La libertad que el artista emplea para la creación de sus obras, es la misma que le permite entender que luego de finalizadas, ya no le pertenecen. Gustavo “Pollo” Vázquez es un artista bohemio, que dedicó más de 50 años de su vida a la búsqueda de la expresión plástica de su cultura, creencias y pensamientos. Sus obras narran lo que no puede explicar con palabras, gestos o emociones. Gran admirador del pensamiento rodoniano, el artista ejemplifica con su propia historia de vida que “la mejor obra es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato”, como dijo José Enrique Rodó. Sostiene que jamás se propuso la búsqueda del éxito medido a través de la riqueza, sino que su meta fue encontrar la conexión plena entre él y su trabajo al momento de enfrentarse al lienzo en blanco. La Mañana fue testigo de su puesta en escena en el Museo Nacional de Artes Visuales, donde hasta el 10 de noviembre estará en exposición “Huellas”, un fragmento de su historia representada en decenas de sus cuadros.
¿Cómo surgió su interés por el arte plástico?
Artista se nace. Soy el tercero de cuatro hermanos y nunca me tocaron los pinceles ni nadie dibujaba como yo en casa, porque cada cual tenía sus aptitudes. Si se sabe preservar y motivar a las personas, no se pierden los dones. Para mí fue natural expresarme desde chico a través de la pintura, tanto así, que yo pedía la camiseta de Nacional para Reyes o Navidad y me llegaban cajas de pasteles o acuarelas.
Fui amigo de un chico que su padre era un artista europeo, postimpresionista, y podía entrar a su taller de arte y ver las pinturas, hasta ahora puedo sentir el aroma de los óleos del lugar, y me marcó mucho. A su vez, un primo de mi padre, que era dibujante de un diario, también me maravilló cuando podía ver sus trabajos. Es decir, que desde chico fue natural para mí estar involucrado entre artistas.
Además, también fue importante la motivación de mis padres. Mi padre nos llevaba a museos desde los cuatro o cinco años. Fue creciendo mi admiración por algunos cuadros de Blanes, por ejemplo, y hasta hoy es un artista al que le tengo gran admiración.
¿Qué papel jugó su formación primaria en el desarrollo de la profesión como artista?
Fui a la escuela pública de la calle Miguel Barreiro, en Pocitos, que luego pasó a llamarse escuela Noruega. Allí se incentivaba mucho al arte a través de las carteleras, que eran espacios para que colguemos nuestras creaciones. En aquella época, siendo un niño, me parecían inmensas.
Recuerdo que cuando estaba en primero admiraba los dibujos de los niños de quinto y sexto año, pero un día me llegó a mí el turno de ser el titular de la cartelera.
Había otras cosas que también me incentivaron como las obras de títeres, ya que el profesor nos hacía crear a los personajes, entonces, en mi casa, hacía montajes y jugábamos a eso incitando así la creatividad. Además, había teatro en la escuela y me tocó hacer la escenografía de Platero y Yo pintando un mural que iba detrás del escenario. En la escuela te enseñaban a querer más y ser competitivo, y eso ayudaba al desarrollo.
¿Cuándo comenzaron sus estudios vinculados específicamente a la pintura?
El primer año del liceo me fue bien, pero después aflojé porque empecé a pintar más. Un amigo de mis padres, Luis Alberto Patrón, les dijo que me mandaran a estudiar al Instituto de Bellas Artes de San Francisco de los Padres Conventuales, donde Lino Dinetto estaba enseñando. Él fue un maestro que me marcó en ese período, me entusiasmó el estilo que manejaba, tenía un modernismo y un color que no había en esa época. Uruguay estaba muy marcado por la escuela Torres [Joaquín Torres García], donde había una pintura muy correcta pero un tanto frenada por el dogmatismo de la escuela.
Cuando terminé el primer año del liceo, Lino le consultó a mis padres si me podían llevar al taller durante el verano a trabajar con él. Me llevaron y conviví mucho con el matrimonio Dinetto y sus hijos en el barrio Malvín. Miré y aprendí como nunca. Muchas veces él me daba un sombrero de paja, una cantimplora con agua, un caballete y una caja de óleos, y me mandaba detrás del Molino de Pérez, que había una vista hacia arenales y ranchos, pintaba sintiéndome Van Gogh, fueron ejercicios inolvidables.
