En setiembre de 2019 todo el mundo festejará –cada país, cada continente y cada persona a su manera, incluso con contrafestejos, que son también una forma de festejar– el comienzo de los 500 años de una de los acontecimientos estelares en la historia de la humanidad: la partida de la expedición que logró dar la primera vuelta al mundo.
La misma, comenzada al mando del portugués Fernando de Magallanes fue culminada por el marino Juan Sebastián de Elcano, oriundo de Guetaria, en las provincias vascongadas.
Una hazaña histórico-geográfica que, vista con los ojos del presente, parece de pequeña dimensión pero que vista en el entorno de la época significó un paso extraordinario en el conocimiento del mundo.
Diríamos, a riesgo de suscitar una polémica, que fue tan o más importante que la llegada del hombre a la Luna para nuestra época.
En el mundo hispano, tanto España como Portugal, se disputan los méritos de su aporte e intervención, unos poniendo el acento en la nacionalidad del capitán y otros en la del Reino de Castilla que la financió, cuando deberían, en realidad, compartirlo y valorarlo como una hazaña conjunta de la humanidad.
El 10 de agosto de 1519 amaneció nublado en la ciudad de Sevilla. Desde las primeras horas de la mañana, una multitud se agolpaba en el Arenal y a lo largo de ambas riberas del Guadalquivir. En el barrio de Triana no cesaban los tañidos de las campanas de la iglesia de Santa María de la Victoria, bajo cuya advocación partieron.
Es que la Flota de las Especias, las cinco naves y los 235 hombres de varias nacionalidades (portugueses, castellanos, vascos, franceses, italianos, griegos, flamencos y hasta dos ingleses) estaba próxima a partir.
Los brazos en alto de familiares, autoridades y curiosos desde las azoteas de los edificios y desde la cubierta de las embarcaciones, daban cuenta de los adioses. Todos los nervios que causa la partida de cualquier expedición se daban cita en este viaje hacia lo desconocido. Porque era de los casos en que se sabía cuándo se zarpaba, pero no cuándo se regresaba. Por eso, los adioses tenían tenor de despedida, de último adiós.
Poco después de las 8 horas, una salva de artillería desde tierra, respondida por los cañones de a bordo, anunciaba el despliegue de las velas y el levar de las anclas.
Los oficiales de la Casa de la Contratación, luego de entregar las últimas órdenes al capitán general Magallanes y las indicaciones a los oficiales de a bordo, también bajaron con toda pompa a sus bateles ornamentados como de fiesta.
El río Guadalquivir estaba crecido por lo que no había que temer que los “bajos” y meandros significaran un obstáculo hasta arribar, horas después, a San Lúcar de Barrameda, donde completarían la carga y harían el último relevamiento de agua dulce y provisiones. Ya frente a San Lúcar asomaba el océano Atlántico, inmenso y lleno de misterios.
La meta era llegar a las fabulosas Islas de las Especias, las doradas Molucas productoras de canela, pimienta, clavo de olor y otras tantas sustancias gustativas que se cotizaban a precio superior al oro en los mercados europeos después de que los turcos otomanos tomaran Constantinopla y cambiaran el sistema de comercio con el occidente europeo.
Los portugueses habían tomado la delantera, asegurándose en exclusividad la ruta del Atlántico a través de las costas de África. Habían llegado al extremo sur, al cabo de las Tormentas rebautizado como de Buena Esperanza para no alarmar a los supersticiosos marinos, y de allí al Océano Índico como su mar propio. Tras sucesivos descubrimientos y conquistas geográficas y militares habían llegado a la India, luego a Calcuta y estaban de arribada en la Isla de Tidore.
Los castellanos, por su parte, gracias al proyecto de Cristóbal Colón, un genovés de visión universal, habían llegado/descubierto un Nuevo Mundo. Claro que el almirante siempre sostuvo que había llegado a las costas orientales de Asia (Cathay o Cipango) sin suponer que había desembarcado en un continente.
En sus sucesivos viajes buscó infructuosamente un paso que le permitiera llegar más allá. Estuvo a punto de lograrlo, pero su ambición de encontrar riquezas auríferas le impidió subir a las montañas de América Central (actual Panamá) para divisar el Mar del Sur. Y, no obstante haber sido Colón el descubridor, se dio la paradoja, injusticia para algunos, de que el Nuevo Mundo llevara el nombre de otro italiano universal, Américo Vespucio, extraordinario narrador de sus viajes.
Varios otros marinos buscaron ese paso a través del continente nuevo, de esa tierra desconocida que se interponía con el oriente asiático.
En nuestro libro Los viajes de Juan Díaz de Solís y el descubrimiento del Río de la Plata, vimos en detalle los pormenores del primer viaje realizado en 1508, sin encontrarlo y luego del segundo, en 1515, esta vez por el sur del continente americano. Solís fracasó en el nuevo intento tras penetrar en el Mar Dulce (posteriormente Río de la Plata) y fué muerto a manos de los indígenas. Intento de encontrar el paso, en parte. Pero, como lo analizamos, tampoco hubiera podido descubrir el pasaje dado lo precario de la pequeña flota que se le encomendó.
Por eso mismo, dos años después, el portugués Fernando de Magallanes se presentaba en Sevilla, munido de credenciales y recomendaciones. Logró concretar una entrevista con el joven rey, Carlos I, a quien le mostró y habló de un mapa que había llegado secretamente a sus manos. Que lo había visto nada menos que en la Tesorería del rey de Portugal. Y que se había venido para Castilla a cambiar de fidelidad real porque no habían dado buena cuenta a sus proyectos.
Todo esto pensaba Magallanes mientras, desde el puente de mando de la nao Trinidad, daba la señal de la partida.