El próximo 14 de febrero, Arrozal 33 cumplirá noventa años de historia. Ubicada sobre la cuenca de la laguna Merín, la empresa constituye un particular testimonio de la mixtura entre la vida de su comunidad y la labor en los campos arroceros. La Mañana fue a la cosecha de su historia para esta primera entrega, que busca rescatar la memoria de la construcción de los elementos productivos del campo.
El inicio de la actividad arrocera gestó cambios económicos, sociales y territoriales en Uruguay de la mano de su desarrollo. Comenzó en nuestro país en el siglo XX, teniendo su inicio formal en la década de los años treinta. Si bien tendría su punto de mayor expansión veinte años después, por entonces coincidió con la ampliación de la red ferroviaria ya existente que la hizo llegar a nuevos puntos. En 1936 se amplió el tramo de Treinta y Tres a Río Branco.
En ese marco, Justo Aramendía, poseedor de más de once mil hectáreas comprendidas entre la laguna Merín –una de las mayores reservas de agua dulce del mundo– y el arroyo Ayala, se asoció con la empresa chilena Gianoli Mustakis y Compañía –con experiencia en el mundo arrocero– y los comerciantes montevideanos Werner y Waldemar Quincke, con el objetivo de crear una empresa productora e industrializadora de arroz.
Fue el inicio de Arrozal 33. La zona donde nació es también conocida como Rincón de Ramírez. La Bomba 1 –una de las bombas de agua que son también puntos de referencia para la orientación geográfica dentro del lugar–, actualmente en servicio, fue fundada sobre la laguna Merín, contigua a un paraje que, desde la época de la colonia, la llamaban El Perdiz, según recordó para La Mañana Jorge Carlos Muniz Cuello, investigador de la zona y ex trabajador de Arrozal 33.
Tractores Caterpiller y otras máquinas de la época comenzaron a derribar árboles y limpiar el campo para hacer el sembrado. “Se hacía a mano de hombre y cada uno tenía que cargar una bolsa de dieciocho kilos en el cuello para diseminar la semilla en una hectárea. Al que le faltaba arroz era porque no había hecho bien el trabajo, porque esos dieciocho kilos ya estaban calculados para cubrir una hectárea”, señaló Muniz.
Más tarde llegó al lugar un italiano, ingeniero civil de profesión, de quien decían que había servido durante la Segunda Guerra Mundial. Su nombre era Alberto Varacca y con él llegó también el progreso en la locomoción. Se trató del “trencito del Arrozal”, un medio de transporte icónico que hace cerca de cuarenta años dejó de funcionar.
Debido a que el área destinada al cultivo estaba situada en una zona aislada para los medios de transportes de la época, Arrozal 33 solicitó en 1937 apoyo para la construcción de una red de ferrocarril desde el tramo principal hasta “La Central”, sitio donde se encontraba la administración, los galpones para talleres, el secador y las casas habitación para administrador, técnicos, encargados y supervisores. Por su parte, el Estado respondió con los materiales para la construcción ferroviaria, pero la empresa tuvo que encargarse de su ejecución y mantenimiento.
Se construyó un tramo de trocha angosta de veintiséis kilómetros al pie de la línea estatal (paralela a la ruta 91) y hasta La Central, y una red portátil de veinticuatro kilómetros que se instalaba previo a los trabajos de la cosecha, bautizado Quitaipón. Poseía vagones, máquinas propulsoras y vehículos autopropulsados para el transporte de pasajeros. Los nombres con los que fueron bautizados guardan también su peculiaridad. Dentro de ellos se encontraban el Tucu-tucu, en homenaje al principal roedor de nuestras tierras; la Garza, por la altura de su cabina; la Torta, por su distancia al suelo, y Cangrejo, por su robustez y movimiento hacia atrás. Otro de los transportes, conocido como Águila blanca” tenía una frecuencia de tres veces por día y hacía el recorrido desde la Central a la Planta. El Autovía, por su parte, se utilizaba más que nada para trasladar enfermos. Para realizar esos veintiséis kilómetros uno debía de armarse de paciencia, ya que el promedio de tiempo en el recorrido era de dos horas.
