A la hora 6:10 del viernes 13 de enero de 1854, fallecía el general Fructuoso Rivera en el rancho de Bartolo Silva, ubicado próximo al arroyo Conventos, tierras de Cerro Largo. No hacía mucho que había tenido la recompensa de volver a pisar su tierra oriental después de haber estado más de un lustro desterrado en Brasil. Su esposa Bernardina había salido de Montevideo acompañada de un médico y otros amigos con la esperanza de encontrarlo aún con vida, pero cuando transitaban por las tierras entre Mansavillagra y Cerro Colorado se encontraron con la columna de soldados que acompañaban el vehículo que trasladaba el cuerpo de don Frutos hacia Montevideo.
Los veteranos soldados, con crespones en sus lanzas, en su tránsito por los pagos daban la voz de la infausta noticia: “¡El general Rivera ha muerto!”. Era el último viaje del caudillo por las tierras orientales que tantas y tantas veces recorrió en casi cuatro décadas de inigualable trayectoria. El 20 de enero su cuerpo fue depositado en la Catedral de Montevideo.
En recordación de esta fecha compartimos dos hermosos romances de Juana de Ibarbourou dedicados a Rivera y Bernardina.
Claroscuro de un héroe
El general Fructuoso Rivera, héroe de la independencia de mi patria, fue tomado por la muerte, electo ya por tercera vez para la Presidencia de la Republica, en mi departamento natal, Cerro Largo, a orillas del río Tacuarí, que yo amo mucho. Las ruinas del rancho donde expiró el jefe gallardísimo nos son sagradas. Juana de Ibarbourou
I
Campos de mi Cerro Largo
–trébol que mordí con flor–
¿guardáis aún el aliento
de Rivera, el vencedor,
que os dio el último suspiro
junto al río rezador?
¡Como habíais de perder
reliquia de tal valor!
Anda en el coral del ceibo
y el marfil del arrayán;
acendra los macachines,
templa el trino del sabiá,
y yo lo tengo en mi verso
hoy, con tal gozo de dar,
que sólo Dios lo conoce
y no tendré nunca más.
II
Rancho de Bartolo Silva
–elegía de mi ciudad–
con candeleros de bronce
velaste a mi General.
Debió forjarlos un ángel
rudo como Tubalcaín.
Mesa de algarrobo antiguo
–destino de eternidad–
donde se enfrió aquel molde
de empinada heroicidad
que amo ya por su preciosa
cimera de cardenal.
¡Alma de Blanes el viejo!
te invoco para esta estampa
que con mi sangre quisiera
dejarla yo diseñada!
¡Cómo ha de dolerte el sino
que te alejó de esa cita
de la gloria, en una noche
que para ti no fue escrita!
¡Aquella guardia de negros
erguidos, duros y tristes!
Aquellos indios de cobre,
aquella luz que tú viste
entre la garra del Rembrant
grabador, dios de matices
oscuros, como apresados
bajo montañas de sílices.
III
¡Señor, mi Dios: si hoy pudiera
para mi regalo mínimo
crecer la voz, y el idioma
que en mí no sale de niño
y darlo como un gigante
donador de oro escondido!
¡Ay, pobre lega sin bienes,
de orgullo que has de abatirlo!
Pedidora de diamantes,
dueña de cuentas sin brillo.
¡Asísteme en esta empresa
en que no sé ya qué digo!
¡Váleme, sombra de Blanes
el viejo, ante Dios, amigo
hasta de la jorobadita
que quiere espigar su trigo!
IV
La guardia de hierro y bronce,
la humosa luz de las velas,
humilde Bartolo Silva
que ya en la muerte no queda,
porque ha nacido a la vida
de hospedador de Rivera;
y gauchos de Cerro Largo
que yo sé bien cómo eran
pero que no hay metales
que puedan dar su silueta.
El cuerpo yacente, un dios
que en el rancho se durmiera;
la noche, leves crespones
que del cielo descendieran,
y el río, la espada heroica
crecida por la pradera,
para que hasta Aldebarán
desde su solio la viera.
Y por sobre todo un leve
olor de caña maleva,
como una ola sombría
que avanzara de la selva,
donde los matreros muertos
-compañeros de Rivera
en la redención suprema
de la patria linda y nueva-
se levantaran ceñudos,
guardia de espectros de hierro,
para duplicar la escolta
del Jefe, milano esbelto.
Claroscuro de una mujer
I
Héroe mío, romancesco:
como a Walt Whitman triunfal,
yo nunca podré decirte:
–Presente, mi General–
ante un coro tumultuoso,
rendido y continental.
Pero sobre el pecho hermoso
y en nombre de Bernardina,
¡cómo tuviera un instante
la ardiente boca rendida,
y luego, furtivamente,
para no enconar su herida,
por tus oscuros amores
las manos te besaría!
Que si una mujer no absuelve,
¡Oh Dios, quién lo lograría!
II
Ni estampa ni claroscuro,
amigo mío expectante
que ha estado esperando un bello
regalo, ya tan distante,
que al fin sólo puedo darle
una emoción escondida,
que es una rosa pequeña
que me sostiene la vida.
Sobre tanto oscuro limo,
una lucerna encendida.
La dejo por un instante
en manos de Bernardina,
sombra del amor celoso,
dueña de la clara dicha,
que no conoció la sed,
que fue saciada en la vida,
que ha de seguir custodiando
su tesoro, en la vigilia,
de un sueño de eternidad,
ya sin horas ofendidas.
Pero hay, ¡oh sombra opulenta,
algo que no conociste,
secreta torre de plata,
himno de coro de vírgenes!
La brasa que no reluce,
que anda con uno, y no existe
más que a los ojos de Dios,
gran catador de heroísmos.
Con ella me inclino, hacia
el Presidente dormido.
Lo cubre esté resplandor
azuldorado, escondido
bajo la piel de mi pecho
que yo quisiera de lirios.
Y lo veo sonreír
dulce, aliviado, ya ungido
por el óleo misterioso,
bálsamo de mi destino,
porque la luz de la gloria
es de cedros encendidos.
Poema de Juana de Ibarbourou
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Octubre de 1939
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