Su trabajo al frente de los museos del departamento de Durazno, del sello editorial Tierradentro, del cual es responsable, y su larga labor como docente bastarían para destacar la labor cultural, que desde hace años y con una mirada que irradia desde el interior, ha desarrollado el historiador Óscar Padrón Favre. Pero seguramente su aporte a la cultura nacional más destacado se cuente en el área de la historia, más precisamente en sus estudios sobre las raíces indígenas de nuestro país.
Sus libros Sangre indígena en el Uruguay y Los charrúas-minuanes en su etapa final –disponible para los lectores de La Mañana en nuestra página web–, por nombrar solo algunas de sus publicaciones más difundidas, han contribuido a echar luz sobre nuestra historia, derribando imprecisiones, cuando no mitos, siempre respaldado por una exhaustiva investigación de las fuentes documentales.
La Mañana se entrevistó con el historiador para conocer más sobre su trabajo, así como para reflexionar sobre los pilares de nuestra identidad nacional.
¿Cómo fue su primer vínculo con la historia? ¿Cómo nació su interés por la materia?
A través de la leyenda, visitando desde muy niño con la familia de mi madre, de Nueva Palmira, sitios como Punta Gorda o Punta Chaparro, próximo a la playa de la Agraciada. Allí me hacían los relatos sobre la muerte de Solís, los indígenas enterrados en las altas barrancas, los Treinta y Tres esperando con los caballos debajo del gran higuerón que todavía existía. Recorría la playa, los médanos y encontraba fragmentos de vasijas o de piedras talladas de origen indígena. Todo eso impactó en aquel niño. Mi madre me llevaba a hablar con el gran investigador palmirense Lucas Rosselli. Mi padre, que recorría el país, me traía de obsequio objetos indígenas que conseguía con amigos. En Durazno hablaba con Cayetano Alves, que tenía una gran colección reunida en el río Negro. Todo eso me estimuló. Por eso son tan importantes los viajes y los relatos en la educación, desde la más temprana edad, también conocer y escuchar gente valiosa, con conocimiento. Aun en estos tiempos de alta tecnología la palabra es muy importante. Siempre me gusta recordar lo que solía decir el español José Bergamín: “Los grandes maestros no enseñan, contagian”.
En alguna ocasión usted ha mencionado la importancia de haber conocido al arqueólogo Antonio Taddei, que colaboró con Maruca Sosa en el libro La nación Charrúa. ¿Podría contarnos acerca de ese encuentro?
Don Antonio Taddei fue un personaje entrañable, generoso, alguien que contagiaba. Era duraznense y siendo joven se fue para Montevideo. Fue un gran jugador de fútbol y cazador en el Mato Grosso en su juventud. Era contador de profesión, pero amaba la naturaleza y la arqueología. Descubrió el Catalanense (que llevó nuestra prehistoria a diez mil años antes del presente) y estimuló el surgimiento de más de una generación de arqueólogos. Lo conocí en 1976 en Fray Bentos, en un congreso de Arqueología. Tuvo mucha generosidad en poner atención en ese adolescente que se había largado en solitario al congreso, del que participaban grandes nombres de la investigación de Argentina y Brasil. Establecimos una preciosa relación, junto a su esposa Maruja. Lo visité muchas veces en su acogedora casa de la calle Paullier, en Montevideo. En 1992, cuando yo estaba trabajando en la fundación del Museo Casa de Rivera de Durazno, él colaboró generosamente. Por ello, con el doctor Raúl Iturria, entonces intendente de Durazno, le entregamos el diploma de Hijo Dilecto de Durazno. De hecho, amaba todo Uruguay, cuyo territorio lo conoció como pocos.
¿Qué lo motivó a escribir el libro Sangre indígena en el Uruguay? ¿Cuál considera usted que es la raíz indígena uruguaya?
