«Alcanzó en su vida una popularidad poco común, solo comparable al profundo olvido en que su nombre se sumergió a poco de morir». Esta sentencia, escrita y publicada en Caras y caretas (Buenos Aires) en 1939, explica por qué el lector del siglo XXI ignora quién fue Domingo Astorga.
Lo descubrí por casualidad leyendo una nota de «Fénix» (seudónimo de Dermidio De María) en un ejemplar del diario El Siglo de octubre de 1913. Don Dermidio, en esas «Notas» que Scarone define como «incomparables», incluía curiosidades de distintas partes del mundo con su correspondiente comentario. En esta, transcribe una carta escrita por Astorga desde Mendoza al diario La Capital, de Rosario, anunciándole su próxima visita a Montevideo. El interés del asunto según De María, era que el remitente aseguraba: «la ausencia de sufrimiento al sumergirse en la tumba, a condición de que el sujeto haya excluido de su alimentación las carnes».
En la capital uruguaya lo estaría esperando un conjunto de médicos ante los cuales realizaría su experimento. Se trataba de inocularse bacilos de Koch y luego probar que la enfermedad podría curarse con un procedimiento diseñado por él. En sus propias palabras: «aplicarme una cataplasma de barro y caminar enseguida hasta cumplir doce horas de marcha continua sin descanso, ni de un instante siquiera. Concluidas las doce horas debo hacer uso de caldos de yerbas silvestres cuyo costo no exceda de un centavo por día. Esta prueba debe durar por espacio de seis días».
Pretendía demostrar que su alimentación no solo le permitía resistir las enfermedades sino gastar poquísimo dinero en nutrición. El secreto estaba en el «vegetalismo», que de modo alguno debía confundirse con alguna forma de curanderismo, dice, sino que era una filosofía de vida. Luego arremetía duramente contra los consumidores de carne. El estómago no debería recibir: «carnicería, ni sebos, ni grasas, ni porquerías podridas, como todas esas longanizas, esos quesos descompuestos con olor a pezuñas, con esos pescados insoportables al olfato, a la vista y hasta al tacto».
Recomienda enfáticamente consumir «uva, pan, cebolla que se puede cultivar entre las vides, vino sin alcohol». Así, se vive a muy bajo costo y más saludablemente. Con una nutrición vegetalista: «El soldado sería más valeroso en el campo de batalla, porque una herida recibida en el cuerpo sin podredumbre cura rápido, y es menos dolorosa; y si le tocara morir, lo haría libre de agonías horribles».
El comandante
Dice Eustaquio Pellicer en 1903 que Astorga quería demostrar: «con su método de sobriedad, que no solo puede el hombre subsistir bien nutrido, sino lo suficientemente forzudo para efectuar un viaje de setenta leguas a caballo». En un principio, los comentarios están marcados por una incredulidad teñida de humorismo. Pero don Domingo era un «antiguo portaestandarte del Regimiento 9° de caballería y actual comandante militar de su departamento» y estaba dispuesto a probar sus afirmaciones. Y si comía «500 gramos diarios de pan de trigo, molido al natural y cocido sin condimento, cinco naranjas y dos racimos de uva», le sobraba energía.
Había llegado a Buenos Aires procedente de Guaymallén, Mendoza, para demostrar en la pista de la Sociedad Hípica que podía hacer setenta leguas cabalgando catorce horas. Así, en los primeros días de julio de 1903 y delante de quinientas personas, comenzó su carrera a las cinco del mañana montado en uno de los caballos del 9°. A las once y media, había recorrido treinta y cinco leguas. A las seis y media de la tarde, ante el aplauso general, había completado el recorrido.
En abril de 1904 vuelve a Buenos Aires. Ya había probado la resistencia de un hombre que se nutre solo con vegetales, pero estaba dispuesto a dar un paso más. Ahora se proponía recorrer cuatrocientas leguas en treinta y tres días sin parar más que para comer y dormir y en días tormentosos o muy lluviosos. Por supuesto que lo logró acrecentando su bien ganado prestigio.
En 1905 realiza su segunda expedición al Chaco. Cuando adolescente había integrado la expedición contra los indios ranqueles. Herido gravemente y capturado por los indios, fugó y alimentándose de raíces, tubérculos y plantas logró regresar a la civilización. Esta segunda visita fue más fructífera. Mantuvo amistosos encuentros con los indios tobas y los matacos.
Caras y caretas lo entrevista en su finca «La Vegetariana» en 1907. Un gran cartel advierte a los visitantes: «Aquí no se comen cadáveres ni se beben humores». Astorga ha asociado el vegetarianismo con el espiritismo. Hay en las paredes de la casa «varias láminas de médiums y apariciones de seres de ultratumba». Invitados a comer, el fotógrafo pidió un bife a caballo. «Un bife es un fragmento de cadáver. Es una cantidad de humores. El producto de un gran crimen. Hágase vegetariano y será feliz», le dijo Astorga, que creía que en pocos años todo el mundo sería vegetariano.
Escribe en los periódicos y da conferencias predicando su filosofía. En 1908 da una charla en el salón de actos de La Prensa de Buenos Aires.
Cruzando la línea
Su afán por probar la eficacia de su dieta no tenía límites. En 1912, antes de venir a Montevideo, se había inyectado bajo la piel un esputo tuberculoso. En julio de ese año se corrió el rumor, atribuido a médicos de Mendoza, de que estaba grave. En septiembre, aparentemente curado, dio dos conferencias en Mendoza
Comentando el hecho la revista La Semana dice: «Pelear con un ejército, aunque sea de espartanos, pase, pero dejarse tomar sus posiciones por billones de enemigos implacables, para permitirse el placer de desalojar la plaza en pocos minutos con cataplasmas de barro, es echar al suelo las más famosas leyendas».
En Montevideo, Astorga hace sus demostraciones en el Gran Parque Central. Consumirá por día «medio kilo de harina, tres cebollas, tres zanahorias chicas, ajos y algunas especies. El importe de todo esto es de nueve centésimos», complementa La Semana.
Sergio Garrán Gutiérrez testimonia que, en el verano mendocino de 1912, Astorga se acostó sobre el techo de zinc del diario El Debate, cociéndose al sol hasta que sus admirados espectadores decidieron sacarlo. Y como en Buenos Aires no lo creyeron repitió la hazaña sobre el techo de Caras y caretas, desde la una hasta las cuatro de la tarde.
No estaba equivocado el periodista de La Semana cuando hablaba de «billones de enemigos implacables». La tisis lo mató en Asunción del Paraguay en los primeros meses de 1917 a los cincuenta cinco años de edad. Pidió que lo enterraran en «La Vegetariana» con su trajecito de brin «pero bien planchado». Había escrito su propio epitafio: «Aquí yace un hombre de hierro que ha cumplido como un mártir su misión por orden de lo desconocido», recuerda la revista bonaerense El Hogar del 16/10/1923.
Al decir de Garrán en esa nota evocatoria que publica Caras y caretas el 15 de abril de 1939: «lo venció la ciencia, en demente desafío contra el bacilo de Koch».
Ese mismo año así lo recordará el poeta Alfredo Bufano en estos sentidos versos:
¡Andará usted por los valles/ de nuestro cielo cuyano, / todo de blanco vestido/ sobre su negro caballo!
¡Por allá mi comandante, / por allá pienso toparlo/ seguido de los reclutas/ que lo habrán acompañado!
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