Cuando me encuentro con amigos, compañeros de trabajo, correligionarios o conocidos con los que comparto más o menos la misma cosmovisión, surge siempre la misma pregunta sobre la crisis cultural, moral y religiosa que estamos atravesando: ¿cuándo se terminará todo esto?
Siempre respondo que, en mi opinión, lo más probable es que ninguno de nosotros llegue a ver el final… salvo que estemos rondando el fin de los tiempos y que Dios intervenga directamente en la historia. Como esto no se puede saber, yo por las dudas, procuro confesarme a menudo y vivir en gracia de Dios: por si llega el fin de los tiempos, o por si llega el fin de mi tiempo…
¿No es algo pesimista esta postura? Quiero creer que no. Que más bien es realista. Porque problemas, catástrofes, crisis, corrupción y depravación, hubo siempre, pero la diferencia que yo veo con la situación actual es que nunca antes el mal estuvo tan bien disfrazado de bien. Quizá por eso nunca antes gozó de tanta aceptación. Además, a pesar de toda la cháchara democrática, inclusiva, diversa y solidaria que nos quieren vender, nunca antes la brecha entre los poderosos y los débiles fue tan grande como ahora: nunca antes fue tan difícil torcerle el brazo a quienes nos quieren imponer sus dogmas paganos como si fueran la verdad revelada.
En este contexto, librar la batalla cultural y la guerra espiritual no es coser y cantar. Pero tampoco es imposible. Y –más que nunca en la historia– es necesario. Todos los días se obtienen pequeñas victorias aquí y allá. Es como una guerra de guerrillas: un día se funda un centro cultural para defender el bien, la belleza y la verdad; al siguiente, un tribunal reconoce que los varones que se autoperciben mujeres no pueden participar en competencias deportivas contra mujeres; y al siguiente, el enemigo comete un error y como en el ludo retrocede seis casilleros… Cuando estas cosas pasan, es porque alguien ha estado trabajando –y rezando– para que ocurran.
Creo que muchos de los que hoy estamos trabajando para que los hombres vuelvan a la sensatez, a la ley y al orden natural, al sentido común, a una moral objetiva no veremos el final de la crisis. Pero estamos poniendo todos los medios para que otros lo vean. Para que otros alcancen la meta. Estamos haciendo lo posible y a veces lo imposible para pasar el testigo a la generación siguiente. Porque esa es la clave de todo y el fin próximo de esta lucha: pasar el testigo. Transmitir a la generación siguiente, las ideas, la fe y la cosmovisión que forjó esa civilización cristiana que, por el bien de las almas y para la mayor Gloria de Dios, debemos restaurar.
No nos proponemos restaurar la civilización cristiana por capricho o porque como buenos retrógrados reaccionarios queramos volver atrás. No. Es porque vemos una humanidad decadente que, ahogada en un mar de juguetes tecnológicos, paradójicamente, está volviendo a la Edad de Piedra. Nosotros creemos que para avanzar no necesitamos ideas nuevas, sino ideas buenas. Entendemos que por original y progresista que se autoperciba una determinada ideología o cosmovisión, si promueve ideas y costumbres descabelladas, terminará sumiendo a sus seguidores en el caos más absoluto. Por ejemplo, desde que se aprobó el aborto en 2013 –¡para defender los derechos de las mujeres!– se realizaron en Uruguay unos 110.000 abortos legales; lo cual implica que murieron abortados alrededor de 55.000 seres humanos de sexo femenino…
Las ideologías que los poderosos del mundo nos están queriendo imponer son suicidas. Nos están llevando al suicidio demográfico –¡ni que hablar en Uruguay!–. Y es por eso por lo que volver a la sensatez es tan necesario. Es por eso por lo que pasar el testigo es tan necesario: si no lo hacemos, no hay futuro.
¿Por qué nos preocupa tanto el futuro si no lo vamos a ver? Porque compartimos con Elton Trueblood la idea de que “el hombre que planta un árbol bajo cuya sombra sabe que nunca se va a sentar ha comprendido el sentido de la vida”. Porque cuando al fin de nuestro tiempo el Señor nos pregunte ¿cómo manifestaste tu amor por tus hermanos los hombres?, al menos podremos decirle: “Señor, intenté abrirles los ojos; intenté guiarlos por el camino de la sensatez, hacia la ley natural, hacia la moral objetiva, hacia la vida de la gracia, hacia la santidad”. Si obramos así, quizá del otro lado escuchemos la tan ansiada respuesta: “Muy bien, siervo bueno y fiel: entra en el gozo de tu Señor”…
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