Ya dijimos que nos encanta celebrar números redondos y este año tenemos uno doble. Los doscientos años del nacimiento de Louis Pasteur y los cien del centro hospitalario que lleva su nombre y que se integra dentro del sistema de Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE).
Hablar del aporte de Pasteur a la Humanidad resulta un tópico al que poco se puede agregar que no sea laudatorio. Universalmente reconocido, premiado, citado, elogiado cualquiera podría decir que tuvo una vida feliz.
Sin embargo, vio morir a cuatro de sus hijos –solo Marie-Louise lo sobrevivió hasta 1934– y sufrió un accidente cardiovascular a los cuarenta y seis años que le paralizó el lado izquierdo. El segundo, en 1895, le causó la muerte.
Tampoco le fue fácil desarrollar su actividad. Se encontró no solo con limitaciones técnicas y con sus propios fracasos, sino con la oposición de distintos y calificados médicos con quienes mantuvo duras polémicas. Su lugar en la historia fue producto de su inteligencia preclara, su fuerza de voluntad y el inestimable apoyo de su señora esposa.
Su legado es fundamentalmente conocido por la vacuna contra la rabia. Además, nos encontramos con el aporte del sabio cada vez que compramos una bolsa de leche… o una botella de vino, aunque esta última no sea tan explícita. Si bien la pasteurización de la leche fue obra de Charles North, la expresión ya le había sido asociada al químico francés. Por lo menos es lo que surge de las páginas de un medio de prensa español. Pasteur, en combinación con el no menos famoso Claude Bernard, «han puesto los vinos, calentándolos a cierto grado, o sea, pasteurizándolos, en disposición de resistir sin avinagrarse la temperatura de algunas latitudes», dice La Época (Madrid) 13/12/1874. Sin duda un logro muy apreciado por los franceses.
Pero los éxitos del sabio francés desde los que se hizo conocer tienen partida en su aporte a la sericultura. Así, el mismo medio señala que sus estudios sobre la enfermedad de los gusanos de seda han dado motivo para demostrar que ciertos organismos microscópicos son causa directa de diversas enfermedades epidémicas o contagiosas. Desde que en 1668 el holandés Van Leeuwenhoek, que era un óptico, logró construir un microscopio que permitió observar un mundo invisible al ojo humano, pasaron algunos años hasta que Pasteur y el médico alemán Robert Heinrich Hermann Koch, encauzaran la Microbiología.
Como en la época no había redes sociales los debates se producían entre especialistas y se ventilaban en diarios y revistas. La discusión era entre heterogenistas y monogenistas. En efecto, ¿de dónde procedían esos millones de millones de extraños seres? ¿Por generación de padres a hijos? ¿Nacían espontáneamente bajo el influjo generador del principio de la vida?
El debate no era solo científico. No había que cavar muy profundo para encontrar el materialismo en la postura heterogenista. Pasteur era monogenista y, además, católico.
En 1884, La Ciencia cristiana –una revista quincenal con cerca de 100 páginas por número publicada en Madrid– dice con satisfacción citando los experimentos de Pasteur: se «ha demostrado, mal que pese a la ciencia materialista contemporánea, la imposibilidad de que se vean coronados por el éxito los esfuerzos con que en Academias y Ateneos se combate contra las verdades de la filosofía no menos que de la religión. Y esto, no obstante, los espíritus científicos, sin que se den cuenta del por qué, sin verlo ni entender cómo esto se verifica, creen en la transformación de la naturaleza inorgánica en la viviente».
La gallina inoculada
El más curioso de sus hallazgos sucedió cuando estudiaba el cólera en las gallinas. La Pasteurella Multocida, como así se denominó a esa minúscula asesina, liquidaba las poblaciones de estas aves causando graves daños económicos a los granjeros. Pasteur cultivaba la bacteria y se las inoculaba a las gallinas. Su idea era obtener una cepa débil para crear un suero inmunizador. Según relata el Dr. Luis Amorós, el hallazgo fue casual. Pasteur se iba de vacaciones e indicó a uno de sus ayudantes que inoculara las aves. El hombre también se fue de vacaciones ya sea física o mentalmente porque no lo hizo hasta un mes más tarde. El cultivo en el momento de la aplicación ya estaba degradado. Cuando Pasteur regresó, el ayudante confesó al maestro su error. Pero las gallinas gozaban de buena salud. De modo que Pasteur las hizo vacunar nuevamente con virus frescos y los animales la soportaron perfectamente. ¿Qué había ocurrido? Las bacterias debilitadas habían despertado una forma atenuada de infección, inmunizando al animal ante la forma virulenta. Pasteur afirmó que las inoculaciones con virus preparados deberían aplicarse en varias dosis.
El doctor en Ciencias y catedrático de Física y Química, Ricardo Becerro de Bengoa, con esa fe en el progreso tan propia de la época escribe que, gracias a Pasteur, se ha comprobado que: «las enfermedades, virulentas son debidas a seres microscópicos, y que será posible algún día librarnos de ellas por medio de inoculaciones preservatrices [sic] o por inyecciones antisépticas» (La Revista Contemporánea setiembre-octubre 1880).
Ciento cuarenta años después, cuando son otras las condiciones del desarrollo científico, un juez de un país sudamericano, en medio de una pandemia mundial, suspendió la aplicación de una vacuna no obligatoria elaborada por un conocido laboratorio internacional. El fallo alcanza a los menores de trece años. La medida buscaba que la Presidencia de la República y el Ministerio de Salud Pública presentaran un «amplio detalle del contenido de las vacunas».
Muerto el perro…
Se acaba la rabia, dice el adagio. Pero el problema es cuando el perro hidrófobo muerde llevado por su propia patología. Pasteur se ocupó del asunto. No le fue fácil. Después de una presentación en la Academia de Medicina francesa en la que fue ovacionado, quiso emplazar su base de operaciones en un pueblo de los alrededores de París. Se trataba de Meudon, una comuna de Isla de Francia aun actualmente famosa por su tranquilidad. El sabio pensaba instalarse allí para continuar sus experimentos con los perros. La prensa española recoge desalentadoras noticias de medios franceses. Los pobladores se niegan a recibir a Pasteur con sus perros. No quieren soportar el ladrido insistente de los animales y más aún, exponerse a que uno de estos canes fugase con el consiguiente daño. El periódico La Discusión agrega cautamente que «parece» que Pasteur ha sido amenazado por algunos de los habitantes del lugar. Por todo esto supone el articulista que deberá buscarse otra locación.
De las experiencias con perros había que pasar a experimentar con humanos. Pero, ¿quién le ponía el cascabel al perro? Una opción era conmutar la pena por cadena perpetua a los condenados a muerte si aceptaban someterse a los experimentos.
De pronto aparece una voluntaria que se ofrece como objeto del ensayo: Mme. Marie-Rose Astié de Valsayre. Esta señora le escribe una carta a Pasteur donde le dice que está dispuesta a hacerle de cochinillo de Indias. Pasteur le agradece y rechaza la oferta por considerarla muy peligrosa. No nos quedó claro si se refería a la experiencia o a la dama, pero esto merece un capítulo aparte.
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