¡Aleluya!, vuelven las clases presenciales y por lo tanto podré seguir anexando cuentos de situaciones en temas educativos.
Me vino a la memoria un caso muy singular, que relataré a continuación.
—Con el Kevin no se puede, con el Kevi” no se puede —repetía una señora mientras movía la cabeza y caminaba junto a un pequeño párvulo de no más de un metro, treinta centímetros.
A la señora se la veía indignada y el chico tenía cara de “se me viene el mundo arriba”. Movía las piernas a la máxima velocidad que su pequeña talla le permitía.
La señora en cuestión era la tía de Kevin, un alumno de la escuela que era muy conocido por sus deslices en clase.
Este niño debía de tener unos siete años y cursaba segundo año. Era hiperactivo, con un tratamiento a base de “ritalina”. Pero no la realizaba de forma adecuada, ya que no cumplía con la continuidad recomendada. Su tía, responsable del cuidado desde que sus padres habían perdido la patria potestad, no se la suministraba como debía por “cuestiones de tiempo, no puedo ir a buscar la receta azul”. Esa era su justificación.
Una tardecita yo estaba con todos los chicos en clase. Ellos, con el cuaderno en el pupitre, prestaban atención a un nueva canción que les traía y qué serviría de apoyo para un tema curricular que estaba trabajando la maestra. La canción era “Candombe verdulero” y venía a las mil maravillas para el tema a tratar: “La huerta”.
Acostumbro a entregar una hoja con un dibujo referente y testimonial de la canción a cantar, así el niño se involucra con todos los sentidos en el tema. Repartí las hojas con el “Candombe verdulero” que tenían imágenes de choclos, nabos, lechugas, papas y zanahorias entre otras tantas verduras y hortalizas para colorear.
Es también un clásico de mi trabajo leer y comentar lo que vemos en la hoja antes de proceder a cantar. Les pedí a los niños que dijeran nombres de hortalizas y verduras. Todos sabían alguna y se apuraban en decirlas mucho antes de que se los permitiera, ya que como es de costumbre deben levantar la mano para que se les dé la palabra.
Allí desfilaron los gritos de ¡nabo! ¡zapallo! ¡zanahoria! ¡boniato!, cuando Kevin dijo lo suyo.
Subido a la silla, con los ojos grandes como ciruelas y la mano acusadora me grita:
—¡Cornúd….Hijo de p….!
El silencio en la clase fue sepulcral, la cara desencajada del resto de los niños era comparable a un susto de una película de terror a media noche, y mi mandíbula, en el piso.
La sorpresa fue mayúscula ya que no esperaba un insulto tan soez, por lo tanto, retiré afuera de la clase a Kevin y estando en la dirección le pregunto:
—¿Por qué me dijiste eso tan feo? ¿Sabes lo que dijiste?
—Sí profe, lo sé, como todos lo insultaban, yo dije lo que le dice la tía al tío cuando se pelean.
—¿Cómo? ¡Pero Kevin! Estábamos hablado de verduras y hortalizas, no peleando —le dije.
—¡Pah profe!, entonces lo mal pensé.
La directora se lo contó a la tía, por eso lo del principio del cuento.
“Con el Kevin no se puede”.