El “bocacha” fue un personaje de mi barrio, que fue bautizado cristianamente con el nombre de Arístides y rebautizado en la cancha de fútbol, con el anteriormente citado apodo, que resumía con extrema certeza su apellido y sus características personales.
Muy hábil con la pelota de fútbol, era el compañero ideal para elegir si ganabas “la pisadita”, clásica forma de armar un equipo que disputaría un partido en la calle. Así era en mis “tiempos mozos”.
No era igual elegirlo para otros menesteres.
Tenía lo que diríamos una especie de incontinencia verbal, con limitados conocimientos generales, que si bien muchos festejaban, generalmente ponía en aprietos a sus acompañantes circunstanciales.
Como en aquel tiempo, los vecinos vivían mucho tiempo en la misma casa, por lo menos durante dieciocho o veinte años, eso hizo que nos conociéramos desde muy pequeños. Además compartimos los bancos del aula escolar, catequesis, cumpleaños, bailes, y las alegrías y tristezas que nos traía nuestro amado Club Atlético Goes.
Desde muy chico tuvo problemas para elegir el modo adecuado de expresarse en público, no solo el modo, también el contenido.
Siempre hablaba y opinaba de lo que no sabía.
Era como un don.
La escolaridad de “bocacha” nunca fue la mejor, tanto que en primaria repitió un par de años y su incursión por secundaria fue para el olvido.
Recuerdo que ganó su primera sanción disciplinaria en primero de liceo, por “promover discusión política en clase”, en plena dictadura, ante un profesor de historia, que además era un coronel de la Armada.
Ahí ya mostraba su escaso sentido de la oportunidad. No era el lugar, ni el momento y menos era el profesor coronel, el mejor y oportuno interlocutor.
En otro caso que ilustró desconocimiento, su escaso poder de comprensión y sentido de la oportunidad, fue cuando en una reunión clandestina de blancos nacionalistas, disfrazada de cumpleaños, a principios de los ochenta, “bocacha” pidió la palabra e hizo un discurso que alababa las dotes del General Fructuoso Rivera, caudillo blanco según él, luego de las risas generalizadas, intentó alguna infructuosa defensa de su afirmación, pero quedó, como decíamos antes, “muy pegado”.
La necesidad de hablar, como siempre, le jugó una mala pasada y como del ridículo no se vuelve, el no volvió a ninguna reunión blanca nacionalista.
Discutirle a un carnicero sobre si lo que vendía era falda o asado o pecho cruzado o al panadero la denominación de “bolas de Freire” a las “borlas de Fraile” era de todos los días.
Llegó al caso de discutirle al cura cuestiones de la fe.
En fin, la cuestión es que “bocacha” terminaba siempre pidiendo disculpas, luego de que lo hacíamos entrar en razón.
En la actualidad hay un “Bocacha” con mayúsculas, que dijo a voz en cuello y con total soltura de cuerpo, que cien mil inversores argentinos no era bueno traerlos, porque eran todos cagadores (sic).
Yo no sé si este popular e inefable “bocacha” va a pedir disculpas por sus dichos, de mi parte y el de un millón y pico de orientales, se las pido a los hermanos argentinos.