“La melodía popular… solo existe verdaderamente en el momento en que se la canta o se la interpreta, y solo vive por la voluntad de su intérprete y de la manera por él deseada… La creación e interpretación aquí se confunden… En una medida que la práctica musical fundada en lo escrito o lo impreso ignora completamente”.
Constantin Brailoiu, “Esbozo de un método de folclore musical”
Al oír nombrar el nombre “Béla Bartók”, la mayoría imagina a ese hombre como un prolífico compositor y pianista húngaro de principios de siglo, sus sonoridades revolucionarias para la época y su estilo tan particular derivado de los llamados “folclores” de las tierras de Europa del este. Y aunque es verdad que su legado vive gracias a la composición, muchos ignoran la verdadera huella que dejó este caballero, siendo uno de los primeros musicólogos de la historia y en especial uno de los primeros que buscó darle una base científica a esa disciplina que estaba en pañales.
La musicología es una ciencia que, aunque puede valerse por sí misma y se puede estudiar la música dentro de los parámetros de esa misma disciplina, suele utilizarse como una ciencia complementaria de la antropología, la sociología, la historia, etc. Dentro del abanico de propósitos que puede tener esta ciencia, tanto sea el de la comprensión de la música antigua o moderna, hoy me quiero concentrar en su utilización más conocida: ser una herramienta del nacionalismo.
Música y patrimonio histórico
Los musicólogos de principios del siglo XIX, y lamentablemente muchos otros que han continuado estas prácticas hasta casi nuestros días, se han concentrado en la recolección de músicas y melodías “populares”, principalmente rurales o campesinas, no con el propósito de resguardar el patrimonio histórico de un país o región, sino de seleccionar, modificar y adecuar estas danzas y canciones para crear una idea de identidad nacional ancestral.
La música es una herramienta que puede convertir un pueblo en una nación, y nuestra identidad sentada en ella es muchas veces apócrifa o tiene un interés muy sesgado por parte de ciertas clases. Una nota histórica que demuestra de una manera escandalosa la intención de reunión entre pueblos es el episodio en el que el poeta uruguayo Acuña de Figueróa obsequió en una reunión con emisarios paraguayos una copia de la letra y la música de la primera versión de nuestro himno nacional, una pieza más bien desconocida compuesta por el italiano Francesco Casale, que hubiese quedado totalmente perdida de no ser que el pueblo paraguayo adoptó esa música para que fuera su actual himno nacional. Es verdad que hoy en día nosotros tenemos un himno distinto, pero las intenciones de que dos países vecinos compartan la música de su himno puede tomarse como una búsqueda de unir a estos dos pueblos a partir de la música.
Bartók y aquello que llaman folclore
La gran mayoría de lo que nosotros llamamos folclore es en sí música que era ejecutada por gente del campo antes de la primera mitad del siglo XX. Pero esta tesis, de solo llamar folclórico a lo que componía la parte más vieja de nuestra población en los lugares más alejados, no parece un criterio epistemológico con demasiado sentido, aunque es la idea de folclore que acuña de alguna manera Béla Bartók.
Este músico entiende que puede encontrar el alma o la esencia de un pueblo en base a su música, siempre y cuando esta no esté “contaminada” por agentes externos. Los parámetros de recolección de muestra musicológicas que plantea son peculiares, pero a la vez son la razón por la que tenemos muchos documentos fonográficos y transcripciones de músicas que quizás hubieran sido imposibles de conservar. Cuando Bartók llegaba a un pueblo, buscaba principalmente a las personas mayores y descartaba de estas a los que sirvieron como soldados en la guerra, trabajaron fuera del pueblo, eran inmigrantes etc. con tal de encontrar la identidad más “prístina” de una música folclórica. Además de esto, él entendía que la música era en muchos casos un acto ritual, con canciones que solo podían ser cantadas en ciertas épocas del año o junto a determinados sucesos, uno no podía caer a un bautizo pidiendo que le cantaran o ejecutaran una canción fúnebre, o ir en invierno pretendiendo que cantaran canciones de cosecha. Este tipo de limitantes, junto a que Béla grababa y transcribía con lujo de detalle, y sin modificaciones para hacer “más agradable” esta música a los habitantes de las ciudades, significaba que el relevamiento de material era un proceso muy lento y tedioso, acompañado por una gran falta de recursos económicos. Debemos recordar que, aunque estuviéramos recién saliendo del romanticismo, la idea de la música campesina “pura” no era del todo agradable para los mecenas que buscaran financiar estas expediciones, ni mucho menos sin modificaciones para hacer de estas piezas objetos de orgullo nacional para el Estado.
Bártok encontró fantásticas conclusiones con sus estudios, tanto para la musicología como ciencia complementaria –donde encontró posibles rutas migratorias de pueblos distantes en base a leves modificaciones en la forma de componer o interpretar– como para la disciplina musical en sí, encontrando patrones y dejando un legado que generó un nuevo interés por la musicología y la conservación de la música. Sin un Béla Bartók no hubiese existido ni un Lauro Ayestaran ni un Carlos Vega, y posiblemente sin ellos gran parte de nuestro folclore rural nunca se hubiese documentado de la forma en la que hoy lo encontramos en los libros y el archivo “Lauro Ayestarán”. Quizás nuestra idea de milonga, chotis o cielito sería tan solo una sombra evolucionaria de esos géneros.
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