Y juiste la estampa más gaucha y airosa
qu´ en sueños las chinas miraron pasar
prendido a los flecos del poncho el misterio
¡Y al cinto el rumbero de la libertad!
Serafín J. García, “El matrero”.
El medio rural rioplatense se ha considerado, desde una óptica urbana, como un territorio periférico con respecto al centro cultural y político. Desde la época de la colonia se la ha visto como una extensión ilimitada de campo, desconocida, un territorio peligroso que era necesario explorar y controlar. Al mismo tiempo, el medio rural fue el espacio de encuentro entre la cultura oral y la cultura escrita, entre los mitos y la historia, entre lo arcaico y lo moderno, entre el europeo y el indio. Este encuentro generó conflictos pero también simbiosis. Al mismo tiempo, este terruño tenía sus tipos humanos que le eran característicos, como lo fueron el indio, el gaucho o los criollos descendientes de estos. La literatura les forjó una identidad y hasta un lenguaje, pero en la práctica, eran los arquetipos de nuestra humilde población rural que, por la inestabilidad social y las injusticias, fueron muchas veces fuente de conflicto y de inseguridad en la campaña.
En esa línea, la historia social rural trata de reconstruir la vida real en un contexto real no solo de un gaucho, sino también de un trabajador de estancia, de un soldado del Ejército, de una familia rural, por ejemplo, durante el siglo XIX en nuestro país, lo cual es un desafío inmenso porque estas historias casi no han dejado huellas en su paso por este mundo. Raúl O. Fradkin en varios trabajos –como Bandolerismo y politización de la población rural de Buenos Aires tras la crisis de la independencia (1815-1830) o en coautoría con Silvia Ratto, Desertores, bandidos, e indios en la frontera de Buenos Aires, 1815-1818– indaga sobre el fenómeno del aumento de bandolerismo que también tuvo otras denominaciones como matrero o salteador.
El fenómeno fue documentado en 1770 por primera vez, en el que se habla de grupos de salteadores que actuaban en la zona rural de Buenos Aires y que provenían mayoritariamente de la Banda Oriental. Según se consignaba también, estos grupos se dedicaban al tráfico de cueros ilegales.
Pero tras la crisis político-institucional que había dejado el ciclo revolucionario por la independencia que derivó en la fragmentación del viejo virreinato, el campo se vio convulsionado, y los matreros, los rebeldes, los fugitivos de la ley proliferaron en número, constituyéndose rápidamente en una cuestión que requería una efectiva respuesta.
A inicios de 1815 el Directorio, el gobierno de Buenos Aires, había visto como se había “balcanizado” el antiguo territorio español, y ante esa situación desesperadamente, comenzó a conformar ejércitos para conducirlos a cada uno de los frentes que pensaba reconquistar, el Alto Perú, Paraguay y las Provincias Unidas. El reclutamiento y la violencia desplegada para hacerlos efectivos provocó grandes deserciones. De ese modo los desertores se convirtieron rápidamente en matreros y, para colmo, en el caso argentino, muchos de ellos se fugaban a las tolderías con los indígenas pampas no reducidos. Por lo que esta combinación entre desertores, matreros e indígenas rebeldes era vista por el gobierno de Buenos aires como explosiva y preocupante.
De hecho, la figura del bandolero rural fue asociada al gaucho desde muy atrás. Esto tenía que ver con la nueva legalidad que se quería imponer sobre la campaña a la que el gaucho no pudo o no quiso adaptarse. En una carta de Manuel Belgrano a Mariano Moreno, fechada en Santa Fe, 8 de octubre de 1810, decía: “No tenga usted cuidado por los desertores que yo he de poner coto a la deserción, y si ahora recibo un ejército de gauchos, tendré la satisfacción de presentarlo a mis compañeros de fatigas por la patria, de soldados” (F. Fradkin, S. Ratto).
Así, el gauchaje estaba en conflicto con “la autoridad” que consideraba foránea a su territorio, y esta situación de choque entre dos formas de entender el campo acentuó el problema. El plan territorial y agrario de Artigas de 1815 venía en esta línea de querer erradicar la inseguridad en la campaña imponiendo un orden que privilegiase sobre todo a las familias rurales.