Nació del impacto que tuve en torno de 1980, cuando comencé a consultar los materiales del Archivo General de la Nación. Al revisar los antiguos censos de Durazno, no podía creer la infinidad de pobladores registrados como “indios”. Eran familias y familias. Hasta ahí yo también había creído en el mito de “Uruguay, país sin indígenas”. Pero entonces calculé que esos niños indígenas nacidos en 1835, si habían vivido ochenta años, ¡habrían fallecido en 1915! Sus nietos o bisnietos todavía debían estar entre nosotros. Yo tenía unos 20 años y comencé a rastrear descendientes de indígenas en la ciudad de Durazno y el departamento. Para sorpresa mía, los tenía muy cerca, hasta en el barrio donde yo había vivido siempre. Hablando con gente mayor, surgía en ellos el recuerdo: “Mi abuelo era indio”, “mi abuela era china misionera”. Desde ese momento comencé a ver con especial interés las características fenotípicas de las personas. Iba a una cancha de futbol, a un baile o al Carnaval y observaba los rostros con atención. Incluso ahí mismo, más de una vez, los consultaba. Es indudable que vemos si sabemos. Para eso sirve el conocimiento: para ver.
Como resultado de eso publiqué, en 1986, Sangre indígena en el Uruguay, que fue el primer libro que señaló la vigencia de la herencia indígena en el país. Paralelamente, un equipo liderado por aquella gran figura que fue el doctor Fernando Mañé Garzón estaba estudiando indicadores como la mancha mongólica, arribando a similares conclusiones respecto a que Uruguay no era tan blanco-europeo. Conservo una preciosa carta del doctor Mañé que me envió no bien conoció el libro Sangre indígena… Tenía una gran alegría, pues iba en línea con la tesis que ellos estaban desarrollando.
Ha señalado antes cómo, desde los albores de la patria, se ha pretendido exaltar a los indios charrúas como modo de sofocar debates políticos de otra naturaleza. Hay una primera etapa de recuperación que nace ya desde la Guerra Grande, otra que se ubicaría más en el entorno del romanticismo vernáculo y una utilización de lo que ha llamado el ideo-mito charrúa en la era moderna. ¿Qué características tienen cada una de estas recuperaciones? ¿Qué actores han participado de ellas y con qué fines y resultados?
Efectivamente, distintos factores han incidido para ello. Primero, desde la Guerra Grande en adelante como factor de lucha política. La prensa oribista del Cerrito buscó denigrar la figura de Rivera con la acción de Salsipuedes y la desaparición de las tolderías. Como suele pasar en política, los archivos son implacables, pues era paradójico que varios de los que habían participado y aplaudido las medidas de 1831 en los años 40 o 50 las condenaban. Después, sucedió algo similar en el marco del romanticismo nacionalista de finales del siglo XIX. Cada país tomó un indígena como propio, en un proceso de reafirmación de su identidad, tratando de diferenciarse de forma radical de sus vecinos. Nosotros adoptamos al charrúa como el indio uruguayo. Parecía que nada más había existido. Además, el charrúa poseía una gran cualidad: era un indio muerto, lo que le permitía a Uruguay mostrarse como el único país de América que no tenía el problema de los indios, como con insistencia, en actitud de corte racista en realidad, se repetía.
Finalmente, en las últimas décadas el charruísmo ha sido alimentado, en parte, por los que quedaron sin norte después de la caída del Muro de Berlín. El mito del proletario se les derrumbó y salieron a buscar otras víctimas del capitalismo. Encontraron a los indígenas y de la noche a la mañana se volvieron fanáticos reivindicadores de los charrúas. En ese movimiento ideológico pendular, la que nunca aparece es la realidad, que camina por senderos diferentes a los ideológicos. También algunos estudios universitarios que supuestamente son objetivos o científicos alimentan la mitología.
¿Por qué cree que se ha invisibilizado nuestra raíz guaranítico-misionera? ¿La manida invisibilización de los charrúas ha permitido invisibilizar raíces indígenas más reales entre nosotros?
