“¡Parecían verdad los tiempos nuevos cuando vivíamos bajo los tiempos antiguos!”
En una sesión de la Cámara de Representantes, en abril de 1962, se discutía una ayuda extra presupuestal al Ministerio de Hacienda de 700 millones de pesos que necesitaba con urgencia, para sostener la política económica que se había instaurado con la Reforma Cambiaria y Monetaria en 1959. Todo el Partido Nacional votaba en favor de otorgar esa partida y toda la oposición votaba en contra; el voto 50 que inclinaba la balanza para un lado o para el otro, era el de Alberto Manini Ríos. Nadie sabía cuál iba a ser su decisión. No solo el gobierno estaba en vilo; lo estaba todo el país, por la trascendencia que había adquirido esa decisión.
Su discurso fue una joya de la oratoria. Y hemos seleccionado la crónica de ese momento histórico tal cual la publicó el semanario Marcha, una publicación que lo presenta no solamente en forma de relato, sino que centra la atención del periodista, con pluma magistral, en la personalidad del disertante, el Dr. Alberto Manini Ríos.
Insospechada de parcialidad hacia el orador, Marcha dice así:
El hombre, flaco, desgarbado, seguro de sí mismo, siente a su alrededor, en la sala colmada de humo, de expectativa, de diputados, la atención que concita su presencia. Sabe además que él es independiente, no por rótulo, sino por condición. No olvida que muchos lo consideran “raro”. Que los más chabacanos lo llaman loco, mientras el pequeño grupo de los que no son del montón, le reconocen una inteligencia fina, una ironía aguda, un escepticismo elegante y un don de la oportunidad que le da a sus intervenciones un sello especial.
El hombre, sentado en su butaca, displicente y sereno, se siente el centro de aquel mundillo semicircular. Muchos hablan: unos por llenar el tiempo para esperar que lleguen los que faltan; otros para cumplir con el partido; los más para proferir su condenación sempiterna o para acusar con el índice en alto. El oye como si no oyese y espera su turno. Es el único que nadie sabe qué dirá y qué hará al final de lo dicho. De los demás se sabe antes de que empiecen. Se sabe además como votarán. Dan argumentos y razones pero no crean expectativa ni tensión. El, en cambio, es la incógnita.
La situación, además, cuadra al hombre. Es el número 50 en 99. Vale decir el uno que decidirá. Si dice sí, 49 pechos respirarán con alivio. Si dice no, los meterá en un brete sin salida. Mira su mano flaca, que, levantada, dirá una cosa, baja, otra; y encuentra en sus nudillos la última frase del suspenso.
Cerca de él otro hombre, flaco y elegante, pero ya bajo los efectos de una consunción que no se disimula, espera. Siente la butaca un poco como banquillo y otro poco como potro. ¡Qué lejos se ha ido aquel día de diciembre de 1959, cuando barajaba millones, con el respaldo firme de una mayoría!.
Cuando le toca su turno empieza a hablar: “Un ministro de Hacienda debe tener la ferocidad de un jabalí frente a una jauría de perros”. La frase es de Thiers, pero él la hace suya frente al vacilante ministro que tiene a su merced, para decirle que sólo quiso contentar a todo el mundo, y quedó mal con todos.
Para aflojar la tensión narra una anécdota, perdida en el tiempo, del Príncipe Vladimir de Kiev. Es un cuento casi oriental, que atenúa la tensión y la expectativa. El Príncipe se negó a ser musulmán cuando supo que Mahoma prohibía el vino. Seré cristiano, dijo, pero pronto San Macario le informó sobre un mandamiento “que tiene que ver con la castidad” y sobre “las ventajas morales, higiénicas y hasta de economía presupuestal, que era tener una sola mujer”. El resultado fue que el Príncipe no se negó a ser cristiano por aquello del “perdón de los pecados”…
Ya ha logrado que la sala olvide el motivo central del discurso. El ministro ha sido desplazado por el Príncipe; los redescuentos por el kaleidoscopio de un harén con tres mil mujeres que hacen cabriolas en la imaginación de los presentes. Pero, como en las Mil y Una Noches, el encanto queda roto a la primera luz del amanecer:
“Con el respeto que le debo a la persona del señor ministro y al carácter institucional que inviste, quiero decir que con las ortodoxias y las herejías económicas quiso hacer el mismo sancocho que Vladimir con las religiones”.
