Cuando Aparicio Saravia supo que Batlle y Ordoñez había sido electo presidente entendió que habría problemas. Pocos días después sus presunciones se vieron confirmadas. El novel presidente había hecho entre sus primeras designaciones la de los ministros y jefes políticos. Entre sus secretarios de Estado había nombrado al Dr. Romeu en la cartera de RR.EE. Saravia no discutía la idoneidad del abogado, aunque no le gustaba mucho que pertenecería al grupo de Acevedo Díaz. Menos le agradaba Acevedo Díaz que encabezaba el conjunto de legisladores blancos que posibilitó la elección de Batlle. Pero eso no fue lo que lo indignó, sino que el caudillo colorado ignorara el acuerdo alcanzado en 1897 con Juan Lindolfo Cuestas, en ese entonces presidente de la República en ejercicio.
Cuestas había negociado el Pacto de la Cruz que contenía cláusulas escritas como todo este tipo de acuerdo. Y una verbal por la que se reconocía a los blancos seis jefaturas políticas: Rivera, Treinta y Tres, Maldonado, Cerro Largo, Flores y San José. Eso suponía negociar con el directorio del partido blanco los nombres de esas designaciones.
Era un pacto verbal con Cuestas sujeto a la buena voluntad de las partes. Pero Cuestas respetó su palabra y las condiciones acordadas.
Cuando Batlle designa dos jefes políticos (Cerro Largo y Rivera) con gente de Acevedo Díaz, Saravia explota. Era una declaración de guerra. Batlle entendía que, si bien se trataba de un acuerdo existente, había sido arreglado con Cuestas y, por tanto, a él no lo obligaba. No deja de ser válido el razonamiento, pero de todos modos solo había proveído dos de los seis cargos en cuestión. ¿Era una prueba para medir la capacidad de reacción del adversario? Tal vez, pero Saravia rápidamente movilizó sus fuerzas. Batlle sabía que el enfrentamiento había de ser duro y prefirió diferirlo para mejor ocasión. Las negociaciones de paz fueron rápidas y efectivas y, como señala Eduardo Acevedo en Anales de la Universidad, 1934, los hechos de sangre fueron pocos. El historiador destaca dos de ellos. El primero son unos incidentes en Rivera que provocan varios muertos.
El segundo, es el motivo de esta nota.
Alacrán
Dice Rodó que la historia es «un santuario augusto» al que hay que acercarse con «serenidad, sinceridad y […] suficiente provisión de simpatía humana, que permita transportarse en espíritu al de los tiempos sobre que ha de juzgar, adaptándose a las condiciones de su ambiente».
Es claro que no podemos juzgar hechos históricos con criterios actuales. Eso no significa convalidar asesinatos, sino entender el entorno para contextualizarlos.
Estos sucesos ocurrieron hace ciento veinte años en medio de una situación de guerra. O eso por lo menos creyó Dionisio Arrúa, un teniente de los de la época, apodado Alacrán. Hay que reconocer que el alias, si bien dado por los blancos, pretendía ser un tanto descriptivo. Ese insecto no suele ser visto con mucha simpatía, y la antigua fábula sobre el alacrán y la rana no ha contribuido a su imagen. La foto en blanco y negro no permite adivinar el color de la golilla, que el periodista de El Día dice era colorada. Por otra parte, el crimen ocurrió en medio de un pajonal sin otros testigos que los victimarios. Y las versiones del relato están tomadas de la prensa diaria.
El hombre comandaba una pequeña partida integrada por los hermanos José María y Pedro Barragán. El tercero era Cornelio Ferreira. Habían salido de madrugada a incorporarse a las tropas del coronel Antonio María Fernández acampado a orillas del arroyo Mansavillagra, departamento de Florida.
No era precisamente un viaje de placer, debían estar continuamente atentos a la aparición de partidas saravistas. A eso de las seis de la mañana avistan dos hombres. Suponiéndolos enemigos, Arrúa les ordena que los acompañen. A poco de andar divisan una fuerza revolucionaria de unos treinta hombres, por lo que cambian de rumbo. A la noche acampan próximos a un pajonal donde supuestamente ocurrieron los trágicos acontecimientos.
Mientras tanto, lejos de allí se negociaba un acuerdo de paz. Habían pasado no muchos días desde que Arrúa recibió la orden de marchar y el fin del conflicto, o su posposición. No había pasado más de un mes cuando Batlle enviaba al Parlamento el proyecto de ley de amnistía.
Degollados
El Día recoge las declaraciones de los Barragán. Según ellos Arrúa ya había tomado la decisión de eliminar a los prisioneros. Tal vez porque pensó que eran un estorbo para su misión, o por venganza. Declarará en el juicio que en 1870 los blancos habían degollado a uno de sus hermanos, y que, si él hubiera sido el apresado habría sido tratado igual. Los Barragán (o lo que dice la prensa que declararon) no dicen eso.
Según José María, el teniente le ordenó que internara a uno de los prisioneros en el pajonal. Así se hizo y Arrúa ordenó que lo matara. Dice Barragán que se negó y que por lo tanto (ahora sí) Alacrán desenfundó su facón y se encargó personalmente. Que después le indicó que le trajera al otro y procedió de la misma manera.
El degüello era una horrenda costumbre de una época cainita. Y no era patrimonio de federales, unitarios, blancos, o colorados. «No trate de ahorrar sangre de gaucho», decía el civilizado Sarmiento en carta a Mitre del 20/09/1861. «La sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen.
Así, Hilario Ascasubi (1807-1875) dice en La Refalosa:
Mira gaucho salvajón
que no pierdo la esperanza
y no es chanza
de hacerte probar que cosa
es «Tin Tin y Refalosa» […]
abajito de la oreja
con un puñal bien templao
y afilao
que se llama quita penas
le atravesamos las venas
del pescuezo […]
para verlo
refalar ¡en la sangre!
hasta que le da calambre
y se cai a patalear
Perseguido, apresado y condenado
La amnistía aprobada en abril no incluía los delitos comunes. Además, uno de los muertos era hijo de un poderoso hacendado que declaró que su muchacho había sido muerto para robarle un centenar de pesos que llevaba en el cinto. La prensa, por su parte, exige el esclarecimiento de los asesinatos y el castigo de los culpables. Los Barragán declaran no saber nada del robo, a menos que Arrúa le hubiera sacado la plata en el momento en que este lo envió a buscar al otro muchacho. Que sí se habían quedado con algo de ropa y con las botas. «Yo no sé cómo se descubrió el crimen. A mí me mandó buscar mi superior en Florida [y] le conté todo. A uno lo mandan…», le hace decir a Pedro Barragán el periodista de El Día.
El resultado fue el esperado. Comenta Eduardo Acevedo: «una novedad en las revoluciones del Río de la Plata, donde los hechos de sangre ocurridos durante la contienda […] quedaban siempre Impunes y hasta cobijados por las leyes de amnistía». Alacrán fue condenado a 20 años por la justicia militar
Es que no siempre similares hechos se miden con igual vara. Aquí, además, había fuertes consideraciones políticas: afianzar un acuerdo de paz mientras gobierno y rebeldes se pertrechaban para una guerra que no demoró e hizo correr más sangre entre orientales. Lástima que la que se derramó al año siguiente no haya sido la última.
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