Elige un método y pruébalo. Si falla, admítelo francamente y prueba otro. Pero sobre todo, intenta algo.
Franklin D. Roosevelt
“Esto es lo más parecido que hemos tenido a la crisis de los años 30”, sentenció hace unos días la economista Carmen Reinhart en una entrevista a La Tercera de Chile. Según la coautora de “Esta vez es distinto”, la crisis actual es la más generalizada y compleja que ha observado desde la Gran Depresión.
La pandemia hace que el escenario sea más complejo para un gobierno que debió asumir el timón del país con las finanzas públicas altamente comprometidas. El desafío fiscal ahora será todavía mayor. El Estado deberá afrontar más gastos, al mismo tiempo que se anticipa una caída en la recaudación. Esto antes de comenzar a aplicar políticas activas como las que ya se están instrumentando en España, Italia y Francia, países que podemos utilizar como referentes cercanos.
Los países desarrollados se movieron rápidamente y ya están haciendo uso de los instrumentos de estímulo tradicionales, al mismo tiempo que estudian medidas alternativas que implican una intervención más directa en la economía. Tanto la Reserva Federal (Fed) como el Banco Central Europeo (BCE) han expandido sustancialmente la cantidad de dinero circulante, adquiriendo una gama cada vez más amplia de activos financieros para bajar la tensión en diferentes segmentos de los mercados financieros.
Por otro lado, el FMI recomienda a los países miembros subordinar el objetivo de equilibrio fiscal a la necesidad de responder a la emergencia. En otras palabras, la medicina de los países desarrollados para resolver el problema en la caída de la demanda es una expansión monetaria y fiscal, la misma receta keynesiana que los organismos miran con malos ojos cuando la aplican los países emergentes. Pero existen razones para esta aparente contradicción.
En el caso uruguayo, la alta dolarización de la economía no permite al BCU hacer política monetaria, mientras que la ausencia de un mercado de capitales en moneda local nos obliga a financiar el déficit colocando deuda en dólares en los mercados internacionales. Esto nos hace dependientes de la opinión de las calificadoras de crédito, y eventualmente, del FMI, explicando por qué la izquierda de otrora (no la versión sorista actual) equiparaba deuda externa y FMI con pérdida de soberanía.
El resultado visible de la gestión astorista es que hoy Uruguay no puede hacer política fiscal sin el beneplácito de las calificadoras, o en su defecto, recurriendo al FMI. ¿Qué podemos hacer entonces? ¿O vamos a seguir observando pasivamente cómo mueren pymes y se pierden empleos todos los días?
El crédito es el único instrumento que le queda disponible al Estado uruguayo para fomentar la inversión. Sin embargo, existen grandes incentivos a los bancos para dirigir recursos hacia el crédito al consumo (mediante las regulaciones del BCU y la ley de inclusión financiera). Como contrapartida, en los últimos cinco años la banca privada ha venido restringiendo el crédito a las empresas. A esto se agrega la permisividad del BCU en validar tasas de interés al consumo que superan el 150%, que ha contribuido a la desaparición del crédito a las pymes.
Lo anterior es prueba de que no existe una política crediticia por parte del BCU. Si hubiera existido, es inverosímil que se haya diseñado para fomentar el crédito al consumo en detrimento del resto. Al igual que el anterior equipo del MEF con la OECD, en los últimos años el BCU tendió a adoptar las normas de Basilea a extremos no solo innecesarios, sino inconvenientes.
Somos un país que no tiene otras alternativas al crédito, a diferencia de los países europeos que promueven Basilea. El resultado es que tenemos en un sistema bancario con una liquidez disponible de una magnitud tal que los balances se parecen más a los de un fondo de mercado monetario que los de cualquier banco internacional.
Evidentemente, el camino no es forzar a los bancos a prestar, sino revisar los prudenciales, el sistema de incentivos y las barreras de entrada al negocio de la intermediación financiera, que hoy gracias a la acción del regulador, se encuentra blindado a las fuerzas de la competencia.
También Estados Unidos marcó el camino la semana pasada, cuando la Reserva Federal y otras cinco agencias instaron a los bancos a “enfrentar las necesidades financieras de clientes afectados por el coronavirus”,
evidenciando un regulador flexible y atento a que los bancos cumplan su función fundamental, que es otorgar crédito. Lo siguió el Banco Central Europeo y flexibilizó los requisitos de capital a los bancos, procurando contrarrestar la tendencia habitual de estos de restringir el crédito en momentos de incertidumbre.
A nivel de la región, en Perú la subsidiaria de una conocida institución bancaria española acaba de anunciar una línea de crédito de USD 700 millones para atender necesidades de capital de trabajo de pymes afectadas directa o indirectamente por la pandemia, facilitando también la reprogramación de deudas anteriores. ¿Por qué no pueden hacer algo similar en Uruguay? ¿O será que las pymes están destinadas a financiarse en un mercado informal a tasas usurarias?
Sin lugar a dudas la resolución del problema del crédito a las pymes (prácticamente todo el Uruguay es una pyme) pasa por revisar la regulación del BCU, que pareciera estar calibrada para un tipo de empresa no presente en la zoología uruguaya.
La paradoja es que esos fondos líquidos en realidad se prestan en otras plazas, ya que el sistema financiero global no vive de mantener dinero ocioso. La realidad es que esta liquidez, colocada en sus casas matrices, es utilizada para fondear préstamos en cualquier parte del globo. Visto de esta manera, lo que para el BCU computa como “liquidez” constituye un fondeo que seguramente está ayudando a financiar una pyme, española, canadiense o peruana.
Si los ahorros de los uruguayos no se prestan aquí por falta de demanda u otro motivo, sería conveniente que las regulaciones se aseguren de que los excedentes queden en el BCU, especialmente en un momento donde empiezan a aparecer tensiones en el mercado interbancario global de dólares.
Eso ayudaría además a engrosar las reservas internacionales; permitiría al BCU diseñar políticas de incentivo al crédito como las que aprobó Chile en los últimos días, y que varios bancos centrales vienen aplicando. La lógica es muy simple, si el mercado no funciona, el Estado tiene sus instituciones e instrumentos, no debiendo quedarse de brazos cruzados.
Si la pandemia nos obliga a estar en casa, la intuición nos lleva a pensar que no deberíamos hacer algo muy diferente con el ahorro de los uruguayos. El BCU tiene los instrumentos a disposición para asegurar que esos fondos excedentes no queden el día de mañana sujetos a los vaivenes de un BCE cuyas declaraciones evidencian cierto sesgo en contra de los países del sur europeo, lo que hace temer por un tratamiento diferencial.
Como ocurrió en ocasión de la última crisis bancaria europea, cuando el entonces presidente del BCE, Mario Draghi, logró torcerle el brazo a la posición alemana que conducía inevitablemente a la quiebra a todos los países del Mediterraneo.
Llegó el momento que el BCU retome la iniciativa y reconozca que el crédito es un instrumento macroeconómico fundamental que no debió haber abandonado nunca. Cuanto antes se ponga a trabajar, menos empresas y empleos perderemos. En el proceso, Uruguay logrará un sistema bancario más sólido que el actual, que cada día es más pequeño, burocratizado, concentrado y poco competitivo. Así como en el mundo moderno transporte no es sinónimo de una diligencia, crédito no es sinónimo de banco. Hasta que el regulador no internalice esta distinción, no vamos a poder avanzar.