Hace algunos años (¿sesenta?) uno de los pocos entretenimientos de alcance masivo era la lectura. A los doce años leía todo lo que llegaba a mis manos. Los libros que nos proporcionaban los adultos, sobre todo la colección Robin Hood de la editorial Molino: Azabache, Los tigres de la Malasia, Bomba, Corazón, Robinson Crusoe, Cartago en llamas, El príncipe valiente, Tom Sawyer… Más los que obtenía de la biblioteca paterna. Autores como Lagerlöf, Fast, Greene, Dos Passos, Gheorghiu, Pasternak, Lagerkvist, Hemingway. Y también las Obras Completas de Mark Twain. No sé cuánto digería de esa atiborrante masa de información. Como la mayoría de esos textos no los he vuelto a leer, creo que no ha sido demasiado. De Mark Twain, recuerdo el episodio del encalado de la cerca de tía Polly por Tom Sawyer y a Huckleberry Finn en la balsa por el río. Y este último, probablemente, por el uso que le da Borges en su «Nueva refutación del tiempo».
Me detendré en Samuel Langhorne Clemens –o Mark Twain, como gustaba llamarse– quien no solo escribió para niños. Su propia azarosa vida le ha servido como insumo para sus obras. Aventurero desde edad temprana, fue piloto en el Mississippi, buscador de oro, miliciano en la Guerra Civil… De esa polifacética y a veces contradictoria personalidad tomaré dos episodios de algún modo vinculados.
La guerra
De su pasaje por la contienda fratricida da cuenta en su Relato particular de una campaña que fracasó. Fracasaron los confederados, se entiende, aunque aquí se refiere al suyo propio. Se trata de un episodio autobiográfico que, como tal, tiene una lectura dual: por un lado se le supone protagonista. ¿Qué mejor testigo? Y por esa misma razón resulta sospechoso: termina siendo juez y parte. Antes del relato, explica su posición frente al tema. Si admitimos que la Guerra Civil fue un enfrentamiento entre el sur esclavista y el norte liberador, él estaba de acuerdo con la liberación. Su padre había tenido esclavos, pero años antes de su fallecimiento, él le había oído decir que liberaría al último que le quedaba si no creyera «injusto desprenderse de los bienes de la familia en un momento en que él andaba tan escaso de medios de fortuna». No aclara qué pasó con los otros esclavos, si murieron o los vendió. Pero al que le quedaba lo conservó como bien de la familia. Como fuere, el fugaz pasaje de Clemens por la guerra, fue del lado de la Confederación.
La primera sangre
A principios de 1861 las tropas de la Unión invadieron el estado de Missouri. Clemens estaba allí, de visita en Hannibal, su pueblo natal. Respondiendo al llamado del gobernador para defender el estado, se juntó un grupo de quince jóvenes sin experiencia militar alguna, nombraron capitán a uno de ellos, a Clemens Tte. 2°, y se autodenominaron «Los Guerrilleros de Marion» por alusión al condado a que pertenecía Hannibal. El resto del relato es –haciendo honor a su estilo– de tono humorístico sobre la escasa vocación militar del grupo. Las primeras dificultades las encontraron en el medio en que se movían esos jóvenes urbanos metidos en el bosque. Ni siquiera sabían andar bien a caballo y muchos de ellos jamás habían disparado un arma. De hecho, es un hilo de sucesivas retiradas sin haber visto ni oído al enemigo.
Hay un solo episodio en que las armas de fuego impactan en un ser humano. Era ya de noche y a la luz de la luna ven una silueta saliendo del boque cercano al hórreo de maíz donde estaban escondidos.
Así lo cuenta: «Era la figura de un hombre a caballo y a mí me pareció que había otros a su espalda. Eché mano a un fusil en la oscuridad y lo metí por la grieta que había entre los troncos, sin darme cuenta de lo que hacía porque el miedo me tenía aturdido. Alguien gritó: ¡Fuego! Yo apreté el gatillo y me pareció ver un centenar de llamaradas y oír un centenar de disparos: entonces vi que aquel hombre caía de la silla». Describe sus primeras impresiones ante el hecho, como de sorpresiva satisfacción. Era el cazador que había obtenido su primera pieza, pero era una emoción efímera. Permanecieron expectantes aguardando la aparición del resto de la partida enemiga. Cuando después de esperar lo suficiente, se acercaron al caído, agonizaba. Ante el moribundo que balbuceaba sobre su mujer y su hijo, sintió que se había transformado en un asesino. La víctima estaba sin uniforme y sin armas. Descubrirá luego que el suyo no había sido el único disparo, sino que lo habían hecho a la vez otros cuatro camaradas. Quiso excusarse también en su probada mala puntería. Pero el recuerdo lo atormentaba todas las noches. Así, descubrió que no servía para soldado y dejó las armas.
Ese fue –según sus propias declaraciones– su pasaje por la Guerra de Secesión. Se refiere al comienzo de las hostilidades, por lo que su conclusión es válida en ese contexto: la guerra consiste en «matar gentes desconocidas contra las que no se siente animosidad personal». Seguramente para familiares y amigos del hombre muerto eso ya no aplicaría. Para ellos había corrido la primera sangre.
Si tiene padrinos…
Aunque esa no fue la única vez que empuñó un arma. En su agitada vida alternó diversas actividades con su vocación de escritor. En sus primeras experiencias como periodista, ocupó un puesto de informador local en el periódico Territoral Enterprise, de Virginia City, Nevada. El debate periodístico, allí, como en todas partes, era áspero. Y Twain no se quedaba atrás en su veta humorística y satírica. A pesar de la estricta prohibición sobre duelos, como era de prever, se encontró en medio de un lance caballeresco con el editor de otro medio de prensa.
Esta situación, al contrario de la más arriba señalada, no la relata él. Según el periodista, escritor, traductor y biógrafo Amando Lázaro Ros, son sus amigos y parientes los que trasmiten lo que seguramente Twain les contó.
No era muy distinto el panorama legal al del Uruguay anterior a la Ley de Duelos. De modo que los contendores se entrenaban en el más riguroso secreto. Ensayaban tiro en una garganta entre dos montañas acompañados de sus respectivos padrinos. Mientras el oponente era un aceptable tirador, Twain era pésimo –lo que de algún modo avala su pretensión de impunidad en el episodio guerrero–. Claro que el dato era conocido solo por sus padrinos. Los padrinos adversarios se acercaron a husmear la pericia de Twain y alcanzaron a ver que un ave era abatida de un certero balazo. Preguntaron por la autoría del disparo y los padrinos de Twain les dijeron que había sido él.
Rápidamente convencieron a su patrocinado que estaba en peligro mortal. El hombre terminó dando amplias explicaciones a Twain, quedando cerrado el incidente. No obstante, las autoridades se enteraron del lance y aunque no concretado dispusieron orden de captura para los involucrados. Advertidos ambos duelistas por amigos oportunos, tuvieron que alejarse para evitar las sanciones. Twain se fue a California a probar fortuna buscando yacimientos auríferos. No tuvo mucha suerte, pero en uno de esos campamentos oyó contar la historia de la rana saltarina que, en su propia versión, se convertiría en uno de sus primeros éxitos.
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