Los charrúas nunca fueron invisibilizados, al contrario. Han sido maquillados, distorsionados, se ha simplificado su recorrido histórico, pero no han sido invisibles. Los estudios del jesuita Salaberry o, décadas después, de Eduardo Acosta y Lara abrieron cauce a un conocimiento mucho más certero. Con el indígena misionero sí existió un verdadero proceso de invisibilidad. Si se consultan los manuales de historia del Uruguay de todo el siglo XX, eso queda en evidencia.
Rastreando las causas, estimo que primero actuó el mencionado nacionalismo. Las Misiones aparecían como un tema del Paraguay, o de Brasil y Argentina. Allá están las ruinas, se decía que nosotros no habíamos tenido nada que ver con eso. Además es un tema que tiene, incluso todavía hoy, para algunos, un gran pecado: fue obra de la Iglesia católica, institución que sectores importantes de las dirigencias del país –de distinto signo ideológico– han tratado de combatir o, de manera más astuta, mostrar como que no hizo nada, que nada ha tenido que ver la Iglesia con la construcción de nuestra civilización iberoamericana, incluyéndonos.
¿Cuál fue el legado de las Misiones para esta zona de América?
Las Misiones fueron una gran obra para beneficio de los más humildes de entonces: los indígenas. Uno de los ejemplos más grandes en la historia de la humanidad de la entrega de unos hombres, incluso hasta la muerte, por el bienestar de otros, teniendo a la educación como instrumento central. Fue una obra por la cual los jesuitas abandonaban todo en Europa para penetrar en las selvas y grandes ríos de esta región (lo hicieron así en toda América, también otras órdenes) para evitar que los indígenas fueran atrapados por bandeirantes y encomenderos. Estos sí los explotaban de manera vergonzosa, pese a las leyes de Indias. Pero no se conformaron con eso. Los jesuitas no practicaron la nefasta teoría del pobrecito por la cual se pretende mantener a los indígenas en un estado primitivo. Hicieron de las Misiones un paradigma del poder de la educación. Con gran confianza en las capacidades intelectuales de los indígenas, les enseñaron los más diversos oficios y técnicas de la época y transformaron a las treinta Misiones en los centros urbanos y productivos más avanzados de todo el Río de la Plata.
El indígena pasó a ser objeto de envidia por parte de blancos y mestizos. Estos no podían aceptar que los misioneros tuvieran mayor calidad de vida que ellos, mayor confort y servicios de salud en sus pueblos, gran disponibilidad de ganados, cultivos, yerba, tabaco, tejidos e innumerables productos más. Eso contribuyó a la guerra que le hicieron a las Misiones y a la expulsión de la Compañía, que, con los años, resultó nefasta para la Corona de España. Un ejemplo más de que las verdaderas consecuencias de las decisiones gubernamentales se deben medir en años y en décadas, no en instantes.
Pero la gran obra estaba hecha y esos miles y miles de indígenas habían alcanzado un cúmulo de saberes que les permitió integrarse con éxito a la sociedad hispano-luso-criolla desde la segunda mitad del siglo XVIII y fueron un factor demográfico fundamental en estas tierras.
En la segunda mitad del siglo XX los estudios de Aníbal Barrios Pintos, Esteban Campal, Fernando Assunçao, Leslie Crawford, Rodolfo González Rissotto y su esposa, Susana Rodríguez Varese, los que yo mismo he podido realizar, entre otros, permitieron constatar esa presencia misionera en todos los pagos del país. Estudios de antropología biológica con análisis de fuentes demográficas lo han ratificado. La sangre indígena que en alto porcentaje corre por las venas de los uruguayos, especialmente desde el centro hacia el norte del país, viene en su mayor parte de los indígenas misioneros, no de los nómades de las tolderías. Pero no es sangre guaraní, por eso desde hace mucho tiempo prefiero hablar de indígenas misioneros, como se los llamaba en la época, pues este gentilicio abarcaba individuos de innumerables etnias incorporadas a las Misiones en casi dos siglos.
