escalas de producción.
La distorsión del comercio
Y así se fueron introduciendo los aranceles aduaneros con el compromiso de irlos reduciendo a medida que fuera ganando terreno la industria nacional. Pero la realidad fue muy distinta. Hubo éxito en algunos casos; en los más, nunca se alcanzó los niveles de calidad y rentabilidad que permitieran ir desmantelando la protección sin condenarlos al fracaso. El resultado fue la aparición de los fuertes lobbies industriales y los correspondientes sindicatos ejerciendo presión sobre sucesivos gobiernos para posponer indefinidamente la mayoría de edad (mientras los aranceles llegaban hasta el 300%).
Luego de sus éxitos iniciales, el modelo sustitutivo de importaciones eventualmente sucumbió ante el estancamiento de las economías proteccionistas, tanto en sus actividades primarias como industriales. El golpe de gracia fueron los shocks petroleros de los años 70, seguidos por la apertura comercial generalizada en el marco del GATT y la OMC. Su tiempo había acabado y en su lugar arribaron la integración regional, las tecnologías disponibles y como si fuera poco, la globalización.
Cambio de modelo
A fines de la década de los 80 el gobierno uruguayo intentó un experimento distinto para fomentar una actividad económica de producción, tratándose en este caso del sector forestal. La gran diferencia desde un punto de vista fiscal y de transferencia de recursos estuvo en la forma de hacer llegar los estímulos al sector favorecido. En vez de crear un impuesto se eximió al sujeto del pago parcial o total de varios impuestos existentes, tanto a la propiedad como al trabajo y a la producción.
El arancel transfiere recursos del consumidor al productor local (mayor precio) y al gobierno (mayor recaudación). Por la caída en el volumen de comercio internacional hay una pérdida neta de bienestar que asume el consumidor.
En el caso de los estímulos directos a la producción, los grandes beneficiados están del lado de la producción (plantación y procesamiento). El estado simplemente transfiere recursos fiscales ya sea por exención o reintegro, asumiendo la masa de contribuyentes (o sea la sociedad en su totalidad) el costo del subsidio. Se estima que el “gasto tributario” atribuible (exención impositiva otorgada) al sector forestal ronda el equivalente de un 10% de la recaudación impositiva total del sector agropecuario.1
¿Quién paga no tiene derecho a opinar?
En ambos casos la sociedad en conjunto –lo quiera o no– hace una fuerte contribución a una de sus partes. En el caso del proteccionismo el fuerte costo al consumidor teóricamente debía financiar una contrapartida en materia de empleo y ahorro de divisas. En el caso de la forestación el fuerte costo al contribuyente ha financiado una exitosa expansión del volumen producido y exportado de celulosa, con algún impacto laboral permanente y en servicios asociados.
Pero después de más de 30 años de esfuerzo la sociedad tiene derecho a preguntarse si no ha llegado el momento de reconocer la mayoría de edad de esta industria que ya no puede clasificarse precisamente como naciente. No parecería ser el caso que ponerla en igualdad de condiciones con las demás actividades del sector agropecuario haga peligrar su rentabilidad. Y si así fuera, no debiera ser una actividad subsidiada por todos los uruguayos.
El tema evidentemente merece un debate mesurado y objetivo. Uruguay posee una reserva limitada de recursos aplicables al fomento y debe explorar el potencial de otras actividades con base en la riqueza nacional que puedan llevarse a una escala rentable (como en el caso de la forestación).
La forestación ha sido un gran éxito en un país que no se destaca por su dinámica de crecimiento. Que sirva de ejemplo de lo que se puede lograr cuando se buscan los acuerdos y el consenso. Seria una pena que un “success story” que debiera unirnos en la búsqueda de nuevos éxitos y horizontes laborales para la población termine siendo un factor de división entre orientales.
[1] Ferrer y Lirola, “La actividad forestal en Uruguay: beneficios fiscales y su control” (Revista de Derecho 2012)
*Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Exdirector ejecutivo del Banco Mundial.
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