La pucha que el tiempo pasa volando.
Ya ha pasado un año de que La Mañana volvió a las canchas.
Andaba yo por campos de Treinta y tres, de cantarola, cuando a Hugo Manini se le ocurrió que mis escritos podían ser parte del proyecto.
Y me lo planteó de entrada en su casa -convencido él más que yo- después de comer un espectacular asado y disfrutar de unos ricos pastelitos.
Cuando se hizo el relanzamiento del semanario en la Criolla del Prado, allí estaba yo, como siempre, guitarra pronta y garguero medio estropeado por el frío, cosa que fuimos acomodando con un vino tinto.
Lejos estábamos de imaginar lo que se vendría después.
Aquel día, todo abrazos, sonrisas, expectativas y esperanza por un cambio posible y que se dio gracias a qué, cada uno, desde su lugar, aportó su grano de arena para que así sucediera, hoy nos encuentra inmersos en la nueva normalidad
El aniversario nos tiene hoy en cuarentena y distanciados físicamente, no emocionalmente, porque a pesar de la distancia corporal no escasea el afecto, ni las ganas de prodigarnos en el esfuerzo para entregarles lo mejor a los efectos de que la lectura sea un disfrute, enriquezca el espíritu y dé una visión y opinión profesional e independiente de la realidad política y social que nos toca vivir.
Para variar, cuando me siento a escribir algo, automáticamente se me viene a la mente algún recuerdo para asociar. Con esto de festejar un aniversario, me trajo a la memoria una fiesta allá en mi pueblo, del “clu” Vanguardia.
La cuestión de conseguir vituallas para una reunión es algo que aún se acostumbra. Todas las madres colaboran con algo sólido -dijera Gutiérrez- y los padres con los líquidos o la mano de obra para asar algún trozo de carne o chorizos.
En esa ocasión la bebida la aportaba doña Chichita, que nos dejaba a precio mayorista, y don Dante aportaba los cárnicos.
La dificultad mayor, recuerdo, se nos presentó para traer la torta.
Los abuelos de Constantino, un botija que jugaba de golero -suplente siempre-, querían colaborar con una torta de importantes dimensiones, con el escudo y el nombre de la gloriosa institución. Vivían por Villa Constitución y traerla a la sede les resultaba muy difícil.
El padre de “el Pachorra” -un pibe vago, mañero, destacado por siempre entrar con tarjeta amarilla y gritar y pegar a todo lo que se movía adentro de la cancha- era un hombre de muy mal humor, que siempre se hacía notar por sus gritos detrás del alambrado. O sea “el Pachorra” era “digno broto de tal rama”.
A este padre lo conocíamos bajo el mote de “el Facha” y se ofreció a traer la torta para tratar de ganar algún punto con la directiva.
Y allá marchó, con su camioneta tipo chanchita, tan maltratada y destartalada que dudábamos de que llegara a destino.
Pero no solo llegó, sino que de pasada trajo los salamines, las morcillas y el queso para picar.
Cuando nos sentamos a la mesa el comentario era:
—¡Qué bien el Facha! ¡Qué solidario que es!
Pero la sorpresa fue a la hora de comer la picadita. Todo tenía sabor a nafta. Papitas, queso, morcillas y salamines tenían sabor a combustible, porque la camioneta expulsaba humo y vapores.
La enorme torta también sufrió de la contaminación provocada por el descuido del conductor.
Los comentarios fueron cambiando del “qué bien el padre del Pachorra”, a un repetido y sonoro “qué mal el Facha”.
Este para variar se puso a gritar, creyendo que con eso asustaba a alguien.
Lo único que consiguió es que se reiterara el comentario:
—¡Qué mal “el facha”! ¡Qué gritón!
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