Lo que sigue es el resultado de un encuentro que debió haber ocurrido mucho antes. Algo que nadie buscó, que fue urdido, como tantas cosas gratas o ingratas de la historia, por la infinita combinación de las causas y de los efectos, por esa misteriosa mano del universo que en homenaje a la brevedad llamamos Destino. Es apenas un episodio efímero, y casi a punto de ser definitivamente olvidado, de dos vidas que no consiguió torcer el rumbo que ya llevaban escrito y que tiene por el medio al Río de la Plata.
Juana había dicho que “amor no es beatitud sino centella”; por eso proclamó que no quiere “el dulce amor de esclarecida menta, que se marchita inconsistente y solo”. Y en un soneto de 1956, suficientemente titulado “Francesca” en homenaje a la enamorada de Rímini, da toda una definición del fuego, del peligro, de la miel infinita del amor; dice: “Así, Francesca, que sabes de aquel viento, /gigantesca rizadura en que giras con Paolo. /Quiero el amor que duele y que atormenta…
El yo lírico de Borges fue (quiso ser) más pudoroso. Aquello que destaca acerca de los desdichados felices del canto V de la primera parte de la Comedia refleja una comprensión sustancialmente parecida a la de ella, pero él prefirió velarla en un discurso más ligado a la biblioteca que al alma.
El poema de referencia es de la última bocanada, cuando ya los fuegos del amor eran puro recuerdo. Data de 1981 y lleva por simple título “Inferno, V, 129” y remite a la parte de la novela, al capítulo y al verso preciso que informa que Francecsa da Polenta, y Paolo Malatesta, hermano del esposo indebido, oriundo y residente en Rímini, cierta tarde estaban leyendo la novela de Chrétien de Troyes sobre el equívoco romance del vasallo Lancelot con la reina Guinevere cuando, por tomarse demasiado en serio lo que leían, se fundieron el uno en el otro en un beso, en un abrazo.
El habla de Borges acompaña el desmayo: “Dejan caer el libro, porque ya saben /que son las personas del libro. /Ahora son Paolo y Francesca, /no dos amigos que comparten /el sabor de una fábula/ (…) Han descubierto el único tesoro; han encontrado al otro”.
Es de esas cosas que siempre produce el Río de la Plata; cuando lo mirás en el mapa parece que divide, pero si te pones a vivirlo en realidad une
Hasta aquí lo que pude ver de Juana y Borges. Seguramente tuvieran más puntos de contacto la autora del soneto apasionado y el autor de este poema pensativo y sordamente fervoroso; nunca lo sabremos. La historia de Paolo y Francesca los unió sin saberlo, como sin saberlo habrían de dividirlos muchos temas, muchos contextos, muchos porvenires.
El destino es inescrutable y por eso no es fuente digna de confianza a la hora de exigir confesiones o coherencias; bajo su palio acaecen vidas cuyos signos parecen diferentes y que, no obstante, cuando ya es todo agua pasada, cuando los abismos de los cuantiosos artificios que acompañan la existencia son arrastrados por el furor del olvido, esas vidas que no se vieron, que se ignoraron, en algún punto se demuestran confluentes.
Es horrible, pero es verdad: todo adquiere sentido al otro día, cuando ya nada puede hacerse.
Leo en una llamada al pie de la página 345 del tercer tomo de “Textos Recobrados (1956-1986)” de Jorge Luis Borges, unas palabras de 1979:
“Estaba en Montevideo en un almuerzo de escritores. En realidad no sé cuántos años hace de esto, treinta o más, no recuerdo. Había mucha gente importante, entre ellos Fernán Silva Valdéz, Pedro Leandro Ipuche y Emilio Oribe.
Me llamó la atención una señora de belleza casi alarmante. Me senté a su lado.
Hablamos de todo. De la Argentina y de la República Oriental, de nuestros escritores y poetas. Por supuesto, no sé si por mera cortesía o por congraciarme con ella hice el panegírico de Herrera y Reissig. Ella, por no ser menos, el de Lugones.
Era una carrera de virtudes literarias que no paraba. Mientras mi interlocutora se empecinaba en las dotes del argentino, más insistía yo en el oriental. Y así durante dos horas que no resultaron largas.
La competencia no cejaba. Para mí Herrera y Reissig era extraordinario – en realidad no sé si lo creía así – porque uno no es dueño de lo que dijo ayer, ni de lo que dirá mañana. Lo cierto es que casi la tenía convencida, un capricho, no sé.
La discusión llegaba a su fin. A los postres, y quizá un poco cansado, le pregunté: – ¿Y usted, quién es?
– Me llamo Juana de Ibarbourou, ¿y usted?
– Yo me llamo Jorge Luis Borges.
No nos veríamos nunca más.”
Probablemente, de haber tenido la oportunidad, hubieran llegado a conocerse bien. Cada uno en su rincón del mundo cultivó su jardín sin siquiera pensar en la existencia del otro. Borges nos deja entrever que esa mutua circunspección prescindente encerraba acaso una misteriosa cercanía; un asombro que jamás se atrevió a manifestarse. Sabían uno del otro, pero bien podrían no haber sabido y haberse respetado y haberse preparado para ese casi inexistente y central encuentro.
Juana y Borges en ese apenas mencionado encuentro, en esa nota al pie de una página que el poeta no quiso publicar en vida se dijeron todo lo que podían decirse desde lo que hondamente hicieron cada uno por su lado. Verse fue un albur equívoco, entretenido, tal vez secretamente esperado; de algún modo entrañable.
Es de esas cosas que siempre produce el Río de la Plata; cuando lo mirás en el mapa parece que divide, pero si te pones a vivirlo en realidad une.
*Ex editorialista de La Mañana
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