La famosa novela de George Orwell 1984 trata de una sociedad totalitaria en la que los actos de los ciudadanos están absolutamente controlados. En un momento dado, el protagonista –que sigue teniendo “pensamiento crítico”– se contacta con un miembro de una hermandad disidente, y por supuesto clandestina. Este le hace llegar un libro que explica la filosofía del partido único que gobierna la nación. Entre otras cosas, el libro explica que el ciudadano tolera “las condiciones de vida actuales, en gran parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente toda relación con el pasado […] porque es necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin cesar”.
A los chicos de hoy, a través de la educación formal, de las pantallas y otros medios se les está cortando radicalmente su relación con el pasado: con sus orígenes. Se les enseña a cuestionar las costumbres de su familia y se cortan los lazos con la riquísima civilización occidental y cristiana que los precedió. Los chicos no saben quiénes fueron los griegos o los romanos, qué es el cristianismo o qué fue la cristiandad. No saben las fechas patrias, ni quiénes fueron los próceres de su nación. No saben de dónde vinieron sus ancestros.
Tampoco conocen los conceptos de bien, belleza y verdad, porque los mismos que los niegan les enseñan que ahora son más libres porque es legal abortar, porque pueden autopercibirse como les dé la gana, o porque pueden considerarse artistas pegando una banana con cinta adhesiva en la pared.
Muchos identifican el hecho –cierto– de que “el nivel de comodidades materiales crece sin cesar”, con “mejores condiciones de vida”. Y, por eso, dejan de mirar hacia atrás. La pregunta clave es: ¿realmente vivimos mejor?
Gracias a las dichosas pantallas, hoy vemos mucho más clara la diferencia entre ricos y pobres. Y como en la naturaleza humana –caída– está siempre el “querer más”, al agrandarse la distancia entre lo que tenemos y lo que querríamos tener, el nivel de frustración aumenta. A ello se suma que en nuestra “sociedad de consumo” las empresas que producen cosas necesitan desesperadamente que nosotros necesitemos –cada vez más– las cosas que ellas tienen para vendernos.
Obviamente, hoy tenemos más necesidades que hace cuarenta años. Yo no necesité un teléfono celular hasta cumplidos los 37 o 38 años. Pero si hoy, a un niño se le quita de las manos el dichoso telefonito, no está escrito el escándalo que puede armar… Una sociedad que no conoce la existencia del inodoro, la luz eléctrica o el agua corriente nunca echará en falta estos servicios. Sus necesidades estarán satisfechas mucho antes que las nuestras, y es probable que sean mucho más felices con menos. Sobre todo, porque es muy probable que, además, tengan más tiempo para desarrollar buenas y sólidas relaciones comunitarias.
Lejos de nosotros ser desagradecidos con los avances de la medicina actual, que estira la vida y calma el dolor físico. El problema es que, a menudo, junto a una mejor calidad de vida se observa una peor calidad de muerte. Porque cada vez más gente muere sola, en un hospital, lejos de su familia, de su hogar, de sus amigos. Sin un cura que le administre al moribundo los Santos Sacramentos. Esto, antes tan común, es lo que da verdadera paz al alma en el momento de la muerte.
Nuestros antepasados tenían, efectivamente, más y mejores relaciones que nosotros, más vínculos, más sentido de comunidad, más sentido de trascendencia. Si hoy se tolera mejor la soledad, probablemente sea porque a mucha gente le cuesta vivir en comunidad. Cubrir nuestras crecientes necesidades nos obliga a dedicar mucho más tiempo al trabajo que a relacionarnos con nuestros parientes y amigos. Sobre todo, después de la experiencia aislacionista de la pandemia.
¿Cómo explicarle a un niño adicto a las pantallas la sencilla felicidad de aquellas tardes de verano en que mi tía Rosita, humilde costurera en Salto, sacaba su reposera a la calle para conversar con casi cada vecino que pasaba por la vereda?
Es cierto que la felicidad no se puede medir. Es cierto que comparar épocas puede ser anacrónico. Pero se puede intuir que si Dios, además de Uno, es Trino, debe ser porque la felicidad se encuentra más en las relaciones entre las personas –incluidos los que ya partieron– que en la posesión de las cosas.
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