Días atrás, Álvaro Delgado propuso un par de “bonos económicos” para que los estudiantes de los quintiles más pobres terminen su educación secundaria. Se trataría, según sus asesores, de una “política de shock” para solucionar un problema que Uruguay tiene desde hace décadas: el alto índice de deserción en la educación media.
Uno de los bonos propuestos –de casi 80 mil pesos– estaría destinado a los estudiantes de los dos quintiles más bajos que culminen quinto año de secundaria antes de los 18 años; mientras que el otro, de unos 158 mil pesos, sería para los estudiantes del mismo sector social que terminen sexto año de liceo antes de los 20 años.
Ahora bien, ¿por qué es importante que los chicos terminen la secundaria? Parecería que los principales motivos son dos: mejorar la probabilidad de conseguir empleo, pues para muchos puestos se solicita bachillerato completo; y cumplir con los requisitos necesarios para entrar a la universidad.
La experiencia me dice que quienes quieren entrar a la universidad –sean del quintil que sean– no necesitan de ningún estímulo económico para hacerlo. Son en general, buenos estudiantes, que están dispuestos a hacer muchos sacrificios para obtener su título profesional. Casos hay miles, tanto en la Universidad de la República como en las universidades privadas. Recuerdo la historia de una chica que trabajaba como limpiadora en la universidad privada donde estudiaba, y que todos los días caminaba más de diez kilómetros para ir desde el barrio donde vivía, a trabajar y estudiar.
Por eso es probable que más del 80% de los chicos que no terminaron el bachillerato en los quintiles más pobres no entre a la universidad. ¿Tienen derecho? Por supuesto que sí. Pero la dura realidad es que, en el quintil más pobre, lo que muchos jóvenes necesitan urgentemente es empezar a trabajar para sobrevivir. Muchos no pueden esperar dos años a terminar el bachillerato para luego buscar empleo.
Existen en el país algunas iniciativas que van en esa línea. Hace 20 años la fundación Los Pinos brinda cursos de capacitación laboral –cortos y prácticos– en Casavalle dirigidos a chicos mayores de 18 años que quedaron desvinculados del sistema educativo. El objetivo es instruir a estos jóvenes en competencias básicas y ayudarlos a encontrar una salida laboral. Los resultados alcanzados han sido excelentes.
Leemos en la web de Los Pinos: “A través de estos cursos [los chicos] se vinculan a la industria y adquieren herramientas para una rápida inserción laboral, en un contexto de creciente especialización y automatización”. Además, los capacitan en “habilidades blandas”: les ayudan a cambiar ciertos hábitos que inciden en su calidad de vida y que contribuyen al éxito en el desempeño de su labor profesional.
Estos cursos han sido pensados, desarrollados y adaptados de acuerdo con las necesidades específicas de las empresas que contratan a sus egresados. Y se han implementado con herramientas del estado que ya existen, como INEFOP, y una buena dosis de apoyo privado.
El caso de Los Pinos es bastante conocido, pero seguramente hay otras iniciativas en Uruguay o en el extranjero, que brindan a los chicos de los quintiles más pobres, soluciones más prácticas y atractivas que terminar el bachillerato.
Si el bono educativo se implanta en Uruguay y la deserción del sistema educativo baja, habrá que ver si ello se traduce en mayores tasas de empleo juvenil. Porque como dijo el periodista Alfredo Dante hace pocos días en Arriba Gente, “está muy bien el incentivo, pero lo que hay que tratar de hacer es que el sistema enamore al estudiante […], que lo lleve a enamorarse de la educación, de los conocimientos, del aprendizaje”. Ese es, a nuestro juicio, el desafío real: motivar a los estudiantes a adquirir conocimientos para desarrollarse, tanto humana como profesionalmente.
Por eso pensamos que mucho mejor que un bono educativo podría ser un plan de cooperación público-privado, mediante el cual el Estado junto con asociaciones civiles e incluso empresas privadas con “responsabilidad social empresarial” contribuyan a elaborar programas y a brindar cursos de capacitación laboral para jóvenes de bajos recursos, adaptados a las necesidades de las empresas que los contratan. Un sistema en cierto sentido análogo al que utilizan los CAIF, los Clubes de Niños y los Centros Juveniles de INAU, donde el Estado pone el dinero y los privados la gestión.
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