«Quando un hombre tenia zelos de su muger, ó alguna sospecha contra su fidelidad, podía hacerla beber el agua de los zelos».
P. Augusto Calmet (OSB), 1806
El pecado de Caín combina la envidia y los celos. El libro de Números (5,11-31) trae un interesante instructivo para celosos. En Otelo, los celos son «el monstruo de ojos verdes». Tal vez la becqueriana niña quejosa, asociara sus verdes ojos, a una cualidad monstruosa… Lorca pudo haber escrito «ojos verdes, verde pelo/tiene el monstruo de los celos». Por fortuna no lo hizo.
De celos se trata esta historia.
La justicia es del Señor
Ya era la cuarta o quinta vez que mi mujer, para referirse al sedán de cuatro puertas que teníamos, lo llamaba «la camioneta». Creo que dejé las llaves, la cartera, el pan, la cédula de identidad, el paraguas, los cigarrillos, los remedios de mamá, en la camioneta. ¿No me lo/la/los/las vas a buscar? Acostumbrado a cumplir sus órdenes yo obedecía sin titubear.
Tampoco me sorprendió, al principio, porque ella había adoptado la costumbre de hablarme en un lenguaje críptico con el cual decía poner a prueba mi inteligencia y capacidad de comprensión.
Por ese don mimético que desarrolla la vida en común, o buscando mayor fluidez en nuestra comunicación, también yo comencé a incluir en nuestros intercambios contenidos en clave. Con esa intuición tan propia de su sexo, rápidamente captó que cuando yo buscaba los dientes, en realidad me refería a mis anteojos, gafas, antiparras o espejuelos. Comprensión auxiliada, seguramente, por notar que la ubicación de estos adminículos, ocupaba parte de mis actividades diarias.
Cuando dijo por sexta o séptima vez: la camioneta, me di cuenta de que algo andaba mal. Esa fijación no era normal. Empecé a sospechar que me confundía con alguien que sí tenía una camioneta. Cada vez que me mandaba a buscar algo al vehículo (no quiero ni nombrarlo) me sentía como aquel Ruggieri al que le están royendo la cabeza en el infierno. Así son los celos, desgastan con sus afilados dientes el alma de los condenados.
Imaginaba una 4×4 de esas Toyota que usan los estancieros, sucia de barro y con el dibujito en la puerta y me sentía doblemente mal. Por mí y por él. Con lo que nos había costado. Y no me refiero al dinero, sino a los años de sacrificio y construcción de nuestra vida en común. Y ella, la muy malvada, nos traicionaba a los dos, al sedán y a mí. Nos cambiaba por una 4×4.
Empecé a interesarme por las 4×4 con que me cruzaba en la calle. A una, estacionada a dos cuadras de mi casa, le corté las cubiertas con mi afilada navaja. Mi sufrimiento se tornaba cada vez más agresivo. La traición no debía quedar impune: stipendium peccati, mors est.
En mis raros momentos de lucidez entreveía que no solo era injusta sino, lo que es peor, imposible, mi política de exterminio a las 4×4. Algún periodista sugirió la existencia de un asesino serial al que apodó con escaso ingenio: «el asesino de la camioneta». Me pareció de extrema torpeza la calificación. Primero porque alude a un asesino que tiene una camioneta y no al que las asesina. Segundo, porque no debe confundirse un asesino con un justiciero. Porque eso era yo: un instrumento Providencial para restaurar el orden natural subvertido.
La policía estaba desconcertada porque los ataques no seguían un patrón determinado. Unas explotaban, otras desaparecían, para luego reaparecer cruelmente mutiladas: cables cortados, arena en el motor y en el tanque de nafta. Signos de una vesania superlativa, de un odio profundo. Un comisario sagaz notó que los rodados chinos parecían salvarse de los ataques. Algunos importadores fueron investigados. Sobre todo desde que se publicitaran como: «Más baratos y libres de atentados».
Nadie podía saber, que yo excluía los productos chinos porque a mi mujer no le parecían de buena calidad. Nuestro orgullo, el del sedán y el mío, los hacía libres de toda sospecha.
Las autoridades estaban convencidas de la existencia de una organización. Las víctimas sumaban ya decenas. El terror había ganado la ciudad. Por temor a que se generalizaran los atentados a todo tipo de vehículos nadie se atrevía a dejarlos en la calle. El ocaso de los cuidacoches, visto por muchos como bendición, incrementó proporcionalmente la población de limpiavidrios. En cambio las cocheras florecían por doquier. La construcción de viviendas cayó verticalmente porque los inversores dirigían sus recursos a crear parkings de varios pisos para atender la creciente demanda.
Mientras tanto, yo iba perdiendo los últimos restos de cordura. Mi mujer continuaba hablándome de la camioneta. Yo iba y venía a buscar las cosas que ella había dejado olvidadas, intentando disimular mi emoción interior y aprovechaba mis salidas al supermercado, a la peluquería, o a un taller de narrativa en el que me había anotado como cobertura para consumar mi venganza.
Pero me estaba cansando. Navegando en Internet encontré otras personas que sufrían de mi mismo problema. Compartimos experiencias y rápidamente nos pusimos de acuerdo para realizar acciones conjuntas.
Un grave error que también cometieron esas organizaciones sediciosas que intentaron cambiar el mundo. Dejar entrar terceros a un grupo cerrado (en mi caso era un grupo unipersonal, así que serían segundos) es fatal. Los otros, tal vez no tengan el mismo grado de convicción o sean infiltrados. Cruasanes rellenos de enemigos a los que nosotros mismos introducimos en la ciudad amurallada.
En el momento en que mi mujer me estaba pidiendo que le fuera a buscar los lentes de sol ¡al coche!, justo ahí, que podría contarle que volvió con nosotros, justo ahí, estaba viendo por la ventana mi casa rodeada de policías.
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