Sin embargo, mientras los gobiernos luchaban contra este fenómeno, en las ciudades, estos matreros se convirtieron poco a poco en un elemento casi que indispensable de la literatura, y nació de ese modo la literatura gauchesca propiamente dicha. Desde los versos de Bartolomé Hidalgo al Martín Fierro de José Hernández, el gaucho se convirtió en un símbolo que despertó simpatías y también discrepancias, porque en el caso de Martín Fierro, siendo él un desertor, un forajido de la ley, un criminal en definitiva, el lector no puede dejar de pensar que ha sido víctima de una injusticia más grande y profunda que arrastró al personaje por una senda equivocada. Pero lo más destacable es que ante esa injusticia, el gaucho se rebela transformándose en un hombre fuera de ley, pasando a ser un matrero pero de carácter heroico, que deja atrás una vida que pudo ser noble y de servicio para la sociedad.
En Uruguay, junto al problema que ocasionaban los matreros que bien los describe Acevedo Díaz en Ismael, se sumaban también los grupos dispersos de distintas parcialidades indígenas que incurrían en el pillaje sobre la población rural. Los habitantes de estos territorios, que eran frecuentemente asaltados por estos grupos, pedían a gritos una solución.
Ana Frega presenta datos muy interesantes acerca de la actitud negociadora y hasta conciliadora de Fructuoso Rivera con la parcialidad Charrúa que se negaba a mantener el buen convivir con unas familias asentadas en los territorios enclavados entre el río Negro y el río Queguay. Esta parcialidad había sido ya considerada como un problema por parte de Félix de Azara, especialmente por la inseguridad que producían. Pero Rivera evitó por mucho tiempo un desenlace violento y buscó en repetidas instancias una salida negociadora y hasta conciliadora con ellos.
“Rivera proponía en ese informe, entonces, la organización en esa zona (entre los ríos Queguay y Negro) de una “fuerza competente” sostenida por el vecindario, a cuyo frente estuviera ‘un jefe valiente pero filántropo, activo, pero no temerario’ para proceder luego a intimar ‘al Charrua’ a ‘cultivar los mismos campos que ahora destruye’, proveyéndolo de útiles de labranza y ‘algun ganado para subsistir’, nombrando un jefe encargado del orden y los progresos de la colonia, dejando ‘á eleccion del Charrua, todo lo q.e salga de aquella línea’. Por un lado, Rivera apelaba a la legitimidad de la ocupación indígena –’son restos preciosos por su oriundez’– que, aún con limitaciones, podía encontrar respaldo en los teóricos del Derecho Natural y de Gentes” (Ana Frega, Conflictos sociales y guerras de independencia en la Provincia Cisplatina/Oriental, 1820-1830. Enfrentamientos étnicos: de la alianza al exterminio, p. 14).
Es interesante observar cómo frente al problema provocado por estos charrúas que se dedicaban al pillaje, Rivera mantiene una actitud medida, destacando su preciosa oriundez. Y es claro su deseo de inclusión de estos indígenas dentro de ciertos parámetros a la campaña uruguaya. Además es llamativa esta actitud para la época ya que lo común era hacer reducciones.
En conclusión, podemos decir que el fenómeno de los matreros fue un problema que tenía muchas aristas ligadas a la situación agraria de nuestros territorios desde los tiempos coloniales que hacían muy difícil para la familia rural asentarse y progresar. A la vez, la literatura ha caracterizado enfáticamente al gaucho como un matrero aunque este no sea su atributo principal, sino que como bien afirma Borges en su poema Los gauchos:
Muchos no habrán oído jamás la palabra gaucho, o la habrán oído como una injuria.
Aprendieron los caminos de las estrellas, los hábitos del aire y del pájaro, las profecías de las nubes del Sur y de la luna con un cerco. Fueron pastores de la hacienda brava, firmes en el caballo del desierto que habían domado esa mañana, enlazadores, marcadores, troperos, capataces, hombres de la partida policial, alguna vez matreros; alguno, el escuchado, fue el payador.
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