“Por las virtualidades de su situación geográfica y de sus fundamentos históricos, el Uruguay parece destinado a sellar la unidad ideal y la armonía política de esta América del Sur, escenario reservado en el espacio y el tiempo, para la plenitud del genio de una grande y única raza”, José Enrique Rodó, fragmento de un discurso que hubo de pronunciar en Río de Janeiro, a fines de 1909.
“No necesitamos los sudamericanos, cuando se trate de abonar esta unidad de raza, hablar de una América Latina; no necesitamos llamarnos latinoamericanos para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos, porque podemos llamarnos algo que signifique una unidad mucho más íntima y concreta: podemos llamarnos ‘iberoamericanos’, nietos de la heroica y civilizadora raza que sólo políticamente se ha fragmentado en dos naciones europeas; y aún podríamos ir más allá y decir que el mismo nombre de hispanoamericanos conviene también a los nativos del Brasil; y yo lo confirmo con la autoridad de Almeida Garret: porque, siendo el nombre de España, en un sentido original y propio, un nombre geográfico, un nombre de región, y no un nombre político o de nacionalidad, el Portugal de hoy tiene, en rigor, tan cumplido derecho a participar de ese nombre geográfico de España como las partes de la península que constituyen la actual nacionalidad española; por lo cual Almeida Garret, el poeta por excelencia del sentimiento nacional lusitano, afirmaba que los portugueses podían, sin menoscabo de su ser independiente, llamarse también, y con entera propiedad, españoles”.
“Más de una vez, pasando la mirada por el mapa de nuestra América, me he detenido a considerar las líneas majestuosas de esos dos grandes ríos del continente: el Amazonas y el Plata, el rey de la cuenca hidrográfica del Sur; ambos rivales en las magnificencias de la naturaleza y en los prestigios de la leyenda y de la historia, y tan extraordinariamente grandes que, por explicable coincidencia, sus descubridores, maravillados y heridos de la misma duda de si era un mar o un río lo que tenían delante, pusieron a ambos ríos el mismo nombre hiperbólico: ‘Mar Dulce’ llamó Yañez Pinzón al Amazonas, y ‘Mar Dulce’, también, llamó al Plata, Díaz de Solís”.
“Venido el uno, el Amazonas, donde se sueltan sus niñeces de Marañón, de las fundidas nieves de los Andes, rompe, desgobernado y tortuoso, entre el misterio de las selvas, recoge a su paso el enorme caudal de centenares de ríos y de lagos, y ya fuerte y soberbio, corre, buscando la cuna del sol, hacia el Oriente, se empina hasta tocar la misma línea equinoccial, y repeliendo la resistencia orgullosa del océano con la convulsión suprema del Pororoca, se precipita sobre él como un titánico jinete, y cabalga leguas y leguas dentro del mar”.
“El otro, el nuestro, el Plata, amamantado en su primer avatar del Paraná con las aguas de la meseta central americana, no lejos de donde toman su vertiente tributarios del Amazonas, crece al arrullo de la floresta guaranítica; subyuga, a uno y otro lado, la ingente multitud de sus vasallos, y descendiendo con su séquito en dirección a las latitudes templadas del Sur, donde el Polo y el Trópico sellan sus paces, cruza, al sentirse grande, sus dos brazos ciclópeos del Paraná y el Uruguay, y se echa en el mar, de un empuje de su pecho gigante, en el más ancho estuario del mundo”.
“Yo veo simbolizado en el curso de los dos ríos colosales, nacidos del corazón de nuestra América y que se reparten, en la extensión del continente, el tributo de las aguas, el destino histórico de esas dos mitades de la raza ibérica, que comparten también entre sí la historia y el porvenir del Nuevo Mundo: los lusoamericanos y los hispanoamericanos, los portugueses de América y los españoles de América, venidos de inmediatos orígenes étnicos, como aquellos dos grandes ríos se acercan en las nacientes de sus tributarios, confundiéndose y entrecruzándose a menudo en sus exploraciones y conquistas, como a menudo se confunden para el geógrafo los declives de ambas cuencas hidrográficas; convulsos e impetuosos en la edad heroica de sus aventuras y proezas, como aquellos ríos en su crecer; y serenando luego majestuosamente el ritmo de su historia, como ellos serenan, al ensancharse, el ritmo de sus aguas, para verter, en el océano inmenso del espíritu humano, amargo salobre con el dolor y el esfuerzo de los siglos, su eterno tributo de aguas dulces: ¡las aguas dulces de un provenir transfigurado por la justicia, por la paz, por la grande amistad de los hombres!”.
José Enrique Rodó, 1910.
Artículo recogido en El Mirador de Próspero, 1913. Obras Completas de Aguilar, 1957.
Este artículo es la reelaboración de un fragmento del borrador de un discurso que Rodó hubo de pronunciar en Río de Janeiro, a fines de 1909, en ocasión de la firma del Tratado Uruguay-Brasil de ese año.
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