Se trata, quizás, del problema más difícil de resolver de la economía uruguaya, uno que requiere un importante grado de consenso político que inspire confianza en el futuro del país. Discusiones improductivas sobre cómo se debería calcular van en dirección contraria al objetivo de generar confianza entre los agentes.
Durante la década de 1930 el pensador español José Ortega y Gasset, frustrado por las discusiones que ya entonces enredaban a la Argentina, hizo la famosa exhortación “¡argentinos, a las cosas!”. En lo que parece una litografía de la Argentina pintada por Ortega, en Uruguay desde hace más de una semana economistas del gobierno y de una parte de la oposición se encuentran enfrascados en una estéril discusión sobre el problema del desempleo.
El sentido común indicaría que la discusión debería enfocarse en la evaluación de propuestas que permitan mejorar la situación del empleo de la forma más eficaz posible. Sin embargo, la polémica se centró en cómo se deberían contabilizar los 70.000 empleos públicos que se generaron desde el 2005. De un lado de la discusión un miembro de la oposición plantea que si no hubieran ingresado esos funcionarios al Estado, el desempleo sería hoy 13 % y no 9 %. Como era de esperar, desde el equipo económico le llovieron críticas de todo tipo; silencio de grillos al momento de escuchar posibles soluciones.
Resulta un tanto desolador que técnicos tan preparados pierdan de vista que la discusión es absolutamente banal, ya que no ayuda en lo más mínimo a resolver el problema que preocupa cada vez más a los uruguayos. Es a esta altura claro que el desempleo se encuentra en niveles históricamente elevados y que si no hubiera mediado la intervención del Estado, sería aún mucho mayor.
El camino cierto para que todo continúe igual y no se resuelva nada es el de continuar dividiendo con sofismos.
Estas discusiones entran en terrenos peligrosos, ya que contribuyen a dividir a los uruguayos, en este caso los trabajadores públicos y privados. Si existió irresponsabilidad en el manejo del Estado y la cosa pública, eso no es de ninguna manera atribuible a los funcionarios del Estado, muchos de los cuales hoy ganan salarios debajo de la línea de pobreza. El camino cierto para que todo continúe igual y no se resuelva nada es el de continuar dividiendo con sofismos. Peor aún, es un camino que desprestigia al sistema político a los ojos de la ciudadanía.
Este tipo de discusiones estériles a las que se refería Ortega y Gasset, fueron las que terminaron hundiendo el gobierno de Macri. Rodeado de tecnócratas condicionados por vínculos anteriores, su gobierno se fue complicando con intrigas internas, que camufladas como luchas académicas entre graduados de tal o cual escuela de economía, en realidad reflejaban enfrentamientos de intereses. En el medio se olvidaron de la población, que los castigó en las elecciones de agosto, evidenciando una vez más que la economía es muy importante como para que quede solo en manos de economistas.
El problema concreto que nos debe desvelar es cómo hacer para dar estabilidad a los empleos existentes y cómo crear condiciones para que se generen nuevos puestos de trabajo de la forma más rápida posible. Esto solo se podrá lograr con políticas coherentes y sostenidas en el tiempo, ejercidas por un Ejecutivo firme y con un amplio respaldo parlamentario. En pocas palabras, se necesita un gran acuerdo nacional y un Presidente con firmeza en sus convicciones y voluntad de acción que le permitan impulsar medidas correctivas.
La historia económica documenta varias experiencias exitosas al respecto, de modo que no hay necesidad de inventar, sino de adaptar posibles esquemas que contribuyan a reactivar la economía y el empleo.
En su discurso inaugural de marzo de 1933, en el peor momento de la Gran Depresión, el presidente Franklin D. Roosevelt expresó firmemente que lo único que los norteamericanos debían temer era al miedo en sí mismo. Con esto Roosevelt apeló al espíritu de lucha del ser humano y a su capacidad de reponerse a la adversidad. Roosevelt sabía que debía dar una imagen de solidez y firmeza para salir adelante, ya que para reencauzar la economía era necesario combatir el sentimiento de derrota de trabajadores que no lograban encontrar trabajo. Es por ello que el gran presidente norteamericano nunca se dejó fotografiar en silla de ruedas o en situación de debilidad, a pesar de la poliomelitis que lo había dejado paralizado desde su juventud. Mostrar debilidad podía generar simpatía, pero la situación requería otra cosa. No habían transcurrido muchos meses de gobierno cuando los Estados Unidos ya habían implementado medidas tendientes a la recuperación del empleo.
La Gran Depresión inspiró las investigaciones de una brillante generación de economistas cuya infancia transcurrió durante ese período. Entre ellos se encuentran James Tobin y Robert Solow, ambos premios Nobel de Economía, quienes estudiaron las características del mercado de trabajo desde una visión que desafiaba la prevalente de esa época.
Tanto Tobin como Solow atribuyeron el problema del desempleo a una falla en el mercado de trabajo, que no se equilibra por sí solo. Solow identifica factores institucionales que explican esta falla, en particular la segmentación observada en el mercado de trabajo que limita la competencia. Esto ocurre porque trabajadores y empresarios desarrollan una “inversión mutua” en la duración del vínculo laboral, por tanto resulta costoso para ambos romper ese vínculo, fenómeno que redunda en una reducida movilidad laboral y rigidez en los salarios.
Lo anterior es evidente para empresarios y trabajadores, pero no era una realidad incorporada en los modelos económicos neoclásicos, que consideran al trabajo como un commodity, asumiendo implícitamente que un trabajador es perfectamente sustituible por otro. En el otro extremo se encuentra la visión marxista, que ve en esta relación estable entre empresa y trabajador la raíz de todos los males que aquejan a la sociedad.
En sus investigaciones, Solow observó también que la elasticidad de la demanda de trabajo respecto al salario real era de 0,5, mucho menos de lo que los economistas neoclásicos anticipaban. La elasticidad es un indicador de cómo reacciona la demanda frente a variaciones en el precio de un bien. En el caso del mercado de trabajo, una elasticidad considerablemente menor a la unidad indica que los niveles de empleo reaccionan poco a las bajas en los salarios. Es decir, los salarios tendrían que bajar mucho para recuperar al pleno empleo, lo que explica por qué los trabajadores en todos lados del mundo son reacios a aceptar bajas en los salarios. Varios nobeles después, hoy sabemos que equilibrar el mercado de trabajo con medidas neoclásicas puede llevar a la economía a una gran depresión.
También sabemos que el Estado debe tener un rol estabilizador en el mercado de trabajo y que debe aplicar, en la medida de lo posible, medidas que permitan la expansión de la economía. Desafortunadamente el Estado comprometió, con un gasto procíclico, sus posibilidades de hacer política fiscal y monetaria.
El crédito es el único instrumento que queda disponible mientras no se implementen medidas estructurales de mejora a la competitividad. De lo contrario, seguiremos observando pérdidas de empleo y unidades productivas.
El instrumento que queda aún disponible es el crédito como incentivo a las empresas para mantener sus unidades productivas abiertas y sin continuar reduciendo la plantilla de personal. Esto ayudaría a las empresas a mantenerse a flote mientras se deciden e implementan medidas estructurales que permitan mejorar su competitividad. De lo contrario, con las condiciones actuales de competitividad veremos cómo mes a mes se pierde empleo en las industrias más intensivas y con mayor valor agregado, profundizando la recesión.
- M. Sc., Instituto Tecnológico de Massachussets, Contador Público.