Quien se disponga a leer la Constitución de la República, sin una formación jurídica, tendrá dudas en la interpretación de muchos artículos. No obstante, hay conceptos que son de fácil comprensión. Por ejemplo: la Carta menciona nueve veces la palabra «moral».
Una de las limitaciones que se pone al inmigrante es la posesión de defectos morales. El Estado se obliga a: velar por la estabilidad moral de la familia, proteger a niños y jóvenes contra el abandono moral de sus padres o tutores, procurar el perfeccionamiento moral de los habitantes, proteger tanto la conciencia como la higiene moral de los trabajadores dependientes, la formación moral de los estudiantes, controlar la moralidad en los establecimientos de enseñanza privada y el ejercicio de actividades moralmente deshonrosas motivará la suspensión de la ciudadanía.
Pero el lector se encontrará con otro problema: ¿de qué moral estamos hablando? Según dicen, los esquimales, son tan hospitalarios que llegan a ofrecer a su mujer a los visitantes. En su contexto cultural se considera como una fina atención. En nuestra concepción judeo-cristiana no suele bien verse tanta cordialidad.
La Carta de 1917 creó un estado laico, pero no cambió los valores morales. Aunque privado de su origen religioso, lo que parecía bien o mal siguió pareciéndolo para la mayoría de la gente.
Son esos mismos valores los que se establecen a texto expreso en la Constitución de 1934.
El Manual de Carreño
Más allá de las normas jurídicas, la práctica social es regulada por normas morales y usos sociales, muchas veces recogidas en manuales. El venezolano Manuel Antonio Carreño (1812-1874) fue pedagogo, músico, traductor, político (ministro de RR. EE.), diplomático y escritor. A mediados del siglo XIX produjo su Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, que se convirtió en guía de la conducta hispanoamericana a través de sus múltiples reediciones y adaptaciones.
Como nunca llueve a gusto de todos, el texto de Carreño no ha estado exento de críticas. Desde su propósito catequístico hasta «el carácter organizador, seleccionador y discriminante de su discurso» son intenciones que la estadounidense Ma. Fernanda Lander denuncia ciento sesenta años después. Según ella, Carreño se propuso «crear un sentido de la diferencia que protegiera a la minoría acomodada en su sitial privilegiado».
«¿Cuál es la ley humana, cuál el principio, cuál la regla que encamine a los hombres al bien y los aparte del mal, que no tenga su origen en los Mandamientos de Dios?», se pregunta Carreño al iniciar su trabajo, bajo el título de Deberes morales. La autora yanqui deduce, ligeramente, que entonces el incumplimiento de las reglas de urbanidad es pecado.
Los apologistas, como la escritora mexicana Gretel García Davids, recuerdan que: «los buenos modales varían en su forma, pero no en su esencia: el respeto por las personas».
Admitamos que don Manuel se excede en el uso de términos como «repugnante», «incivilizado»,
«asqueroso», para calificar comportamientos.
Pero dejemos que Carreño se defienda solo.
Repugnante, asqueroso, incivil
El que se afeita debe hacerlo, si es posible, diariamente. Nada más repugnante que esa sombra que da a la fisonomía una barba renaciente.
Son actos asquerosos e inciviles eructar, limpiarse los labios con las manos después de haber escupido y, sobre todo, el mismo acto de escupir. No use los dedos para limpiarse las narices. ¡Cuánta no será la mortificación de aquellos que se ven después en el caso de darle la mano! En el caso de dar la mano, hemos de tenerla perfectamente aseada.
Es repugnante vaciar los líquidos calientes que se sirven en tazas, en el plato que las acompaña, para conseguir que bajen más pronto de calor y beberlos con el mismo plato.
Silbar jugando ajedrez es grave; incivilidad al arrojar aliento sobre el contendor.
No se deben aplicar jamás los labios al borde de la jarra de agua para beber. Siempre debe servirse en un vaso.
Es incivil fumar en una pieza cerrada o dentro de un coche.
Es incivil y grosero acercarse a las ventanas de una casa para mirar hacia adentro.
Son actos inciviles y groseros conversar o hacer ruido en medio de un espectáculo, llamar la atención de las personas inmediatas para pedirles o hacerles explicaciones relativas al acto que presencian, reír a carcajadas en los pasajes chistosos de una pieza dramática, prorrumpir en exclamaciones bulliciosas en medio del silencio general, y romper en aplausos inoportunos, o prolongar los oportunos hasta molestar a los concurrentes.
Es incivil interrumpir a la persona que está hablando.
Caballeros
Es incivil e indigno de un hombre de buenos principios, mezclarse entre las señoras al salir del templo, hasta el punto de estar en contacto con sus vestidos.
Los jóvenes de fina educación no se encuentran jamás en esas filas de hombres que, en las puertas de las iglesias, suelen formar una calle angosta por donde fuerzan a salir a las señoras para mirarlas de cerca.
Los caballeros deben poner un especial esmero en atender y servir a las señoras y en hacerles agradables todos los momentos que pasen en su compañía, adhiriéndose de muy buena voluntad a todos sus deseos, sus gustos y aun sus caprichos. Es incivil y ajeno de la fina galantería que los caballeros, como suele verse, se separen de las señoras con el objeto de entregarse al juego de naipes.
Los saludos desdeñosos, los que apenas pueden ser percibidos, y aquellos en que se muestra cierto aire de protección, son exclusivamente propios de gentes inciviles.
Es incivil usar palabras, alusiones o anécdotas que puedan inspirar asco a los demás, y de hacer relaciones de enfermedades o curaciones poco aseadas. La referencia a purgantes y vomitivos, y a sus efectos, está severamente prohibida en sociedad entre personas cultas.
Cuidemos de no emplear jamás palabras que la buena sociedad tiene proscritas, como caramba, diablo, demonio y otras semejantes.
Si dos personas toman simultáneamente la palabra, el caballero la cederá siempre a la señora.
Las señoras deben abstenerse de abusar de las contemplaciones debidas a su sexo.
Y un último consejo: «evitemos incurrir en la vulgaridad de deprimir las cosas del tiempo presente, considerándolas siempre inferiores a las de los tiempos pasados».
A la luz actual, el aserto parece al menos dudoso. Un repaso al viejo Manual de Carreño, no vendría mal…
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