El escritor inglés Hilaire Belloc (1870-1953) solía usar en sus trabajos, para contextualizar determinados acontecimientos históricos, que se habían producido «durante la vida de un hombre: setenta años». No todos vivían setenta años, sin ir más lejos él vivió ochenta y tres. Pero el historiador parece indicar esas siete décadas como un plazo razonable.
Si viviera actualmente, tal vez, aumentaría la cifra a cien. Puede parecer un exceso, pero, ¿quién no sabe de alguna dama que haya cumplido cien años o esté por cumplirlos? Mientras el sufrido pelotón masculino pedalea detrás, para gran desespero de los economistas, esto se ha convertido en una posibilidad real.
En casa de mi abuela había una caja de madera adosada a la pared con una bocina y una manija para comunicarse con la telefonista. Desde esa, mi –cada vez más lejana– niñez, hasta hoy, muchas cosas han cambiado.
¿Qué ocurría en el Uruguay de hace cien años?
Se inauguraba el monumento a Artigas en la Plaza Independencia. Curtidores de Hongos ganaba el premio de ese año en la categoría murgas. Aparecía también la Troupe Ateniense.
El cantante Víctor Damiani (1893-1962), amigo y maestro de Gardel, era el referente de la lírica nacional.
Juan Antonio Borges, fundador de Charrúa Films,realizaba el primer largometraje de ficción nacional: Almas de la costa, utilizando actores no profesionales.
El 28 de abril un pescador encontró una mujer degollada en la Rambla Wilson. El 1º de mayo un enfrentamiento entre manifestantes y la policía se salda con la muerte de un sargento de la Guardia Republicana.
Está también esa especie de temporal bíblico que barrió con el Bajo y la terraza del Hotel Pocitos. La Fox Film Corporation del Uruguay recomendaba su cinta El Conde de Montecristo: «Vedlo, que os gustará. Exhibidlo, que ganaréis dinero». Uruguay lograba el Sudamericano de Fútbol, prefigurando el éxito olímpico del 24. En diciembre, Pedro Figari (1861-1938), radicado en Buenos Aires, exponía sus obras en la parisina Galería Druet.
Como el caballo de Atila
Y todos estos hechos, inconexos en su enumeración, se daban en el marco de los llamados «Locos años 20», con la «irrupción de la mujer». Es curioso el uso que se le da a esta palabra. Irrumpir es «entrar violentamente en un lugar» (RAE dixit). Suena a derribo de puerta con ariete. Ya hablar de «la mujer» resulta un tanto excesivo.
¿Qué mujer? Mi abuela no se vestía como hombre, ni fumaba, ni esnifaba cocaína, ni era bisexual. De profesión «labores», edificaba su casa como la mujer sabia del Proverbio, criaba sus cuatro hijos y se ocupaba de su marido. Nunca supo de las fiestas que daba en París la pintora Tamara de Lempricka (1898-1980) donde los invitados eran atendidos por sirvientes desnudos. Ni de los amores entre Frida Khalo (1907-1954) y la también pintora Georgia O’Keefe (1887-1986). Ni del presunto lesbianismo de Greta Garbo (1905-1990), Marlene Dietrich (1901-1992) o Dolores del Río (1905-1983).
Eran los años del sombrero tipo cloche, una campana de fieltro calada hasta las cejas, que de ninguna manera denotaba en su usuaria costumbres non sanctas. Independientemente de la portadora, el cloche formaba parte del equipaje femenino de la época. Distinto era si la dama en cuestión agregaba el corte a la garçonne, reducía la falda para maquillarse las rodillas, fumaba en público y, entre otras cosas, consumía alcohol y drogas. Las estrellas de cine surgieron como modelos a imitar.
Las garçonne, al igual que los niños, venían de París, mientras que los Estados Unidos producían las flappers. Se trataba de dos prototipos similares en sus actitudes transgresoras, pero con algunas diferencias.
