Si el antiguo proverbio chino sobre las consecuencias del aleteo de una mariposa es cierto, ¿qué dejaríamos para el que dice: si Argentina estornuda nosotros nos resfriamos? (dejo al lector cualquier combinación entre ambos). Puede parecer exagerado, pero veamos qué pasa si aplicamos el concepto a un hecho histórico.
En 1600 el volcán peruano Huaynaputina, cuyo onomástico no encierra una maldición, sino que proviene del quechua Huayna joven y putina volcán -según la página del Municipio de Putina: «significa lugar donde se sancocha o cocina con agua hirviente; […] nombre genérico a los lugares donde se encuentran aguas termales»-, hizo lo suyo.
Una gran erupción que contribuyó a impulsar lo que los científicos llaman la «Pequeña Edad de Hielo». Esto es, una etapa de enfriamiento del clima terrestre, que estiman entre los años 1300 y 1850. Las nubes de las erupciones volcánicas estarían directamente vinculadas con el aumento de los glaciares.
En abril de 1815, mientras Artigas se esperanzaba en formar su Liga Federal para constituir «una sola y grande familia», en Indonesia ocurría una enorme erupción volcánica. En nada alteró el previsible fracaso del proyecto artiguista que continúa siendo una asignatura pendiente. En cambio, la erupción lanzó a la atmósfera una nube de ceniza azufrosa que no solo se proyectó sobre los alrededores, sino que recorrió miles de kilómetros en vuelo directo hasta Europa y EEUU. La ominosa cortina filtró el sol de tal manera que hizo descender la temperatura de la Tierra en forma notoria.
Ocurrió algo que para nosotros, habitantes de estas tierras playeras, habría sido particularmente trágico: el verano 1815-1816, fue cancelado. Continuó el invierno como si no se hubiera enterado de que debía moderar sus rigores. El fiero invierno europeo, con un descenso promedio de 4.5ºC. El hemisferio Norte padeció especialmente las consecuencias: la tierra congelada, las cosechas perdidas, el hambre, los saqueos, la desesperación.
¿Un castigo?
Lo interesante del fenómeno es que no fue obra de los seres humanos. Por cierto que la globalización avanzaba. Los viajes intercontinentales se hacían cada vez más frecuentes con su transporte de mercancías, ideologías, ratas, pulgas, bacterias… Pero los volcanes erupcionan cuando quieren. Nadie puede llamar a responsabilidad a una estructura geológica.
Y tampoco alguien podía ser razonablemente acusado por una catástrofe natural a principios del siglo XIX. ¿Entonces?: castigo divino por nuestros pecados.
El arraigo que tiene esa conclusión a través de la historia, probablemente obedezca, a la impresión generalizada de nuestra naturaleza pecadora. Y, más que eso, a la conciencia de nuestra contribución a los pecados del mundo. Así, el poeta y escritor Heraclio Fajardo atribuye la epidemia de fiebre amarilla del Montevideo de 1857 a «la corrupción moral, el indiferentismo religioso […] incitando la cólera divina».
Claro que eso genera un problema. Uno nuevo. Además, del invierno interminable, o el «vómito negro» exterminándonos, la culpa es nuestra. O de alguien más, lo que representa una opción tentadoramente aliviadora. El chivo expiatorio a quien cargarle nuestras culpas y mandarlo al desierto para Azazel, sea lo que sea lo que este nombre represente (Lev 16:10).
¡Mamma li turchi!
A través de la historia y de las culturas, los chivos expiatorios han asumido diversas formas. La RAE refiere a «cabeza de turco» como concepto equivalente. Estos turcos son los archienemigos de la época de las Cruzadas. La aparición de «moros en la costa» siciliana, provocaba el grito espantado de ¡mamma li turchi! Trofeo digno de ostentarse, en aquellos tiempos heroicos, la cabeza de uno de ellos clavada en una pica.
No debe confundirse con la cerámica cabeza de turco o «testa di moro» que se trae como recuerdo de Sicilia. Esa tiene origen en un drama pasional, y más que nada, es una advertencia de que hay que andarse bien derecho con las damas de la región.
Guerra, peste y hambre: azotes de Dios
De todos modos estos dramáticos episodios, atribuibles o no a la intervención divina, patentizan periódicamente lo que San Juan Pablo II hace notar en su Salvifici Doloris: «el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena del hombre. […] en algunos períodos de tiempo y en algunos espacios de la existencia humana, parece que se hace particularmente denso. […] calamidades naturales, epidemias […]».
¿Pero cuál es el sentido del sufrimiento? Su utilidad, si es que tiene alguna. El santo responde: «El hombre percibe su respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo». Cristo, «cordero sin defecto ni mancha», ¿castigo divino? «No es verdad […] que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo».
Así mirado es una oportunidad. Pero no solo para el sufriente sino para todos. También es ocasión de asumir el comportamiento del buen samaritano. Ese mismo que es el misericordioso por antonomasia. El único de los tres que pasan al lado del personaje bíblico herido y tirado a la vera del camino y se detiene a socorrerlo. El único que se transforma en «prójimo» del sufriente y le presta ayuda cumpliendo el mandato divino.
Es difícil para el «homo festivus» en que nos hemos convertido recibir el concepto en abstracto. Las pandemias como la que nos envuelve deberían abrirnos nuevos horizontes. Desde el egoísmo solipsista en que vivimos, muchas veces, ni siquiera la recomendación de quedarnos en casa -mínimo aporte al bien común que se nos pide- nos parece aceptable.
Tal vez merezcamos el «castigo».