Su constante y profunda labor diplomática e intelectual explica que una doctrina jurídica reconocida internacionalmente lleve su nombre. La Doctrina Espeche no es otra cosa que la maduración y elaboración de un intenso anhelo de libertad y justicia que desde muy joven sintió este diplomático y jurista argentino, próximo a cumplir los noventa años. Su prédica lo llevó a ser dos veces candidato al Premio Nobel de la Paz. Testigo directo de importantes acontecimientos del último siglo, Miguel Ángel Espeche Gil compartió en entrevista con La Mañana las vivencias y enseñanzas que experimentó durante su extensa trayectoria.
Nació en La Plata en 1932, en una época marcada por la crisis del ’29 y el golpe de estado de Uriburu dos años atrás. ¿Cuál fue el contexto de la Argentina de su infancia?
Hay dos elementos que sufrió el país y que desde niño me quedaron tan grabados que después providencialmente los fui desarrollando, porque anímicamente yo estaba imbuido de ellos.
El primero fue la perversidad del fraude electoral. En Argentina, menos en la capital, en la década del ’30 era monumental. Mi padre fue enviado como veedor para unas elecciones en el interior de la provincia de Buenos Aires y cuando iba a supervisar llevaba revólver, era como ir a la guerra. El régimen conservador tenía perversidad y el fraude generaba mucha violencia. Entonces desde niño estoy acostumbrado a que el fraude es una cosa espantosa.
Y el segundo fueron las deudas. Mi padre y mi abuelo tenían muy buena posición, tenían agencia inmobiliaria en La Plata y les fue muy bien pero a raíz de la revolución del ’30 mi abuelo había firmado avales para muchísimos radicales que se quedaron sin empleo, entonces perdió todo. Al morir mi abuelo, mi padre tuvo que reconstruir su vida. Él tenía deudas, pero no porque hubiera hecho las cosas mal sino porque no tenía más remedio y pagó todas las deudas, por supuesto. Yo de chico iba al banco a cambiar los pagarés y me parecía una cosa horrible que esa deuda siguiera creciendo.
Estudió el secundario en Argentina, pero finalizó sus estudios en Brasil. ¿Cuál fue el motivo?
Así es, completé mi bachillerato en Brasil. Mi padre era consejero de la embajada argentina en Río de Janeiro entonces yo lo acompañé. Me recibí de bachiller de ciencias y letras en el colegio Santo Inácio de los jesuitas.
Luego usted se volcó al Derecho e inició una extensa carrera diplomática.
Me recibí de abogado a los veintidós, pero ejercí la profesión a disgusto porque no me gustaba el ejercicio de la profesión, aunque sí el Derecho. Hasta que se abrió un concurso en el ministerio para ingresar a la carrera diplomática en el grado inferior que era agregado y vicecónsul. Había diez vacantes y felizmente pude entrar en 1958. Allí hice mi carrera hasta que me jubilé.
Regresó a Brasil ya como diplomático entre 1959 y 1964, los años previos al golpe contra el presidente João Goulart. ¿Qué recuerdos tiene de esa experiencia?
Fui como joven secretario de la embajada. Yo seguí el proceso con las elecciones del año 1961 en las que gana Janio Quadros y después cuando él renuncia hay un pseudo golpe y asume João Goulart. Después los militares hacen el golpe definitivo, pero muy a la brasileña porque no cerraron el Congreso ni se metieron con el Poder Judicial. El propio Congreso convalidó el nombramiento del mariscal Castelo Branco. Fue todo muy negociado. No como los nuestros que sacaban a patadas al presidente (risas).
“Valoro mucho cómo los uruguayos se aferran al respeto a las instituciones y las defienden. Ese es un mérito enorme”
Participó en la Comisión Técnico Mixta de Salto Grande en 1965 y luego fue enviado a la embajada uruguaya entre 1970 y 1976. Se dieron hitos importantes como el proyecto de la represa hidroeléctrica binacional y el tratado del Río de la Plata. ¿Qué valoración hace?
