Mario Vargas Llosa en su lúcido y profundo último libro, Medio siglo con Borges, en el que abordaba su relación con el gran escritor argentino, a través de los años, signada por la admiración al punto que afirma: “siempre leí a Borges no sólo con la exaltación que despierta un gran escritor; también, con una indefinible nostalgia y la sensación de que algo de que aquel deslumbrante universo salido de su imaginación y de su prosa me estará siempre negado, por más que tanto lo admite y goce con él”, agregando: “el puñado de libros que escribió, libros siempre breves, perfectos como un anillo, donde uno tiene la impresión que nada falta ni sobra, han tenido y tiene una enorme influencia entre quienes escriben en español”.
En el plano exegético, Vargas Llosa alude al estilo borgeano conciso, breve, significante, que le ha dado al español y a la escritura en español un sesgo conceptual y preciso, en el que las metáforas y los adjetivos están al servicio de lo conceptual. Ya Borges en El lenguaje de Buenos Aires aludía a una que conceptuaba falsa riquezas del español, pródigo en sinónimos y giros idiomáticos y, en comparación, por ejemplo con el inglés, con cierta carencia de conceptos. Por ejemplo, decía Borges, que en inglés hay palabras concretas para designar los distintos estados del mar o de los bosques o de la nieve, que no se dan en el español. Con su prosa luminosa el gran argentino, candidato de Pablo Neruda al premio Nobel que le fue sistemáticamente birlado, logra esa riqueza conceptual, esa exaltación del significado, y se vuelve un referente ineludible, como asevera Vargas Llosa, para todos los escritores en español.
En la última obra de Vargas Llosa premencionada, editada en julio del corriente año, el peruano alude a un punto poco transitado en la crítica literaria platense, que es el de las relaciones esenciales entre Borges y el gran creador y el lobo estepario de las letras uruguayas, Juan Carlos Onetti.
El mundo borgeano y el mundo onettiano
Comienza por enumerar las diferencias, que son ostensibles, entre ambos escritores. En tanto Borges es un prestidigitador de la erudición, la profundidad, las citas literarias, Onetti representa el mundo real, con celestinos como Larsen, o solitarios escépticos como Eladio Linacero, en El Pozo (1939) y trabaja con la masa viva de lo cotidiano, lo vulgar, a veces lo sórdido y lúgubre, creando un mundo que refleja al indiferente moral que surge en las grandes urbes del Río de la Plata y a un tipo humano, el perdedor, al que reivindica en su grandeza estético-literaria.
Aparentemente el mundo borgeano y el mundo onettiano son compartimentos estancos. El estilo de Onetti, laberíntico, tortuoso, es el reverso de la luminosidad inteligente del estilo borgeano. Por otra parte, la exaltación del orillero, que hace Borges, y tiene su culminación estética en Hombre de esquina rosada, es muy diferente al Larsen de Juntacadáveres que soñaba con “el prostíbulo perfecto”.
Es de consignar que los dos grandes de la literatura rioplatense, a instancias de Emir Rodríguez Monegal, se reunieron en una cervecería de la calle Florida en Buenos Aires y Onetti, lúgubre y hosco, le pregunta a Borges, a boca de jarro, y a Rodríguez Monegal, “qué le ven ustedes a Henry James”, uno de los autores predilectos del autor de Historia de la eternidad. La entrevista terminó ahí, con un mutuo desencuentro.
Como se va viendo, los separaba el estilo, la temática, las preferencias, aunque se debe subrayar que fue en las vidrieras de Sur, la revista de Victoria Ocampo, señoreada por Borges, que Onetti conoció a su maestro William Faulkner, y que Onetti era, en esa época, en que trabajaba como periodista de Reuters en Buenos Aires, asiduo lector de la revista.
Hasta acá contrastan vivamente las eruditas, precisas, con algo de ironía, lucubraciones fantásticas del universo borgeano con el escepticismo, la penuria existencial y el manejo de la materia viva humana, en su complejidad, en sus modos, y en sus simas que propone Onetti.
Dialéctica realidad-ficción
Aparentemente nada los unía y todo los separaba; empero, el genio de Vargas Llosa logra, desembarazándose de lo circunstancial, la conexión creativa, la dialéctica realidad-ficción, que informa, la creación literaria de ambos autores. Así, enfatiza Vargas Llosa, que en la creación borgeana de la década del 40 Borges escribe Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, narrando la secreta conspiración de un grupo de eruditos para inventar un mundo e interpolarlo secretamente en la realidad, como hace Brausen con Santa María, y Las ruinas circulares fantasean el descubrimiento que realiza un mago, empeñado también en una empresa parecida “inventar un hombre y contrabandearlo en un mundo real, de que la realidad que él creía objetiva es también ficción, un sueño de otro mago, creador como él mismo”.
Hemos visto la ficción modificando la realidad en Borges y qué otra cosa se observa en La vida Breve de Onetti, donde Brausen el narrador, hastiado de la realidad, huye con sus personajes a la mítica Santa María onettiana, donde se le erige un monumento como fundador de la ciudad, y luego vuelve a Buenos Aires, con personajes de la ficción, introduciéndose nuevamente en la realidad.
En ese juego, en esa dialéctica realidad-ficción, advierte Vargas Llosa, la unidad esencial de ambos escritores. Se trata, en rigor, de una fuga a la ficción que en Borges es erudita y libresca, y en Onetti viva, material, expresión del aquí y ahora de los personajes.
La Santa María onettiana y el Tlön borgeano coinciden, esencialmente, dice Vargas Llosa, en el tratamiento de la dialéctica realidad-ficción, y es mérito del peruano haber descubierto, con fino sentido crítico, una coincidencia esencial entre el gran argentino y el no menos grande creador de Santa María y de una obra singular, única, que abreva en Faulkner y Céline, pero muestra un tipo humano esencialmente rioplatense y visceral.
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