Las unas y las otras
La palabra y la imagen de una flapper en los Estados Unidos provenía de la difundida película de Olive Thomas de 1920, The Flapper. La película relata la historia, un tanto inconsistente, de Genevieve, una atolondrada jovencita apresurada por insertarse en el mundo de los adultos. Este no es precisamente el de Orange Springs, en Florida, donde vive con su padre el senador King y donde hasta una inocente salida no autorizada a tomar una soda con un joven cadete de la escuela militar era tan mal vista que promueve que su padre la destine tan lejos como puede ser un colegio de señoritas cerca de Nueva York.
A su retorno a la casa paterna, después de algunas imprudencias, felizmente sin consecuencias, viene ataviada como una dama mundana. Acusada de un robo que no había cometido, pese a portar las joyas en cuestión, pronto todo se resuelve. Los ladrones a la cárcel y ella, ahora con indumento adecuado, obtiene la bendición paterna para tomar soda con su joven galán. Thomas no pudo disfrutar de su éxito mucho tiempo: murió en septiembre del mismo año del estreno.
Las garçonnes, en cambio, se vestían con atuendos masculinos, en los que no faltaban el monóculo («insolente», dirá Gardel), la boquilla y el bastón. Solían usar perfumes de hombre. La idea era que pretendían ser tratadas en pie de igualdad. También impulsaron la cultura lésbica.
Por esa época el escritor francés Victor Margueritte (1866-1942) había producido su novela La garçonne, cuya traducción publicó el periódico comunista Justicia desde febrero a abril de 1923. Al mismo tiempo, el diputado Celestino Mibelli, director del periódico, lanzó una campaña que tituló Las Machonas de Montevideo. Su intención era denunciar la alta sociedad montevideana como corrompida por esas prácticas inmorales, a las que solo podría ponerse coto implantando un sistema comunista.
¡Araca París!
Existía un sector adinerado que sí sabía de las fiestas parisienses, que consumía champán al desayuno y paladeaba los «paraísos artificiales». Que tenía sus garçonnieres y una filosofía que resume bien el texto de Juan Andrés Caruso que Gardel se ocupara de popularizar en La Garçonniere: Vengan todos a oír esta milonga, / La milonga de nuestra juventud, / Vengan todos muchachos, que yo invito / Y diviértanse pues, a mi salud. / Beban mucho, no importa que se gaste, / Tengo plata y la quiero derrochar / Que la vida es corta y es preciso / Alegrarla con tangos y champán.
Hoy resulta totalmente ajena la palabra garçonniere. Es el afrancesamiento de esos años, en que la antigua Lutèce era la capital de Europa y el sueño de todo aquel que quisiera ser «alguien». Aunque más de alguno terminara «anclao en París» mirando la nieve desde la ventana al Boulevard, o simplemente se quedara en un reto, como Roberto de las Carreras que amenazó a Venus Cavalieri con seguir la ruta de sus convexidades.
En ese contexto, el sueño de la garçonniere estaba fuertemente arraigado en el imaginario masculino, aunque fuera «de lata» como la que describe el tango Viejo Rincón. Mucho más elaborado, claro está, en la versión de Rubén: Era en un amable nido de soltero, / de risas y versos, de placer sonoro / era un inspirado cada caballero, / de sueños azules y vino de oro.
Estos amables nidos de soltero, también los eran de soltera y… de casada, como se ocupa de denunciar Celestino Mibelli en sus crónicas en el diario Justicia. No está demasiado claro qué fuentes manejaba el diputado comunista para desarrollar sus historias… De ahí, a afirmar que ese estilo de vida se extendiera a toda la comunidad, hay un abismo.
Con el diario de cien años después, ¿qué ha cambiado en nuestra sociedad, además del teléfono? Y me salta como un lobo a la garganta la frase de Borges: «No cambian nuestra esencia los años…». Lástima que agregue, «…si es que alguna tenemos».
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