En 1948 mientras Orwell terminaba su 1984, Emilio Frugoni daba a conocer La esfinge roja. Había sido designado durante la presidencia de Amézaga y siendo Serrato el ministro de RR.EE. como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante la URSS. En su informativo libro, dice haber ido con un cargo más importante, el cargo de ser el hombre «que volviese con la verdad». El libro tiene 476 páginas pero no son necesarias para saber la verdad que trajo Frugoni.
Aunque no tiene referencia alguna al Holomodor ucraniano (1932-1934) -donde se exterminó a un número mayor que el de los habitantes del Uruguay- o a los infiernos que testimonia Solzhenitsyn, el saldo que extrae Frugoni de su pasaje soviético es claramente negativo. Bastan unas citas sintéticas.
Mirando vivir al obrero
«…el ciudadano soviético es un súbdito de la policía, el cual vive bajo permanente vigilancia e inquisición». «La presencia de delegados del Partido en todos los establecimientos» controla la adhesión de todos «desde el director o el más alto jefe técnico hasta el último pinche de cocina». «El Sindicato […] es allí un simple instrumento estadual. Existe para la defensa de los intereses y derechos del trabajador, de acuerdo con el criterio del Estado».
Y sobre el partido único dice: «El razonamiento de que en la sociedad sin clases no puede haber divergencias políticas, porque [como] no hay antagonismos económicos no puede haber antagonismos políticos, es de una simplicidad que espanta».
En cuanto al derecho a la huelga tan reclamado por los afines a esa doctrina, cuenta el caso de unos refugiados españoles que habían sido asignados a duras tareas y magra retribución. Parece que estos señores se levantaron en huelga. Dice Frugoni: «un miembro del Komintern […] les advirtió que nunca más incurriesen en ella porque era un acto antisoviético. Si ellos hubieran sido ciudadanos soviéticos, lo habrían pasado muy mal. Se les había tratado con miramientos por ser refugiados españoles. Pero si reincidían, ¡cuidado!».
Una pandemia amorosa
Pero el libro, además, trae una curiosa historia de amor. Parece que había como una fiebre diplomática por enamorarse de mujeres soviéticas. No sé si por miedo de quedarse sin mujeres o por otro propósito, la tiranía comunista no permitía a las mujeres casadas con extranjeros abandonar el paraíso soviético, sin que previamente las señoras renunciaran a la ciudadanía. Esto generaba un problema serio para el secretario de la legación uruguaya, Mario Jaunarena, que estaba casado con una. Como el derecho uruguayo no le daba automáticamente la ciudadanía, la señora, al renunciar a la soviética quedaba sin ciudadanía.
El secretario Jaunarena a los tres meses de estar en Moscú, había conocido a una alumna de un instituto de dibujo y con su mutuo escaso inglés, le hizo entender «que no había razones valederas para demorar el casamiento». Casados con mujeres rusas también estaban diplomáticos chilenos, colombianos, ingleses, norteamericanos. Mientras tanto había salido una nueva norma que prohibía lisa y llanamente el matrimonio de mujeres soviéticas con extranjeros.
El desarrollo de la historia contado por Frugoni, que se transformó en el adalid de la falange diplomática, tiene diversas alternativas. Entre ellas las comunicaciones con el ministro Serrato para que aprovechara su coincidencia con Molotov -el mismo que había firmado el pacto de no agresión nazi-soviético-, en la ciudad de San Francisco. Frugoni telegrafió a Serrato quien habló con Molotov. De regreso a la URSS Molotov, Frugoni tuvo una entrevista con el poderoso ministro. Molotov insistía en que no había ningún impedimento, que solo era un trámite ante el Soviet por la cual la señora cambiaba de ciudadanía. No hubo forma de explicarle que no se trataba de eso. De todos modos Frugoni le mandó un no muy esperanzado memorando.
Decisión sorprendente
Pasaba el tiempo y la situación se mantenía incambiada. Jaunarena, cada vez más nervioso, aprovechaba las recepciones diplomáticas para abordar a las autoridades soviéticas y tomando a su esposa como intérprete, hablar de su asunto. Cuando se empezó a poner impertinente, Frugoni temió que en cualquier momento lo declararan «no grato» y tuviera que volverse al Uruguay tan solo como había llegado.
Ya la situación se tornaba desesperante cuando Frugoni recibe un telegrama del Ministerio de RR.EE. diciendo: «Gestione pasaporte para señora de Jaunarena». Frugoni fue el primer sorprendido de la decisión soviética, pero dice: «El tiempo nos faltó para ponernos en condiciones de embarcar rumbo a Montevideo a los esposos Jaunarena». Parece una huida en toda la regla. Después de dos años y medio de misión en la URSS, Frugoni renunció.
Según dice, el antecedente Jaunarena abrió otras puertas para casos similares como el de un diplomático venezolano, que se había casado «en los primeros quince días de la estada de aquél en Moscú». Un verdadero casamiento exprés.
La esfinge de Troya
Los esposos Jaunarena se radicaron en Montevideo. En 1957 se incorporaron al partido comunista uruguayo. Parece extraño que habiéndoles costado tanto salir, quisieran volver a entrar. ¿Existiría una vinculación entre Eugenia Dumnova, -que firmaba sus caricaturas en Marcha como «Yenia»- y los servicios de inteligencia soviéticos? ¿Habría sido una jugada de la KGB aprovechando una coyuntura?
Cuando el comunista cineasta Costa-Gavras viene a Montevideo por material para su Estado de sitio, es Yenia quien lo conecta con Rosencof –el fundador de la Unión de Juventudes Comunistas-, en su apartamento en Pocitos. El film contará con el -entonces comunista-, Ives Montand como el asesinado Mitrione, y música del -entonces comunista-, Mikis Theodorakis.
En el invierno montevideano de hace veinte años mueren trágicamente. Jaunarena tenía una enfermedad terminal. Ella lo conduce y lo acompaña.
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