Tito, era un botija de mi barrio que reunía todas las características de “compadrito”, como se entiende ese término en el Río de la Plata, desde la época del mil novecientos. Era altivo, fanfarrón, engreído, presuntuoso, pendenciero y para completar la lista no entraba en la categoría de talla media, era un muchacho bajito y en el barrio se lo conocía como “el petizo Tito”.
Esa fea manía de catalogar a la gente por sus características físicas u origen, en la barriada no existía ningún pudor por evitarla, por el contrario, era más que exagerado, por ahí andaban: “el cepillo” que tenía cejas enormes, que era el gran aliado de “Tito” en cualquier pillería y andaban en la vuelta “el Vasco”, siempre porfiado, “el Topo”, muy miope y de lentes enormes, “el Pato”, que tenía cierta dificultad para caminar y hacer las cosas medianamente bien.
A la hora de la tarde, generalmente cuando los vecinos pretendían dormir una siesta, toda la barra tenía como costumbre jugar partidos de fútbol en la calle, cosa que enfurecía al vecino del que nadie sabía el nombre y sólo se lo conocía por el mote de “El Judío”.
Era la época en que para elegir compañero de juego se hacía “la pisadita” y el que ganaba tenía cierta ventaja porque podía elegir al más habilidoso en primer lugar.
Hubo una época en que todos jugábamos felices, pero el Vasco no se sentía muy a gusto con jugar siempre al fútbol, no era muy hábil y quería jugar a otra cosa, y propuso jugar contra el portón de una fábrica, al frontón, tratando de emular el juego de “pelota vasca”.
A Tito y el Cepillo no les gustó nada, ni la propuesta, ni el juego, porque por el tamaño de brazos y cuerpos el Vasco les sacaba una enorme ventaja. Aburrido el Vasco se fue para la casa masticando bronca, no sin antes decirle que ante tamaño desprecio no iba a jugar más con ellos.
Ante esta situación la barra de amigos decidió jugar su partido entre ellos, estrechando fuertemente el vínculo entre sí y mientras tanto el Vasco juntaba cada vez más indignación.
Al dejar de jugar partidos a la hora de la siesta, el Vasco fue ganándose el cariño de los vecinos, que como no lo veían con los improvisados futbolistas “siesteros” y además había empezado a trabajar en el puesto de frutas y verduras, su status de buen muchacho estaba cotizando alto.
Esta situación trajo los celos de la barra, se sintieron traicionados, abandonados y tamaña ingratitud imponía una venganza de proporciones épicas y ejemplarizante.
Tito, el petizo, estaba dispuesto a enfrentar al Vasco sin ningún temor, pero el Cepillo, más hábil y con muchas influencias en la cuadra, tenía para el Vasco, una venganza que lindaba para los códigos barriales, con la humillación pública.
La primera parte del plan radicaba en no decir una palabra en contra del Vasco y de a poco ganarse nuevamente su confianza, cuando esto se lograra lo invitarían a jugar un partido de fútbol -como cuando eran chicos- para limar asperezas y luego un partido de frontón, como siempre aspiró el Vasco.
El Pato y el Topo fueron los encargados de publicitar entre los demás muchachos de la zona la actividad programada, hasta cambiaron el horario para después de la siesta, así evitaban problemas vecinales y tendrían más disponibilidad de jugadores y público.
Y llegó el gran día, con pelota colorada en la mitad de la calle, Tito el petizo y el Vasco, harían “la pisadita” para elegir los jugadores, a tres metros de distancia empezaron a caminar uno frente a otro, taco y punta, lentamente, el Vasco ya tenía en su cabeza claramente definido a quién elegir.
Pero ganó Tito el petizo y en el momento de elegir, le espetó en la cara y con una sonrisa socarrona.¡Contigo no hay partido, acá se termina todo!
-¿Por qué? -Preguntó el sorprendido y decepcionado Vasco-.
-Porque el dueño de la pelota, ahora soy yo. -le dijo Tito, con aire desafiante y sacando pecho
-No hay caso, “compadre como todo petizo”- dijo el Vasco y se fue a la frutería.
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