De niño pensó en ser sacerdote, pero también en ser carpintero y criar gallinas. Participó siempre en la vida eclesial y se recibió de maestro. Mientras daba clases, tuvo la oportunidad de cumplir una cuenta pendiente: formarse como profesor de Historia. Más tarde descubrió la vocación por el sacerdocio y esta vez no lo dudó. Fue párroco de Paysandú hasta que lo nombraron obispo auxiliar de Salto, posteriormente obispo de Melo y, en marzo de este año, de Canelones. En una larga charla con La Mañana, “Beto” –como le llaman- dialogó acerca del papel de la Iglesia en la sociedad y de sus expectativas para esta nueva etapa.
Nació en Río Negro, donde permaneció hasta que terminó la secundaria. ¿Cómo fueron sus primeros años?
Soy el hijo mayor de cuatro hermanos, mis padres se conocieron y se casaron en Young, y vivieron allí el resto de sus vidas. Mi padre era de Piñera, un pueblito que queda al este de Paysandú. Mi mamá era una española que vino a los 12 años a Uruguay y nunca volvió a España. Era licenciada en Enfermería y profesora de Biología, pero siempre se planteaba la posibilidad de relacionar la fe y el saber científico.
Fue un tiempo feliz. Fui un niño que entró a los cinco años y medio a la escuela, y era el más chico de la clase. Usaba lentes. Recordando algunos episodios puedo decir que recibí algo de bullying, pero no hacíamos una tragedia de eso. Me apartaba de los grandotes que me “botijeaban” y me iba con los más cercanos, con los que he conservado la amistad hasta ahora.
Entró muy joven a Magisterio.
Sí. Ahí, eso de ser el más chico de la clase fue peor todavía, porque entré en cuarto año de liceo y la gran mayoría de mis compañeros –eran 24 mujeres y cuatro varones- venían de segundo de preparatorios, aunque se podía entrar directamente en cuarto, como hice yo. Eso fue en Paysandú desde 1971 a 1974; fueron años muy especiales para Uruguay, pero también muy felices en Magisterio, donde hice buenas amistades.
¿De dónde surgió el interés por ser maestro?
En realidad, yo quería ser profesor de Historia. Me gustaba muchísimo la materia, en el liceo me marcaron mucho los profesores que tuve. En aquel tiempo, para estudiar eso había que ir a Montevideo, y a mis padres les asustaba esa posibilidad, por toda la agitación que vivía el país, por la situación de crisis, de violencia, de muerte. Entonces, fueron ellos los que me sugirieron que hiciera Magisterio en Paysandú.
Incluso mi madre me dijo: “después vas a ver que cuando hagas Magisterio y ya estés trabajando, podrás hacer el profesorado de Historia”. Ya me estaba olvidando de eso, pero el año que empecé a trabajar como maestro, en 1977, se abrió el profesorado de Historia en Paysandú. Me puse a hacerlo y lo terminé.
Tuve dos veces a Pivel Devoto, un ícono de los historiadores de Uruguay. Uno nunca estaba lo suficientemente preparado y los programas eran exhaustivos, como para un doctorado. Por más que estudiara, nunca podría cubrir eso, sino que había que estudiar todo lo que se podía y presentarse así al examen. El último examen fue con él y fue terrible. Yo ya estaba en el seminario, había hecho mi retiro inicial, rendí con lo que tenía y salvé con lo mínimo. Lo terminé y eso fue lo importante.
¿Llegó a ejercer como profesor de Historia?
No llegué a ejercer, porque al terminar ya estaba en el seminario. Fui adscripto en secundaria y maestro de cuarto, tercero y segundo, en ese orden. El primer año fue sumamente intenso. Trabajaba en el liceo y en la escuela en Young y de noche tenía las clases (del profesorado) en Paysandú.
Fue un momento duro en la escuela, porque me tocó un cuarto año con 43 niños. Era un maestro nuevo y muy joven para una clase tan grande. Tenía 20 o 21 años. Mis compañeras y el director me orientaron. Recuerdo llegar a casa y ponerme a llorar, sentir impotencia y preguntarme por qué no podía. Poco a poco, en la orientación que fui recibiendo, fui teniendo un manejo más adecuado de la clase. Después pasé a otra escuela y tuve grupos chicos mucho más fáciles de llevar.
¿Cómo descubrió la vocación por el sacerdocio?
El proceso se fue dando desde chico; en algún momento lo pensé porque participaba en la vida de la comunidad. La misa del domingo estaba integrada a mi vida, era un hábito impulsado por mi mamá. Esa vida cristiana hizo que en algún momento cierta gente me preguntara si quería ser sacerdote. Esas veces respondía que eso no estaba dentro de mí. De niño alguna vez lo pensé, pero también pensé en ser carpintero o criar gallinas.
De joven hubo un momento que me dio un vuelco, porque me integré de una forma distinta a la parroquia, participando en los grupos de jóvenes. Ya me había recibido como maestro, y esa participación me fue incluyendo más en la vida de la iglesia, de la diócesis, en la pastoral juvenil, y ahí había un ambiente vocacional. Un día, el párroco me preguntó si alguna vez había pensado en ser sacerdote, y entonces me encontré con que lo estaba sintiendo realmente. Eso desencadenó todo. A partir de ahí se dio un proceso bastante rápido.