También me llevaba a pintar retratos de los hijos de un amigo de él. Fue un fogueo increíble y en la historia de mi carrera, lo más difícil fue liberarme de la gran influencia de Dinetto al crear, ya que necesitaba mi propio estilo.
¿Cómo llegaste a la ruptura total entre las obras de Dinetto y tu propio estilo?
A pesar de ser un adolescente y que los intereses pudieran ser otros, la pintura seguía siendo parte de mi vida, y si iba en verano a Floresta, me llevaba mi caballete. Buscaba la esencia del paisaje y trabajar con mi propia imaginación y abstracción, y la semilla la había colocado Dinetto. Después que él se fue a Italia, continué yendo a los Conventuales, y les pedí a los curas directores si me prestaban un salón para trabajar solo.
José Echave había empezado a ser mi profesor, y había preparado un grupo para ir a ver una muestra que llegaba a Artes y Letras de El País en Plaza Libertad. Se traía una exposición de Francia de Matisse, Picasso, Duchamp, entre otros de la primera plana del arte moderno del siglo pasado. Pero mi revelación no tuvo que ver con esos artistas, iba bajando la escalera y vi un Picasso, lleno de colores típicos de él, pero cuando vi otro al lado de ese sentí un impacto, no sabía quién era el pintor, pero pintó a las mil maravillas lo que mi espíritu sentía cuando estaba frente al paisaje de las dunas de Floresta.
A los dos años de eso fui a Europa, otra vez con un grupo de Echave. Éramos siete estudiantes que viajaron bajo la dirección del maestro, pero él viajó en simultáneo con la Comedia Nacional y luego se separó de nosotros. Estuve durante siete meses en Europa y encontré al pintor que tanto me había impactado, en cuadros que habían entrado en la historia de la pintura. Se trataba de un chino-francés llamado Zao Wou-Ki. Fue el primer artista que me atrapó y con el que me identifiqué.
¿Y cómo decidiste hacer de la pintura tu forma de vivir?
En casa siempre querían que hiciéramos carreras universitarias y, en mi caso, la pintura iba a ser una decoración. Pero en mi viaje a los 19 años se prendió la idea en mí de vivir de la pintura, así como los pintores europeos y el propio Dinetto que lo hacía en Uruguay. En la sociedad europea el artista era alguien respetado y tenía un espacio aceptado, eran libres. Así que cuando retorné del viaje lo planteé en mi casa.
Recuerdo que en ese viaje, a sugerencia del embajador uruguayo en Roma, participé en un concurso de pintura. Quise y acepté el desafío y una de las hijas del embajador me prestó los materiales. Llegué a la Piazza di Spagna donde un ómnibus nos esperaba para llevarnos a Cervara di Roma, lugar en el que se realizaba el concurso. La mayoría de los participantes ya tenía el cuadro a medio hacer, era gente de oficio, adulta. Elegí el lugar para ver un paisaje y decidí hacer una especie de autorretrato. Saqué el tercer premio. Fue un gran estímulo para mí y me dio seguridad de que no era un divague vivir de eso.
Le pedí a mi padre un poco de apoyo económico para comenzar, alquilé un sótano en Maldonado esquina Blanes y allí empezó mi historia profesional. A los meses ya no tenía que pedirle nada a mi padre porque a la gente le gustaba mis obras y las compraban.
¿Qué hiciste después? Porque no solo trabajaste en Uruguay…
Gané una beca y me fui a París. Fui leyendo el destino, renuncié a cosas que me gustaban como el deporte, ya que jugaba con el Carrasco Polo y hasta habíamos salido campeones a nivel nacional y se venía el sudamericano en San Pablo, pero elegí la pintura. Siempre siento que el comienzo de un cuadro es como el pitazo inicial de un partido, arranca el juego y es una lucha con la tela, con la expresión, y es necesario resolverlo con velocidad. Me gusta esa acción veloz de dejar liberado un estado casi que inconsciente automático pero que solo puede hacerse teniendo el conocimiento.