Luego de la construcción de la Bomba 1, se realizó la Bomba 2. “Era la que tenía ocho motores y levantaba el agua a unos once metros de altura por el caño maestro, y era la que impulsaba a las demás bombas a ir distribuyendo el agua en los sembradíos”, recordó Muniz.
Por otro lado, Arrozal 33 también gozó de vida cultural y social. Si bien durante sus inicios la vida social estaba destinada a algún baile de campaña, la visita de un cura que recorría la zona, una escuela atendida por la recordada maestra Saturnina Benito y tempranamente la visita de algunas meretrices que llegaban desde Vergara y se establecían, indica Muniz, por cerca de veinte días en el lugar. “Hasta la década del sesenta había prostitutas en Vergara que se establecían en la Bomba 2, porque el ingeniero Varacca no las quería en el pueblito, y llegaban cuando los trabajadores cobraban”. Más tarde se fundó el Club Social Eslarroz.
En el recuerdo de los pobladores quedan también otras memorias, como la experiencia de traer grandes caballos desde la pampa para arar la tierra con un sistema especial diseñado por Varacca, en el que el trabajador iba sentado. Iniciativa infructuosa debido a que el gran tamaño de los animales hacía que se hundieran en la tierra; o las historias en torno al jefe de máquinas, Cardozo, quien falleció con cien años sin leer ni escribir, pero que era un experto en su rubro gracias a su oído. “Conocía todos los motores a la perfección por el golpe que tenían”, menciona Muniz.
De su paso por la empresa, en el año 1979, Muniz recuerda a título personal su labor administrativa, de balancero y en mantenimiento. Fue en ese año, dice, cuando se comenzaron a tomar mujeres en la labor. “A ellas les enseñaron hasta a manejar tractores en la chacra”, era parte de la evolución de la historia de la empresa.
Una vida de sacrificio
La hermana Mabel Cuello, religiosa consagrada, hoy radicada en Santa Fe, Argentina, compartió su paso por Arrozal 33 a La Mañana. Oriunda de Montevideo, llegó con sus padres y sus hermanos a sus seis años, debido a que su progenitora había sido enviada a trabajar en una estancia cercana a Vergara. Su padre, por su parte, consiguió trabajo en el arrozal. “Teníamos un terreno grande y una casa que nos proporcionaba la arrocera”, recuerda.
De sus años como escolar, evoca: “Era una escuelita muy numerosa, éramos muchos, a veces veinticinco niños en cada clase”, rememora. Sin embargo, los recuerdos de una infancia sacrificada, con muchas limitaciones e “injusticias” propias, tal vez, de otra época, permanecen también en sus recuerdos, así como una historia familiar atravesada por la tragedia. De su pasado más infantil, recuerda: “Para ir a la escuela teníamos que atravesar un campo que, si no estaba sembrado, eran veinte minutos de camino. A veces corríamos. Yo no tenía zapatos. Iba descalza y esperaba a que se levantaran las vacas del pasto para pararme arriba de la tierra calentita. Después seguíamos caminando. Más tarde la escuela me donó unos suecos de madera, pero yo los traía en la mano para que duraran y recién me los ponía cuando llegaba a la escuela. Atravesaba la escarcha helada. Uno no podía escribir del frío que tenía. Papá salía de madrugaba a trabajar como alambrador y llegaba a la noche”.
A sus quince años se vinculó con la actividad arrocera a través del arado, el alambrado, la cosecha de maíz y el ordeñe. Si bien admite que había sentido el llamado de Dios desde antes, fue mientras que cuidaba a su madre en su enfermedad que conoció a unas hermanas consagradas que le acercaron la posibilidad de unirse a ellas. De esto hace ya más de cuarenta años. A sus veintisiete años se marchó del arrozal. “Recuerdo de los pobladores que eran personas que se querían y respetaban mucho. Trabajaban duro. Quiero agradecer a aquellos que hicieron lo mejor por nosotros, y a agradecer a Dios de que yo y mis hermanos pudimos estudiar. Lástima que haya habido tanto dolor y que se podría haber promovido más a la gente en su dignidad como criaturas de Dios”, reflexiona sobre su vida.
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