Con lo de Salto Grande trabajé desde Buenos Aires en el ministerio, luego en el ’70 vine como primer secretario y me fui como ministro consejero, así que gran parte de la carrera la desarrollé acá. Yo no participé en la negociación del tratado del Río de la Plata, donde estaban otros embajadores, pero creo que fue realmente una arquitectura muy buena y la prueba es que han pasado todos estos años y sigue incólume el concepto.
Estando en Uruguay entré en la Facultad de Derecho para hacer el doctorado en Diplomacia y al mismo tiempo revalidar mi título de abogado argentino en este país, con lo cual estuve muy en contacto con el mundo universitario.
Fueron años difíciles tanto en Uruguay con el golpe de 1973 y también en Argentina con la muerte de Perón, el golpe posterior. ¿Cómo lo vivió desde Montevideo?
Viví experiencias terribles. Me tocó uno de los peores momentos, tal vez el peor de mi carrera, acá en Montevideo cuando el directorio del Partido Nacional se apersona a la embajada para reclamar por el asesinato del Toba Gutiérrez Ruiz y casi también el de Wilson Ferreira en Buenos Aires, que estaban exiliados allá. Eso fue terrible porque tuve que recibirlos con una sensación de angustia y vergüenza, porque esos crímenes se hicieron con la complicidad del gobierno argentino, sin ninguna duda.
Las vicisitudes en ambas márgenes las sentí muy intensamente. La vuelta de Perón para muchos era una esperanza, pero terminó una catástrofe. Recién las cosas se encaminaron en 1983 con la elección de Alfonsín, en un proceso que mal que mal, dura hasta ahora formalmente. Pero estoy muy preocupado porque actualmente hay una falta de respeto por las instituciones. En eso yo valoro mucho cómo los uruguayos se aferran al respeto a las instituciones y las defienden. Ese es un mérito enorme.
En 1982 durante la guerra de Malvinas, usted se encontraba destinado como embajador en Bulgaria. ¿Cuál es su visión sobre aquellos acontecimientos?
Conociendo la historia sabía que el derecho argentino sobre las islas era incuestionable, pero el haber utilizado la fuerza para recuperarlas era violatorio del Derecho Internacional, formalmente. Hay que destacar que no hubo ninguna víctima inglesa durante el control argentino, los apresaron pero los trataron muy bien. Entonces, desgraciadamente ese hecho que fue muy popular, porque en el fondo era justo, perjudicó las negociaciones que se estaban desarrollando bastante bien sobre todo desde 1964 en adelante por un reconocimiento de Gran Bretaña de que había que negociar. Pero la guerra echó por tierra eso y volvimos a foja cero.
¿Qué aprendió durante su estancia en un país que integraba en aquel entonces el bloque soviético?
Bulgaria era el discípulo preferido de la Unión Soviética, por razones históricas, porque los búlgaros fueron liberados de los turcos por los rusos a fines del siglo XIX. Entonces había un sentimiento pro-ruso en la población, no comunista, pero de todas maneras eso ayudaba. Entonces siempre la Unión Soviética trató muy bien a Bulgaria.
Todo lo que yo había oído de lo que era un régimen totalitario comprobé que era cierto. El espionaje, la tremenda falta de libertad, el miedo como ambiente de vida, es terrible. Uno tenía la sensación por el año 79 y 80 que eso no podía durar siempre, porque era muy artificial, contra la naturaleza humana. Pero no me imaginé que iba a caerse tan pronto. Una de las cosas que me llamaba más la atención es que la población búlgara tenía una cierta añoranza a la época de la monarquía. Al último rey lo había mandado a matar Hitler porque no quiso perseguir a los judíos búlgaros en 1941.
Una cosa curiosa era la apetencia de los búlgaros no tanto por la libertad de Occidente sino por la Coca Cola, el rock and roll y cosas de ese tipo. Allí existía la Iglesia Ortodoxa búlgara, totalmente dominada por los comunistas, pero había una celebración la noche previa a la resurrección y la tradición es que la gente salía de la Iglesia con una vela encendida y decían “Cristo ha resucitado”. Lo que hizo el gobierno comunista esa noche por televisión, por única vez, era pasar a los Beatles y todo lo que estaba prohibido, para quitarle público a la Iglesia.
