Fue un sábado de junio, frío, lluvioso y gris. Los árboles apenas cubiertos por algunas hojas pudibundas, agitaban ramas esperpénticas contra un telón de cielo plomizo. Miraba desde mi ventana que da al bulevar, cuando apareció un ser enclenque arrastrando un carrito de feria lleno de las cosas más variopintas: bolsas, trozos de cartón, restos de un paraguas. La criatura, tocada con un gorro de lana que alguna vez fue blanco, dando saltitos de gorrión enfiló hacia el banco de concreto y se dejó caer aliviada, sobre la superficie rezumante.
Otro más, pensé, esta plaza en una de las zonas más caras de la ciudad, termina siendo parada obligatoria de cuanto vagabundo circula por esas calles de Dios. En ese momento noté que el hombre estaba descalzo. La lluvia menguaba y algunas personas que se aventuraban a salir pasaban al lado del hombre sin mirarlo siquiera. Ese señor de la gabardina aceitunada con su niña de la mano. Sería su hija o tal vez su nieta. Aquellos dos chicos con sus paraguas coloridos. La mujer que entra y sale del almacén. Sentí vergüenza de la especie humana. Recordé las palabras evangélicas: hacemos por Cristo lo que por nuestros hermanos más pequeños. Y éste era sin duda uno de ellos. No es frecuente ver indigentes sin zapatos. Yo tenía un par de zapatillas deportivas en buen estado que le servirían.
Debía solamente vestirme, porque no hacía mucho que me había levantado de la siesta y estaba en pijama preparando un pollo al horno. El hombre sacó de su bolsillo lo que me pareció un trozo de pan y comenzó a atacarlo de costado, como si en vez de dientes tuviera pico, lo que se adecuaba a sus movimientos de pájaro. Ahora, se balanceaba en el asiento mientras comía, como un mono. Fui a la cocina y volví también yo con un trozo de pan que comencé a comer descalzo sobre la mullida alfombra. Me sentí su hermano, comprendí la soledad de su dolor y su miseria. También debería darle un par de medias… De pronto, el ser fijó su atención en el dedo gordo de su pie derecho. Algo había allí que le molestaba y emprendió un minucioso trabajo de hurgamiento. No se puede ver con claridad desde un sexto piso, pero algo encontró entre sus dedos renegridos, que procedió a extirpar, para luego continuar picoteando su alimento.
Fue ahí que noté sus pies desmesurados. Tan grandes que seguramente mis zapatos no le servirían. Además, aunque le llevara medias y zapatos primero debía secarse los pies, lo que supone una toalla. Yo debería secar esos pies como el sacerdote lo hace en la misa, como Jesús a los discípulos. Claro que los feligreses que actúan como discípulos son escogidos y este vagabundo seguramente alguna enfermedad tendría que tener. Por otra parte, tiene que estar mal de la cabeza para andar descalzo. ¿Cómo yo podía estar seguro de que este demente no me iba a agredir si me negaba a secarle los pies? Y después tendría que tirar la toalla. Por otra parte, mi mujer estaba durmiendo y si la despertaba en busca de los zapatos y todo el resto, se pondría furiosa.
Fui nuevamente a la cocina a vituallarme. Demoré más de lo necesario. Tal vez se haya ido pensé de regreso a mi observatorio, pero allí estaba. Terminado su almuerzo, se había dormido. Se va a caer del asiento, se va a lastimar, y ahí, además de todo, todavía iba a tener que curarlo. Mientras no se mate y después tenga que ir yo a declarar a la Comisaría.
Volví a la cocina, desasosegado. Estos individuos deberían estar en un manicomio, no se los puede largar por ahí a amargarle la vida a la gente. Con los nervios me había comido un pan flauta entero y yo no puedo comer mucho pan porque me hincho. Es increíble, las preocupaciones que me había traído aquel desgraciado y todo por compadecerme de él. Si yo fuera como esos otros que pasan a su lado como si no existiera no estaría sufriendo esta situación. Otro viaje a la cocina. Alcancé a ver el sucio gorro desapareciendo de mi campo visual. Corrí hacia la otra ventana. El ser escuálido caminaba por el eje de la calzada inmune a bocinas y patinazos, bajo la lluvia, cantando. No podía creerlo. Esa maldita escoria descalza cantaba a voz en cuello arrastrando su carro de alambre. Entonces lo odié.
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