Con los años el premio fue poder hacer una conexión con un canal que facilita la inspiración, lo quise hacer desde siempre pero me llevó años llegar a esa conexión y dejar afuera todo lo ajeno al hecho plástico. Esto debe hacerse sin ningún tipo de aditivos, no creo que sea necesario ni que se pueda transmitir como ejemplo a seguir.
¿Qué es lo que hace que un Vázquez sea reconocido como tal?
El común denominador que tiene la obra es el estilo. Que cuando lo veas reconozcas el lenguaje del pintor, eso genera la relación visual inmediata pintura-autor. Cuando opto por una pintura, sé que estaba guiado por los maestros que me precedieron. Y como admirador de William Turner, por ejemplo, quien incorporaba la velocidad en sus obras, también lo hago yo, porque nos criamos viendo el paisaje en velocidad, en trenes, ómnibus, autos.
Los artistas somos libres, pero debo reconocer que a veces es difícil manejar la libertad.
¿Pinta por encargo?
Nunca en mi vida acepté un encargo. Una vez sola me tenté, en París. Había dos personas interesadas en el mismo cuadro, y me copié a mí mismo, haciendo una réplica del cuadro para poder complacer a ambas. Pero lo único que obtuve fue un cuadro vivo y uno muerto. Un cadáver y una pintura viva. Entonces jamás, ni en tiempos de cero peso, estando solo en Europa y con nadie que me protegiese, acepté un encargue. Siempre pinté desde la libertad de mi creación. Nunca me propuse la búsqueda del éxito medida a través de la riqueza.
¿Cómo se dio la primera exposición en una galería reconocida?
Cuando estaba en París, entrar en galerías de circuito comercial era difícil porque son muchos los que se presentaban y casi que ni te miraban cuando vas con tu porfolio de obras. En ese momento muchos pintores reconocidos como Picasso y Dalí estaban vivos, y las grandes apuestas de los galeristas era presentar las obras de ellos. Me llevó años entrar en la primera galería en donde tuve éxito. En el viaje de 1963, Arturo Despouey, intelectual uruguayo que había sido cronista de guerra, conocía a José Echave y nos invitó a todo el grupo a un vernissage en Saint Germain de una galería llamada Filadelfia. A los años pasé por allí y la reconocí, entré y le comenté a la dueña que había estado en el lugar antes y le mostré lo que hacía, pero no me dio importancia. De todas maneras seguí insistiendo y cada tanto iba y le seguía mostrando mi trabajo.
Años después me salió una exposición en Ginebra, Suiza -un sitio muy cotizado en Europa por los artistas-. Un amigo tenía el contacto de unas personas de una galería nueva en pleno centro. Era una galería fantástica y les gustó mi obra y me aceptaron. Luego de la exposición, le llevé el catálogo a la dueña de la galería francesa en la que estaba insistiendo, y finalmente me dijo que quería ver mis pinturas. Fue con el esposo a mi estudio y juntos eligieron ocho cuadros grandes, cinco chicos y a los tres días ya había vendido uno. La magia fue Suiza, porque los franceses reverencian las galerías suizas.
En Uruguay la primera muestra que hice fue en Amigos del Arte, la segunda en Salto en la fundación de arte Horacio Quiroga, luego obtuve el premio de pintores jóvenes, después me fui a Francia. En una venida en 1969, expuse en una de las más prestigiosas salas de la época y en Amigos del Arte otra vez. Un salón lo ocupó Hugo Longa y el otro yo. Y así siguió la historia en el país.
¿Cómo es vivir de la pintura en nuestro país?
Es una locura dificilísima. No me gusta entusiasmar gente y que después se den la cabeza contra la pared. Los pintores comerciales venden mejor a costillas de los que dejan la vida en las búsquedas y que son los pintores de verdad.
¿El uruguayo en general es un interesado por el arte?
Los extranjeros que vienen con una mayor información y formación que los uruguayos, saben ver los valores de una buena pintura que hay en el país. Nuestra base artística dentro de América Latina es muy sólida, tenemos a Juan Manuel Blanes, Barradas, Carlos Federico Saez, Torres García, entre otros. Los uruguayos que triunfamos afuera es porque acá aprendés a correr sobre arena blanda, y cuando agarramos una pista buena, volamos. Entonces estamos entrenados para transitar todas las dificultades.
