En el artículo anterior hablé brevemente sobre la existencia de “reglas” en la composición musical. La música es un lenguaje y como tal tiene su gramática. Algunas de las reglas de la música son simplemente el producto del uso de ciertos modismos o características que luego se instalan como norma, a veces para ser olvidados con el tiempo y otras veces para dar lugar a sabrosas excepciones, como si se tratara de licencias poéticas.
De la misma manera existen ciertas reglas que son impuestas por ciertas autoridades, por libre que sea el arte, hay cosas que son consideradas correctas y otras no. Aunque esto muchas veces trata más bien de subjetividades, hemos tenido periodos en los que las reglas sobre el arte eran impuestas como ley. Como mencioné antes, durante el Concilio de Trento en el siglo XVI, la polifonía estuvo a punto de ser prohibida por la Iglesia católica. Músicas como las de Des Prez u Ockeghem eran increíblemente oscuras desde el punto de vista de su claridad con el mensaje escrito; recordemos que la música sacra estaba escrita para glorificar a Dios, no al hombre, y sus textos –que eran considerados lo más importante– debían ser inteligibles.
La sumatoria de voces simultáneas, polirrítmias, textos distintos, experimentación tonal y modal, etc. solo llevaron a una música con una arquitectura comparable a la gótica, algo sobrehumano y con gran impacto, pero que a la vez no era bien visto por las autoridades ya que se consideraba que alejaba al hombre del ritual divino.
Discriminación positiva
Giovanni Pierluigi di Palestrina era un maestro de capilla en los Estados papales. Llegó a ser maestro en la capilla Sixtina debido a su gran talento, a pesar de que eso violaba varios protocolos sobre los requisitos para cantar, dirigir o componer allí. No solo no era un hombre de religión, sino que estaba casado. Además, se dice que su voz no era de las mejores, pero él era mucho más que un coreuta. Fue admirado por los distintos papas que reinaron durante su vida, quizás el caso más notorio sea el del papa Marcelo II, al que escribió la famosísima “Missa papae Marceli”.
Su prodigio como compositor fue el causante de la salvación de la polifonía. Sobre el final del Concilio de Trento, cuando las autoridades eclesiásticas estaban a punto de eliminar la polifonía de los rituales, fue uno de los músicos que compuso para el “jurado” de ocho cardenales apuntados por Pío IV para “solucionar” los problemas de la música.
Palestrina combinó texturas agradables para los músicos, de su entrañable polifonía heterofónica, con grandes secciones homofónicas, es decir, donde todo el coro canta la misma letra a la vez y al mismo tiempo, aunque canten diferentes melodías. Esto claramente daba un gran paso en el entendimiento de las letras, además, su música era meticulosamente armada de manera que cada voz tuviera protagonismo y que cada una de ellas pudiera resaltar.
Un docente de contrapunto que tuve una vez me dijo que el arte del contrapunto es el arte de crear melodías hermosas y de poder discriminarlas, poder poner una encima de la otra y crear una suerte de estereofonía casi mágica. Palestrina no solo logró esto, sino que su composición se estudia hasta el día de hoy en todas las academias de música culta. El enorme corpus que compuso fue sistematizado con enorme celo por el famoso musicólogo Knud Jeppesen, uno de los grandes musicólogos de mediados de siglo que, en eterno conflicto con sus colegas, Apel y Lowinsky, nos llegaron a dar un entendimiento crítico para la evolución de la música.
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