Se cumplió otro aniversario del Desembarco de los Treinta y Tres Orientales y surge el debate sobre cómo debería transmitirse o enseñarse la historia. Como docente, ¿cómo piensa que debería enseñarse la historia y qué lugar le corresponde en la sociedad uruguaya contemporánea?
La educación está en crisis desde hace muchas décadas. En todo caso, la acelerada transformación con la llamada era digital o informática ha expuesto esa crisis de una manera descarnada ante toda la sociedad. Durante décadas, la suma de intereses corporativos, los deseos de dominarla ideológicamente por sindicatos o partidos, la indiferencia de sectores políticos o los intentos de aplicar estrategias verticalistas a ser impuestas desde arriba hacia todo el cuerpo docente generaron una situación muy difícil. Hemos desembocado en un verdadero empantanamiento de trágicas consecuencias. Sucede también que la mala praxis en la docencia no genera consecuencias tan visibles como le sucede a un médico, en cuyo caso puede terminar con la muerte, más o menos inmediata, de su paciente. La mala praxis docente se ve con los años y de manera difusa en cuanto a responsabilidades específicas. La sociedad debería poder fiscalizar de forma más evidente e inmediata los resultados educativos. La educación, como ningún tema importante para la sociedad, debe ser coto de caza exclusivo de la corporación que la tiene a cargo.
En el campo específico de la historia, hace muchos años que me planteo que para la enseñanza primaria y media deberíamos invertir el proceso, comenzando del presente hacia atrás. Ni Historia deberíamos llamarla, sino algo así como Orígenes o Genealogía del Presente. Se comenzaría analizando la realidad que le toca vivir al joven en todos, todos sus aspectos. Y desde esta realidad, que es la que él vive y le interesa –por ser edades de presentismo puro–, comenzar a ir hacia atrás, buscando los orígenes y procesos de formación de esas estructuras o formas culturales que hoy nos rigen y compartimos. En cada aspecto se haría ese viaje regresivo. Recién entonces vamos a llegar al Imperio español, la civilización greco-romana o la prehistoria. Pero al final, no al principio de los programas a desarrollar. Y estas reflexiones creo que son válidas para otras disciplinas del saber. En una clase de Historia dedicada a las primeras edades, el presente debe ocupar tanto espacio y atención como el pasado.
Hace poco en una columna usted se expresaba acerca del peligro que significa para la libertad de expresión que cierto fanatismo cultural o moralista haya permeado en las estructuras de nuestra sociedad. ¿Qué opina de este auge de lo moralmente correcto?
La persona que verdaderamente respeta a los otros, porque sabe que todos no podemos aspirar más que a tener pedacitos de la verdad y que todo se agita en constantes cambios, no debe tener ningún límite al ejercicio de la máxima condición humana: la libertad. El peligro siempre son los fanáticos que enmascaran su intolerancia, su sectarismo y su deseo de imponer su verdad, aprovechando las condiciones que la democracia y el republicanismo permiten. También se han aprovechado, algunas veces, de la colonización de instituciones de estudio. Practican el buenismo declamatorio, pero son lobos con piel de cordero, como lo demostró la historia del siglo XX. A la acción de esos siempre hay que estar atentos. Son capaces de imponer por ley la prohibición a pensar diferente; prohibir por ley todo revisionismo histórico porque ellos poseen una verdad científica, cerrar universidades, prohibir candidatos a las elecciones porque son adversarios con alta popularidad, justificar dictaduras si son de su signo político. Esa gigantesca hipocresía, de la que está llena nuestra América Latina, es muy negativa.
¿En qué proyectos se encuentra trabajando actualmente?
En varios, como siempre, porque es más fácil pensarlos que realizarlos. El más inmediato y concreto es un libro sobre el General Rivera, bastante avanzado. También llevo adelante el proyecto del sello editorial Tierradentro, a través del cual colaboramos con autores, en su mayoría del interior del país, para que den a conocer sus propios trabajos. Ya llevamos más de dos décadas en ese camino y nos sentimos muy satisfechos.
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