¿Qué recuerdos tiene de su pasaje por el seminario? ¿Qué enseñanzas se llevó?
Yo respondí que sí en setiembre de 1978. Me quedaba un año para terminar el profesorado y quería hacerlo y ver si esto (la vocación) se mantenía. Y se mantuvo. Estudié en el seminario de 1980 a 1985: dos años de Filosofía, dos años de Teología, vida en comunidad, retiros, práctica pastoral; una formación que abarcaba varios aspectos. Se buscaba que uno atendiera la formación espiritual, que es como la columna vertebral de todo. Si eso no está, las otras cosas pueden estar bien pero no se sostienen.
La vida en comunidad es muy importante, así como convivir con quienes comparten la vocación, que a su vez somos todos diferentes. La formación intelectual se daba en el Instituto Teológico del Uruguay (que hoy es la Facultad de Teología), y la práctica pastoral era más que nada en una parroquia los fines de semana. Fueron años intensos donde fui encontrándole sentido a seguir en este camino, incluso frente a momentos de cierta decepción o la salida de compañeros muy apreciados.
Después de estar en algunas parroquias, en el 90 se fue a Francia a terminar los estudios para la licenciatura en Teología. ¿Qué lo llevó a ese país?
En la parroquia de Young, en esos tiempos en los que estaba en la pastoral juvenil y viví mi llamado vocacional, había sacerdotes franceses. Uno de ellos vino a mi ordenación y me dejó la invitación por si algún día quería estudiar fuera del país, en Francia, donde estaba dispuesto a recibirme en su parroquia.
Cuando el jesuita Daniel Gil Zorrilla llegó como obispo a Salto, nos dijo a los sacerdotes jóvenes que quería que estudiáramos un poco más, preferentemente en Roma. Le dije que yo tenía una invitación para estudiar en Francia y le escribí al sacerdote que me había invitado. La respuesta fue muy rápida, el obispo dio su aprobación y me fui.
Estuve en Lyon, una ciudad más o menos del tamaño de Montevideo. Me encontré con una Facultad de Teología con mucha presencia de estudiantes extranjeros, donde los latinoamericanos solo éramos tres –dos peruanos y yo-. Pero dentro del mundo universitario de Lyon había otros estudiantes latinoamericanos y ahí me fui encontrando con salvadoreños, una argentina, una hondureña, un chileno. Formamos un grupo y armamos nuestros encuentros, algún retiro y salida juntos.
Cuando volvió a Uruguay fue párroco durante 11 años en Paysandú. ¿Cómo fue esa experiencia?
Acompañé a una comunidad que había tenido un único párroco por 38 años, el padre Hugo Caballero, que había sido el fundador de la parroquia. Estuvimos poco tiempo juntos porque falleció a los 10 meses de mi llegada –su salud no era buena-. Me tocó tomar esa parroquia, recoger todo lo bueno que se había hecho, revitalizar lo que se había ido desgastando y aportar cosas nuevas.
Desde allí fui llamado a este servicio como obispo, primero como obispo auxiliar de Salto, de 2003 a 2009, al principio con monseñor Gil y luego con Pablo Galimberti. Ahí me dediqué a hacer las visitas pastorales, con el propósito de empezar por lo que estuviera más lejos, y salí a los pueblitos de campaña, hacia el este del departamento.
Más tarde fue nombrado obispo de Melo, donde una de sus obras más destacadas fue su participación en el instituto para rehabilitación de adictos, Fazenda de la Esperanza. ¿Cómo conoció ese lugar?
Cuando llegué a la diócesis de Melo ya estaba organizada la venida de la Fazenda y me tocó inaugurar el centro masculino en Cerro Chato. Asumí el 18 de julio de 2009 y el 1° de agosto estaba inaugurando la Fazenda, promovida por monseñor (Luis) del Castillo, mi predecesor.
Al inicio era una más de tantas cosas que yo tenía que ir conociendo y visitando. Fue más adelante, tal vez tres o cuatro años después, que empecé a acudir regularmente a la Fazenda, a ir cada mes a celebrar la misa para las visitas familiares, y fui hablando con los muchachos, con los responsables, entendiendo la metodología.
Ahí me enteré de que existía la Fazenda femenina y tomé la iniciativa de solicitar que se abriera en Melo; como en la ciudad teníamos un lugar que parecía adecuado, comenzó en 2015. Eso me involucró mucho más, porque la cercanía era mayor. Me decían “Monse” (por monseñor), iba una vez por semana, a veces dos, para celebrar misa, compartir meriendas, alguna confesión, hablar, llevar películas. Buscaba películas de mujeres que salían adelante, que inspiraban. Por ejemplo, “Ni uno menos” y “El viaje de la doncella”.
¿Qué visión tiene sobre el flagelo de la droga en nuestro país y la falta de políticas de Estado para la recuperación de adictos?