Luego vuelve a Buenos Aires y de allí al consulado en San Pablo, estamos hablando de la época previa a la firma del Mercosur. ¿Qué destaca de esa etapa?
Antes de ello me ofrecieron dos embajadas lindísimas que eran Budapest y Praga. Pero mi mamá se enfermó mucho y yo no podía irme de Buenos Aires. Luego surgió la posibilidad del consulado de San Pablo desde 1988 a 1991. Allí había 60.000 argentinos, casi una provincia más. No fue fácil.
Era el momento de avance del Mercosur. Eso estaba muy bien encaminado porque Alfonsín y Sarney llegaron a un punto en que arreglaron el tema de que América del Sur fuera una zona libre de armas nucleares. Fue el mérito más grande, porque los lugares secretos se intercambiaban entre los países. Yo no participé en las negociaciones pero ese fue un progreso enorme.
San Pablo es el corazón económico de Brasil y los empresarios no estaban muy entusiasmados con la alianza argentino-brasileña, que es la base del Mercosur. Pero la política se impuso. Itamaraty les dobló el brazo a los emrpesarios, algo muy interesante. El resultado fue muy bueno porque creció el comercio bilateral de forma exponencial. Fue una época muy valiosa además con la incorporación de Uruguay y Paraguay.
Hay otros temas muy importantes para trabajar como la defensa del Acuífero Guaraní y la hidrovía que ojalá podamos desarrollar en la región porque es un bien natural que tenemos que aprovechar al máximo. Es inimaginable Europa sin el Rhin y el Danubio como hidrovías.
“Los bancos aprietan a los gobiernos y parece que no hay nada que hacer. El poder financiero no tiene límites”
Su siguiente destino lo llevó muy lejos, al continente asiático, concretamente a Tailandia donde estuvo como embajador entre 1991 y 1994. Curiosamente también le toca llegar en el momento de un golpe de estado, que luego siguió un periodo de estabilidad. ¿Fue un choque cultural muy grande ese cambio?
Es un país tan distinto a los nuestros. Estaba la figura del rey, que murió el año pasado, que era mitológica porque tenía que ver con la religión. Pero el rey era una persona tan correcta, bondadosa y efectiva que era adorado por la población. El estamento militar era muy fuerte y hubo un intento de golpe de estado que salió mal. Me acuerdo que estaba la foto del rey con el general arrodillado y su opositor al lado y los retaba a los dos, algo fantástico. Fue una experiencia lindísima, estuve tres años, pero me hubiera quedado diez.
Uno de los temas que usted ha trabajado con más dedicación tiene que ver con la cuestión de la deuda externa y el sistema de dominación que supone. ¿Cómo fue elaborándose y difundiéndose su doctrina?
Mi estadía en San Pablo fue providencial porque yo estaba muy vinculado a la universidad y ahí me dieron mucho apoyo a la tesis sobre la deuda externa. Es decir, la necesidad de que los temas jurídicos de la deuda externa fueran a las Naciones Unidas para que la Asamblea le pida a la Corte de la Haya una opinión consultiva sobre estos aspectos. Implica que el Derecho tenga su voz en el tema de la deuda, que no la tiene.
En enero de 1980 veo que la Reserva Federal de Estados Unidos decide aumentar la tasa de interés -que nadie imaginaba más alta del 6% anual-. Sin embargo, la suben a 8% hasta llegar a 22%, una barbaridad. La banca internacional que había estado prestando los famosos petrodólares a todos los países de América Latina, Asia y África, aplicó ese aumento de la tasa de interés a todas las deudas que habíamos contraído nosotros. Me puse a estudiarlo desde el punto de vista de mi disciplina, que es el Derecho Internacional Público y es un caso de usura, pero planetaria.
Un ex gobernador de San Pablo, Franco Montoro, cuyo nombre lleva el aeropuerto de esa ciudad en su homenaje, era un ejemplo de estadista e hizo un gobierno ejemplar. Cuando le expliqué este asunto a él, lo adoptó y me conectó con profesores italianos.
Su doctrina indudablemente sigue teniendo una gran actualidad y se ha expandido por varias partes del mundo, incluido Uruguay. ¿Cómo se da este proceso?