Y de ahí para adelante todo fue señalar contradicciones, errores, inconsecuencias, absurdos. Puesto el ministro en el lugar de Vladimir, el vino se convierte en vinagre y las odaliscas, por arte de encantamiento, aparecen de golpe, flacas, chuecas, viejas, greñudas y desdentadas. El harén se transforma en un espantoso aquelarre.
“La peor maldición faraónica que puede caer sobre un pueblo es la inflación sin desarrollo”
Cumplido el vapuleo, el orador torna otra vez al encanto del mito y la leyenda. Tiene maestría suficiente para disipar de la sala el olor a sancocho. Recurre ahora al Rey Midas “que cuando era niño me impresionó en el Tesoro de la Juventud.” Todo lo que el rey tocaba se convertía en oro. -“Ah! si me lo prestaran por un rato”, piensa el ministro. Pero cuando su evasión en alas de la leyenda vuela por el reino de la mitología, le golpea el anatema del orador: “Al Ministro de Hacienda le ha caído la maldición inversa y es un Midas al revés. Se le convierte en caos, polvo, inflación y miseria todo lo que toca”.
Roto nuevamente el encanto, deja caer sobre la sala esta frase de equilibrio y de sensatez: “La peor maldición faraónica que puede caer sobre un pueblo es la inflación sin desarrollo. En nuestra inflación con un encogimiento y una retracción del subdesarrollo todo esto es muy grave.” Y agrega: “Cuando el caos se hace crónico, generalizado, colectivo, siempre anuncia el brillo de la espada, el tintineo de los espolines y el crujir de las botas. Pensemos en Napoleón, en Franco, en Juan Manuel de Rosas y en nuestro Lorenzo Latorre.”
Retorna el equilibrio. Otra vez la sala escucha tensa. El ministro, una especie de Kid Paret parlamentario, asimila en silencio. El hombre, para no golpear sobre el caído, hace su incursión por el mundo incierto y menudo de la política criolla: “Sé que lo que se me propone es que integre el bloque de los 50; es una bolsa de oxígeno para mantener en pie al enfermo hasta el día de las elecciones; es una bolsa de oxígeno que se le trae en puntitas de pie y en voz baja para no quebrar el hilito de vida del moribundo.”
“Un ministro de Hacienda debe tener la ferocidad de un jabalí frente a una jauría de perros”
Traslada el suspenso reinante al hecho mismo. ¿Qué hará? se preguntan. ¿A dónde conduce su discurso? La tensión salta de la angustia a la decepción; de ésta a la esperanza. Hasta que llega al máximo: “Pero ¿qué hago, yo, sobre quien pesa la responsabilidad de ser el número 50? ¿Levanto mi mano para darle al gobierno 700 millones de pesos?”
“Lo voy a hacer, pero antes le voy a pedir una sola cosa al gobierno…” La tensión llega al máximo y el discurso al fin, mientras, en un último lapso, baraja ironías desbordantes de intención. Al final termina: “…la renuncia del señor Ministro de Hacienda”.
Después todo lo demás resulta secundario. Los casi 50 votos quedan en 47. El gobierno se atasca en un pantano de 700 millones de pesos.
Del episodio parlamentario queda como colofón la frase llena de amarga e irreparable ironía a la que dulcifica la evocación de una sombra querida. La decepción de hoy, que envuelve los pecados del ayer, cuando “recorríamos el país en aquella luna de miel de la Reforma”, cuando “hacíamos crítica del régimen” y “narrábamos cuentos criollos”. La definitiva evocación nublada de tristeza: “¡Qué lindos tiempos! ¡Parecían verdad los nuevos tiempos cuando vivíamos bajo los tiempos antiguos!”
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