¿Haría falta entonces, localmente, más formación artística desde la niñez?
Sin duda que sí. La educación en arte es fundamental, lo importante es que los docentes de escuelas sepan de arte y que no sea la artesanía dirigida constantemente. Hay que incentivar la auténtica creatividad del niño para que desde ahí crezca.
¿Cómo se dio su vínculo con Eduardo Víctor Haedo?
En las elecciones de 1958 me quedé de festejo en 18 de Julio toda la noche, a la mañana me fui a tomar un café y veo pasar a Eduardo. Salí a saludarlo y me dijo que iba para Casa de Gobierno y me dijo que lo acompañe, fuimos caminando, él tenía un traje muy coqueto como el príncipe de Gales, de color beige y con boina blanca. Yo era un muchacho de 15 años y llegué caminando a Casa de Gobierno charlando con Eduardo Víctor Haedo, habiéndolo conocido hacía minutos.
Cuando llegué del viaje de estudios de Europa, mis padres tenían una casa a cuatro cuadras de la Azotea de Haedo, me arrimé y se ve que les divertía mi presencia. Compartió conmigo sus historias de vida y me invitaba a comer, nos sentábamos con diferentes personalidades, nos hicimos muy amigos. Una vez me pidió que me encargara de elegir dónde colgar los cuadros para una exposición que haría por un homenaje a sus 50 años de político.
Era un hombre con el que me era curioso charlar. Recuerdo que en una de las últimas visitas me mostró que estaba viviendo en un cuartito de la azotea muy similar al cuarto de un monje, con un reclinatorio, una cama y una silla. Era como una casa de ejercicio espiritual. Haedo era una persona que había sido muy mundana, pero estaba despojándose de lo del mundo. Fue un gran personaje.
De vivencias e ideales
Gustavo nació hace 76 años en el barrio Reducto de Montevideo. Tuvo tres hijos y varios nietos, biológicos y de corazón. Fue bautizado en la iglesia de su barrio natal pero tomó la comunión en la parroquia San Juan Bautista de Pocitos, sitio al que se mudó a los cinco años de edad. Por temas circunstanciales le tocó vivir durante un año en el barrio Carrasco, donde se enamoró de los aromas del lugar, del olor a fogata, a eucaliptus, de los pinos, de los paseos con su padre en bicicleta, “de descubrir la libertad de jugar en la calle a la pelota”, recordó.
El hecho de pasar varios años alejado del país lo llevó a dejar ciertos fanatismos de lado, como su cuadro de fútbol, Nacional. Hoy se declara familiero. “Me encantan los niños, tengo nietos biológicos y tengo de parte de mi pareja que fue mi novia de juventud y con los años nos juntamos nuevamente”, indicó.
No tiene la cuenta de cuántos cuadros ha realizado, pero entiende que cada uno tiene una historia que contar y una historia que lo cuenta. “Siempre digo que una vez que los creé ya no me pertenecen, viven por sí solos. Pero son todos hijos que quiero”, describió.
“Hubo un cuadro, que fue el primero que vendí en la exposición de Amigos del Arte, lo compró un matrimonio. Por esas cosas de la vida ellos se divorciaron y él que era médico se fue a vivir a Chile. De grande nos volvimos a encontrar. Me dijo que no quería llevar el cuadro a un remate pero que necesitaba el dinero, le dije que me encantaría recuperar ese cuadro y encontré la solución de poder ayudarle. Entonces le di un cuadro de dimensiones similares, un poco de dinero y me quedé con el otro”, relató en referencia a la historia de una pintura especial.
Se reconoce, en parte rodoniano, y asegura que José Enrique Rodó fue un líder de ideales que marcó a toda América. “Él fue una muestra de sencillez, de la búsqueda que va ligada a un esfuerzo y a un pedir la luz”. Relacionado a su visión, Gustavo piensa que el pintor debe trabajar en la libertad absoluta, no debe estar condicionado por nada. “Esto no quiere decir que deba estar fuera del mundo en una torre de cristal, pero no debemos estar en función de la política. Esa es mi posición. Entiendo que no debemos dejarnos manejar, sino que hay que trabajar en total libertad”, afirmó.
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