Se ha constituido hace cinco años una red internacional de cátedras sobre deuda externa no solo de América Latina, incluida la Udelar con el profesor Ramiro Chimuris que es un excelente jurista, sino también de Europa.
El meollo de la cuestión es la usura. El Derecho Romano tenía unas leyes que fueron las que conformaron la visión jurídica respecto a los préstamos, dentro de los principios generales del derecho. La idea de aquella legislación era que había un paradigma no declarado pero vigente que cuando el deudor le paga al acreedor una suma equivalente al monto de la deuda inicial, entonces cesa su obligación de seguir pagando intereses. Esto que parece tan elemental hoy no existe porque lo han borrado del imaginario colectivo. Las inflaciones han desvirtuado el concepto de usura porque la devaluación hace perder el sentido de los intereses, hay una perversidad de la usura que se fue desdibujando en la sociedad.
En el marco de la pandemia muchos estados han asumido grandes deudas y apuntan a la generación de empleo. ¿Cree que la circunstancia obliga al sistema a repensar la cuestión de la deuda internacional?
Debería obligar. Una de las misiones de esa red es tratar de inculcar la necesidad de ver ese aspecto. Todas las veces que se trató de llevar el tema a la Corte, se frustró. Los bancos aprietan a los gobiernos y parece que no hay nada que hacer. El poder financiero no tiene límites.
El entonces presidente Rafael Correa de Ecuador hizo una auditoría de la deuda muy exitosa porque comprobó que gran parte de los reclamos de los acreedores eran falsos. Tan exitoso fue que una deuda de aproximadamente US$ 3.300 millones que le reclamaban, la arregló con US$ 300 millones que era la parte legítima de la deuda. Pero después no se animó a llevar el tema a la Corte de la Haya a través de la Asamblea. El presidente Rafael Caldera de Venezuela me dijo a mí que cuando volviera a la presidencia era ordenar a la delegación en Nueva York que presenten el proyecto. Volvió en 1994 y no lo pudo hacer.
Incluso Fernando De la Rúa presentó siendo senador un proyecto en este sentido, pero cuando fue presidente no pasó nada. En Brasil, Fernando Henrique Cardoso que había sido ministro de Montoro en San Pablo, presentó un proyecto en el senado federal para que llevaran mi proyecto a Nueva York pero cuando fue canciller y luego presidente, nada. Se ve que es imposible.
¿Cómo hacer?
Se necesita fuerza política y solo se puede apoyar en un consenso de la población, que tiene que estar imbuida de un concepto, creer algo en serio, para que se pueda operar políticamente. Si no hay conciencia, es difícil. La pandemia se ve, vemos sus consecuencias. Pero la deuda aunque existe no se la ve, ni su perversidad, ni que es causa originaria de la corrupción y gran parte de los desastres que tenemos.
Devoción por Chesterton
Usted integra la Sociedad Chestertoniana, que difunde la vida y obra del genial escritor inglés Gilbert K. Chesterton. El propio Jorge Luis Borges se confesaba admirador. ¿Qué nos puede decir al respecto?
Borges, como agnóstico, lo admiraba. Lo cita 200 veces en su obra. Chesterton tuvo una enorme importancia en Argentina e influencia en un grupo de intelectuales muy sólido, entre ellos Leonardo Castellani. En los medios católicos yo me enteré de Chesterton siendo aspirante de la Acción Católica, a mis doce o trece años, que empecé a leerlo.
En un cumpleaños del rey de Tailandia hace años recuerdo a un señor muy alto con un uniforme colorado, que era el embajador de la Orden de Malta y no era residente en Bangkok. Conversando no sé por qué surge que él también era chestertoniano. Al otro día almorzamos y en un momento le dije que me parecía que Chesterton merecía ser tenido en cuenta para su beatificación. Me dio la razón y desde entonces empezamos una campaña para lograrlo. Tuvimos un apoyo enorme de los norteamericanos, no tanto de los ingleses, y yo los entiendo, le daban prioridad al cardenal Newman. Cuando hace pocos años salió la beatificación de Newman retomamos la iniciativa por Chesterton.
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