Visitamos Catar entre el 24 y el 30 de agosto de 2019, fecha que recordamos bien porque todavía vivíamos en la era prepandemia; pero también porque se trató de una de las experiencias de viaje que calan hondo, de esas que obligan a pensar y a replantearse muchos conceptos. Asistir a un desierto de arena rodeado de aguas tan azules como cristalinas convertido en menos de 50 años en una jungla de acero, vidrio y cemento como por arte de magia, lleva a sorprendernos primero y a reflexionar después. Y a comparar y analizar lo bueno y lo malo de esta experiencia en el campo económico y social. Y estudiar el proceso de transformación que supuso dejar de lado algunos de los parámetros que hemos abrazado en Occidente. Pero todo en la vida tiene dos caras y, lógicamente, el progreso material conlleva luces y sombras.
Lo bueno será plantear y mostrar las cosas tal como las vimos, lo más objetivamente posible, para que los lectores puedan hacer sus valoraciones personales.
Puesto que este pequeño y sorprendente país construido sobre un desierto de arena será la sede del próximo Campeonato Mundial de Fútbol del año 2022, esta circunstancia será propicia para que todos los ojos y las cámaras estén pendientes de él y se derramen ríos de tinta y de videos. Oportunidad propicia para acercarnos a una realidad totalmente distinta, muy adelantada en algunos aspectos y muy atrasada en otros.
En 2019, cuando decidimos visitar Catar, como escala intermedia en viaje a Teherán, las noticias sobre el próximo campeonato mundial todavía sonaban lejanas en la mentalidad de los uruguayos; aunque, por supuesto, teníamos la esperanza de que los uruguayos participaríamos, lo que afortunadamente sucederá. Pero para los cataríes ya era una realidad que les llevaba años de trabajo. Por entonces ya estaban construyendo no solo estadios deportivos sino barrios enteros, haciéndolos brotar como hongos en terrenos cercanos a la capital. Por entonces estaban construyendo nada menos que dos líneas de metro para unir Doha con los estadios donde se desarrollarían los partidos. Líneas abiertas a fuerza de excavadoras bajo las arenas en recorridos subterráneos y tramos sobre la superficie. Había ya dos estadios casi terminados y otros en construcción rodeados de galerías comerciales y edificios residenciales.
La aerolínea Catar Airlines, que habíamos abordado en Madrid, nos depositó suavemente en el Hamed International AirPort de Doha, la capital del emirato. Un servicio excelente, acorde con el puntaje Nº 1 que había recibido el año anterior entre las compañías aéreas. Moderno como de película, desde la pista despertaba admiración por la limpieza, el orden y el movimiento incesante. El edificio de la recepción se prolongaba en una la hilera interminable de galerías comerciales que exhibían productos de las marcas más famosas y caras del mundo. Detalles interesantes: la gigantesca mascota de color amarillo ubicada en el centro, obra de un afamado artista y los sectores dedicados a la exhibición de obras de arte con detallada explicación del nombre de los artistas. También había un sector destinado para la oración de los fieles musulmanes, con permanente hilera de zapatos ubicados a la entrada.
Desierto y oasis de cemento
Salimos del aeropuerto casi al mediodía, después de un rápido control de inmigración, y abordamos un moderno taxi Mercedes Benz con un equipo de aire acondicionando funcionando al máximo y los vidrios absolutamente cerrados.
Durante el recorrido hasta el hotel, unos 12 kilómetros entre desiertos y barrios residenciales que surgían cada pocas cuadras como oasis de cemento, la curiosidad nos llevaba a mirar por todos lados. El tráfico fluido de lujosos automóviles (Ferrari, Porche, Alfa Romeo, Lamborghini y otras marcas que aparecen en las revistas especializadas en automovilismo) con las ventanas cerradas, nos rodeaban por todos lados.
El taxista en perfecto inglés comentó que estábamos en el mes de agosto, que en los veranos la temperatura puede llegar hasta los 50 grados en algunos días. Y lo que es totalmente inusual para nuestra experiencia, las noches también son cálidas. Ante nuestra pregunta, ya que el taxista no tenía rasgos semitas, nos comentó que era oriundo de las Filipinas, al igual que la mayoría de los taxistas. Y que la mayoría de los trabajadores venían de las islas, gente muy cordial y amable. Pero eso será tema de otro artículo.
Al principio nos sorprendió que hubiera más vehículos en las calles que transeúntes en las veredas. Las pocas paradas de los ómnibus tenían techos generosos y suponemos que más cerrada pudiera tener aire acondicionado. El trayecto hasta el hotel nos permitió asistir a un panorama de contrastes: de un lado terrenos baldíos y del otro edificios modernos, muchos terminados y otros en construcción. Y poco más allá una o varias plumas que presagiaban la construcción de nuevos rascacielos. Pensamos que semejante lugar debe ser un paraíso para los arquitectos, porque parecen tener amplia libertad para sus diseños. Y que se valora la creatividad a la par que no se deben escatimar los costos para que cada edificio tenga algún elemento que lo distinga y jerarquice.
Después nos enteramos que el horario de trabajo empieza al amanecer, conforme a la salida del sol. Las horas del mediodía son para pasarlas bajo el resguardo de la sombra y al descanso. Con lo que el hombre sigue el ritmo de la naturaleza porque a la caída del sol se abren las puertas de los hormigueros y la gente empieza a salir de sus trabajos o de sus casas. El aire se vuelve más respirable y las calles se pueblan de voces de gente joven y bulliciosa. Los cafés, dentro de los hoteles o frente a los centros comerciales, se llenan de clientela mientras los aires acondicionados funcionan al mango.
La mayor parte de las personas viste a la usanza occidental porque la mayoría es extranjera, como luego veremos. Cada tanto se ve algún catarí vestido con sus vestimentas típicas, que luego nos enteramos son apropiadas para defenderse de las altas temperaturas del desierto; nos explicaron que las largas túnicas ayudan a mantener el cuerpo protegido de los grandes calores.
“Mil y una noches”
La llegada al hotel estuvo acorde con lo visto. El hermoso edificio, a menos de dos cuadras del mar, estaba rodeado por un parque con césped y pequeñas fuentes de agua cristalina. Un portero lujosamente uniformado abrió la puerta y ofreció llevarnos el equipaje hasta la recepción, todo con una sonrisa y el mejor gesto de bienvenida. Por todos lados buena onda para atender a la gente, con sonrisa permanente, como pegada en los labios.
La primera noche, luego de sentirnos como de las “Mil y una noches” al recoger el interior del hotel, sus tiendas, sus piscinas, sus restaurantes (desde fuera), nos encerramos en la habitación para leer prospectos y guías turísticas a fin de entender un poco más la historia de este increíble y pequeño país, conocer su forma de vida y las costumbres de la gente, y para averiguar sobre su realidad socioeconómica, temas sobre los que hablaremos en una próxima nota.
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