Desde fines del siglo XIX, existieron en Montevideo, diversos cenáculos donde artistas y literatos se reunían, a desafiar entre el humo y el ajenjo, a una ciudad que «bañaba aún en el río su honesta monotonía provinciana». Al decir de Estanislao Rivas «estaba de moda el alcoholismo literario, que Rubén Darío imitó de Verlaine… Había que beber ajenjo, suicidarse lentamente».
En fraterna promiscuidad se agitaban en el café Polo Bamba, anarquistas, marxistas,nietzscheanos. Mientras laTorre de los Panoramasagrupa a los adoradores deJulio Herrera y Reissig, El Consistorio del Gay Saberhace lo propio con los adeptos de Horacio Quiroga. ElPolo Bamba, ubicado en Colonia esquina Ciudadela, subsistió hasta 1915. La Torrese extingue hacia 1907. «El Consistorio se acabó una tarde, de improviso: lo mató el mismo balazo que a Ferrando», dice Zum Felde, aludiendo al fatal accidente en el que Quiroga, dio muerte a su amigo Federico Ferrando.
Muchos de esos revolucionarios terminaron, después de un algún ajuste ideológico, cuando no físico, desempeñando cargos diplomáticos, designados por el gobierno de turno. Así, Armando Vasseur, enviado por Batlle en 1906 como cónsul en San Sebastián (España). Roberto de las Carreras, por la misma época, instó al Presidente a que lo enviara a Europa donde pensaba seducir nada menos que a Lina Cavalieri, a quien D’Annunzio consideraba la mujer más bella del mundo. «¡Yo ceñiré a tu cuello la sierpe del placer afanoso! ¡Yo abismaré tu razón con filtros salomónicos!». Obviamente la Cavalieri no se enteró, de todos modos le hubiera resultado gracioso.
En vez de París, fue destinado a Curitiba, «entre loros, negros y bananas»al decir de Zum Felde. Asignaciónno tan envidiable como la de su rival Álvaro Armando Vasseur con quien Roberto había sostenido una durísima polémica.
También el poeta Ángel Falco disfrutó de su consulado en Europa y en México. Paul Minelly, otro joven ácrata, ahora con su verdadero nombre de Pablo Minelli González y melena recortada, hizo carrera en el servicio exterior.
Quiroga desempeñó cargos consulares. El propio Julio Herrera, en 1907 solicitó su cargo de cónsul, aunque con diferente fortuna, puesto que le fue negado.
Transgresores
En 1904 un hecho de sangre había sacudido a la sociedad uruguaya: la muerte de Celia Rodríguez Larreta a manos de su marido Adolfo Latorre y la subsiguiente de este por parte del Dr. Teófilo E. Díaz, abogado y escritor conocido por su seudónimo de Tax. La noche del velatorio en la casa paterna de Celia, flanqueado por dos de sus acólitos, Roberto de las Carreras se abre paso hacia el féretro y da lectura a su Oración pagana.
¡Yo te arrojo todas mis rosas helénicas, oh
amante arrebatada a la gloria del Beso!
¡No se concibe que una mano sacrílega haya
podido herirte! ¡Si algo existe con un derecho
supremo a la Vida es la Belleza inviolable,
dispensadora de las lágrimas y de las sonrisas!
El que tuvo el cobarde valor de herirte no fue,
cierto, un amante. Quien no supo devorar mil
punzadas no supo nunca amar.
Te sorprendió la muerte, aleve… Regocíjate:
¡te han vengado los dioses!
Deja caer las hojas como “rosas helénicas”, una a una sobre el ataúd y se retira teatral, ante la estupefacción general. A Celia, ni siquiera la conocía.
Ese tipo de irrupción en velatorios o entierros no era del todo excepcional. En el sepelio de Irma Avegno, el poeta ácrata Ángel Falco tampoco pierde oportunidad de hacer su pequeño discurso. En este caso haciendo una aclaración: «Me preguntaréis con cuál derecho me pongo ante este cadáver, ¿y vosotros? Me preguntaréis de qué voz es el eco de mi voz, a mí que jamás escuché la suya…».
La pregunta es retórica e inmediatamente encuentra su justificación, no muy original por cierto: «en el alma del pueblo […] en el nombre del lirismo popular que la quiere suya». Con esa pretensión de hablar en nombre del pueblo tan cara a la izquierda, desarrolla el característico sonsonete de la lucha de clases en versión género. Ella es una «pobre mujer desventurada» que fue «al bosque a jugar con lobos». Mezclado en el torrente, una apología del suicidio. Una sociedad que es «una inmensa cosa implacable» nunca le hubiera perdonado su «personalidad rebelde y orgullosa». Quizá el suicidio fuera la mejor opción. De cualquier modo, nunca habría recuperado la paz, «quizá fue lo mejor».
Las críticas a la moral social, las actitudes pour épater le bourgeois, no obstante, no implicaban el desconocimiento de los códigos de honor. Estos caballeros que como Roberto de las Carreras hacían un culto del arte de insultar, también se ofendían, amenazaban con «las píldoras de plomo del Dr. Smith Wesson» y enviaban los padrinos. En uno de esos intercambios periodísticos de las Carreras reta a duelo a Vasseur. Este último se niega a batirse aduciendo la calidad de bastardo de Roberto de las Carreras.
De todos modos Roberto tendrá su bautismo de plomo. Cortejando a una dama a la que sigue hasta su casa para declamar sus pretensiones amorosas ante su balcón, el hermano de la joven lo balea. El chaleco agujereado lo seguirá usando por considerar los orificios como «sus condecoraciones». Heredero de la patología de los García de Zúñiga, según el Dr. Soiza Larrosa, pasará los últimos cincuenta años de su vida recluido. Morirá a los 88 años en 1963.
El dilema de Aquiles
Edmundo Montagne cuenta en Caras y caretas (Buenos Aires) en 1919 un encuentro con Julio Herrera y Reissig en su reducto de la Torre. Le propone allí como tema de emoción estética el miedo. Y agrega: «Hay que advertir que este servidor de ustedes se hallaba entonces muy a menudo atacado de un miedo atroz de morir antes de ser glorioso». Parece estar aquí el quid de la cuestión; morir antes de tiempo. Lina murió en Florencia entre los escombros de un bombardeo -de esos que no registraba Picasso-, en 1944.
Julio Herrera que falleció a los 35 años trascendió. Montagne, no tanto, se suicidó en 1941.
Max Beerbohm (1872-1956) retrata en su Enoch Soames el personaje de un escritor mediocre, pero convencido de su talento y que se considera incomprendido, intrigado por saber si será reconocido en el futuro. La narración está hecha en primera persona. Es el propio Beerbohm quien conoce a Soames en un café. «Usaba sombrero clerical pero de intención bohemia y una impermeable capa gris», dice. Y por supuesto tomaba ajenjo. Este Soames termina pactando con el diablo, por el precio habitual, a cambio de viajar al futuro para consultar los registros bibliográficos. Para su desazón, sí aparece, pero no como autor sino como un personaje ficticio de un cuento de Beerbohm. No valora lo suficiente el hecho de que otros ni siquiera son recordados así. El mal negocio lo hace el diablo: aun sin ese servicio hubiera cobrado lo mismo.
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