Una de las cosas que plantea la Fazenda y que comparto plenamente, es que no se trata simplemente de consumo, sino de un sentido de la vida. Todos podemos tener una conducta adictiva, no necesariamente consumiendo sustancias, sino por una serie de cosas a las que nos aferramos porque nos dan seguridad y nos compensan en algunos aspectos en los que nos sentimos disminuidos o entristecidos.
Entonces, la terapia que propone la Fazenda es la recuperación del sentido de la vida. Cuando alguien logra llegar a esa profundidad no solo deja una adicción, sino que deja el peligro de toda adicción. Para mí, el encuentro con los jóvenes de la Fazenda fue un encuentro con la fragilidad humana en su profundidad.
No sé cuál puede ser una política de Estado en cuanto a la recuperación. Creo que realmente se trata de una búsqueda espiritual que cada uno tiene que hacer para encontrar aquello que le dé sentido a su vida, con lo cual pueda caminar con seguridad.
¿Con qué expectativas llegó ahora a Canelones? ¿Qué espera para su pasaje por esa diócesis?
Si tengo la vida para eso, me quedan nueve años como obispo de Canelones. Es una etapa final en mi servicio como obispo activo a cargo de una diócesis. La Iglesia tiene una misión que es llevar el evangelio. El obispo tiene que ser alguien que ayude a la comunión de la diócesis, donde hay personas y sensibilidades diferentes, de distintas edades, preferencias y simpatías. La misión también pasa por el servicio; estamos en un tiempo especialmente penoso y debemos ser solidarios, sobre todo, con los que están pasando una mayor necesidad.
¿Cuál ha sido el rol de la Iglesia en la pandemia?
Hemos tratado de mantener esa cohesión de la comunidad, que no ha podido encontrarse para celebrar, por lo cual recurrimos a todas las formas posibles de comunicación. Muchos aprendimos a usar nuevos recursos, desde armar un video con un mensaje hasta difundirlo. Tengo un canal de YouTube, donde llegué a ser redactor, camarógrafo, sonidista, iluminador, locutor, editor y distribuidor.
Mucha gente ha vivido el último tiempo con un gran desconsuelo y hemos intentado llegar con un mensaje de esperanza, que ayude a renovar la confianza en Dios.
La otra dimensión ha sido la solidaridad con quienes han estado en momentos de necesidad, reuniendo canastas para familias pobres, ofreciendo una comida caliente, entre otras cosas.
Como presidente de la Comisión Nacional de Pastoral Juvenil, ¿qué lectura hace de la relación de los jóvenes con la Iglesia, con la fe?
Creo que en el mundo juvenil hoy hay, en buena medida, una gran distancia con la Iglesia, que a veces es percibida como una institución obsoleta, de adultos mayores. Esa imagen no resulta atrayente para los jóvenes.
Una de las cosas que me impresionó de la Fazenda fue encontrar jóvenes de distintas situaciones sociales que nunca habían hablado con un sacerdote ni con un pastor, y nunca habían entrado a una iglesia católica o evangélica. Curiosamente, muchos de ellos, por no haber tenido ningún contacto, tampoco tenían prejuicios.
No es fácil que el mundo juvenil llegue a la Iglesia, pero el encuentro es posible y cuando se da, los enriquece a ambos.
Se dice que Uruguay es el país más laico de la región. ¿Lo percibe de esa manera?
Es así, lo percibo de ese modo. Nosotros tenemos una historia de secularización ya vieja. Toda mi educación fue en la enseñanza pública, salvo un añito de jardinera en el colegio de las hermanas de Young. No es algo que me haga sentir incómodo o agredido, excepto cuando eso es exacerbado.
Cuando viene un sacerdote colombiano o mexicano –de países marcadamente católicos- tiene un impacto brutal. No puede creer que la gente no hable de Dios, no viva su fe, no vaya a misa. Para ellos eso es muy llamativo. Aquí estamos llamados a vivir la vocación cristiana, la de todo fiel de la Iglesia, con coherencia, y a compartir nuestra experiencia.
Músico por vocación
La música siempre estuvo muy presente en su vida. De niño le enseñaron a cantar en la escuela y así fue que surgió su deseo de tocar la guitarra, por lo que tomó clases algún tiempo. Al ingresar a Magisterio, en el año 71, comenzó el auge de la música popular, del folklore argentino.
Por un lado, lograron alta popularidad grupos de la vecina orilla como Los Chalchaleros, Los Tucu Tucu, Los Fronterizos y, del lado uruguayo, Los Olimareños, Zitarrosa, Daniel Viglietti. “Estábamos sumergidos en música de canto y guitarra”, rememoró.
Con sus compañeros de entonces vivió largas guitarreadas, en las cuales iba aprendiendo a identificar géneros musicales y a seguir ritmos en la guitarra.
A su vez, en el canto lo ayudó su participación en el coro municipal de Young. Cuando se recibió de maestro, volvió a su ciudad natal y se encontró con que se formaría un coro. Lo invitaron a integrarse y allí tuvo un maestro que dedicaba un tiempo enorme a preparar las voces. “El cantar con otros, el cantar a cuatro voces, fue una experiencia maravillosa”, contó a La Mañana.
TE PUEDE INTERESAR