El siglo XIX fue el del industrialismo, que potenció el imperialismo europeo. Un proceso que hizo eclosión en la Primera Guerra Mundial y que se continuó luego mutando de formas hasta la actualidad. Los ojos de los poderosos del Viejo Continente estaban puestos en África. No porque antes no la hubieran visto, sino porque su conocimiento llegaba hasta la franja costera. En verdad, era difícil adentrarse en territorio africano y enfrentar las enfermedades y la oposición de los habitantes. Era tarea exclusiva para un pequeño grupo de valientes que se encargarían de penetrar los oscuros misterios guardados en el corazón africano. Por supuesto que el lirismo estaba totalmente ajeno a estas intenciones.
La preocupación de la burguesía enriquecida española, no diferente a la de sus pares de otros países europeos, queda claramente registrada en un documento, que pese a ser una petición a la reina, aparece publicado en la prensa. Se trata de una exposición de la Sociedad Económica Barcelonesa, para que le remuevan los obstáculos del comercio español en África.
“El África, señora, región no bien explorada todavía, que encierra en su territorio conocido fecundos manantiales de riqueza, feraz por su suelo y virgen por su aislamiento, ha regalado a manos llenas abundantes y copiosos frutos a los primeros que han sabido apreciarla en lo que vale”. Enumera a continuación algunos países que han ganado de mano a los intereses españoles.
Los ingleses están fundando colonias, Francia mantiene buques de guerra para proteger sus posiciones de Senegal, los portugueses y holandeses se han establecido en la Costa de Oro, e incluso los norteamericanos “sitúan a la vez pontones en la desembocadura del Níger, y extienden sus gigantescos brazos…”. Los ingleses llevan a aquel mercado telas del gusto exclusivo de los negros”; los alemanes productos de vidrio, esencias y perfumes; los italianos harinas, los norteamericanos aguardientes y tabacos.
“Retiran en cambio maderas de construcción, palos tintóreos, aceites, gomas y resinas, semillas oleaginosas, marfil, oro en polvo y algodón, obteniendo todos, de esta suerte, en abundancia los pingües rendimientos de un comercio comparable al que en otros tiempos nuestras Antillas proporcionaban”.
Solo España
Y concluye: “Solo los españoles hemos permanecido alejados de aquellas feraces costas a pasar de hallarnos en condiciones más favorables que otra nación alguna para enseñorearnos en ellas; condiciones que nuestros mayores no aprovecharon, y que nosotros tenemos el derecho y estamos en el deber de utilizar desde el momento en que las reconocemos”.
La propuesta no era original: cambiar telas coloridas, aguardiente y tabaco por elementos que reportarían “pingües rendimientos”, que “tenemos el derecho” y “el deber” de aprovechar. En esos momentos las posesiones españolas en África se reducían a tres islas: Fernando Poo (2017 km2), Annobón (17 km2) y Corisco (15 km2), hoy pertenecientes a Guinea Ecuatorial. Una superficie inferior a la mitad del departamento de Maldonado.
¡Cómo no iban a estar preocupados los señores de la Sociedad Económica Barcelonesa, viéndose fuera del festín! En sus esfuerzos por convencer a la soberana llegaban a agregar que sus intentos mercantiles serian favorecidos por “la simpatía instintiva con que nos distinguen particularmente sus naturales”.
Y no podía faltar en los alegatos la mención a los audaces exploradores como “el célebre doctor Livingstone”. Los diarios replicaban las noticias de la prensa inglesa. Así, se informaba que el gobierno de ese país había destinado un nuevo vapor a Livingstone para explorar el río Zambeze y dotado a la expedición liderada por el capitán Speke para explorar el lago Nyaza con “230.000 reales”.
Después de todo, no era tan difícil la empresa. “Extraordinario es el número de caza mayor que [Livingstone] encontró entre el 8° y 22° grado de latitud Sur. La abundancia de frutas, particularmente sandías y melones, y agua potable, hace muy fácil el viaje por aquellas remotas comarcas, a no ser por [algunos] insectos cuya picadura hasta priva y enajena. El temor a las bestias feroces no es allí ni con mucho tan grande como se cree en Europa”, aseguraba La Ilustración (Madrid) en su edición del 19 de enero de 1857.
Solo había que animarse para cosechar mucho dinero, fama, títulos, gloria. Y no faltaron los hombres dispuestos a emprender una aventura, que no resultó tan placentera como afirmaba el optimista periódico madrileño.
Hombres de acción
Tal vez el explorador más famoso sea David Livingstone (1813-1873). Un individuo peculiar, un caso que escapa al perfil común de otros exploradores, que, comoJohn Hanning Speke (1827-1864) o Henry Morton Stanley (1841-1904), por ejemplo, eran militares, hombres curtidos en batallas y acostumbrados a las privaciones. La presencia de Livingstone en África obedecía a una motivación religiosa. Además, se había recibido de médico en la Universidad de Glasgow. La Sociedad Misionera de Londres, de la cual era miembro, resolvió destinarlo al África. En 1840 arribó a Ciudad del Cabo, donde la misión estaba a cargo de Robert Moffat (1795-1883), quien unos años después se transformaría en su suegro. El 9 de enero de 1845 David Livingstone y Mary Moffat se casaron.
Entre 1852 y 1856, Livingstone exploró el interior de África y fue el primer europeo en ver la imponente caída de agua que bautizó como Cataratas Victoria en honor a la reina. Como suele suceder, los hombres cuyas hazañas los hacen dignos de ser recordados no logran sus éxitos en soledad. Y para no desmentir el proverbio, el soporte de Livingstone fue su esposa.
La escritora escocesa Julie Davidson, en su obra Looking for Mrs. Davidson, se ocupa en dejarlo claro. Para tratar de demostrar que Mary fue más que “un susurro en la fama de su marido”, recorrió el camino que emprendieron los exploradores. Así, se internó en los más oscuros rincones de Sudáfrica, Malawi y Mozambique en un viaje que se extendió por casi cinco mil kilómetros.
Mary había nacido en Griekwastad, un poblado rural de Sudáfrica. Allí estaban establecidos Moffat y su esposa Mary, de modo que la niña, que llevaba el nombre de su madre, aprendió el lenguaje de la localidad con la naturalidad con que aprenden los pequeños. Moffat fundó tres misiones en África. La última estaba emplazada en Botswana, a orillas del río Kolobeng, donde se radicaron los Livingstone-Moffat con sus hijos. La Misión Kolobeng contaba con una iglesia y una escuela en la que Mary se ocupó de dar clases.
Acompañó a su marido en varias de sus expediciones, llevando a sus hijos, e incluso estando embarazada. Su conocimiento de idiomas resultó muy útil para comunicarse con los nativos. Fue la primera mujer blanca en cruzar el desierto de Kalahari. Una de esas expediciones le produjo un derrame cerebral, que le dejó paralizado el lado izquierdo. En 1862 remontó con sus hijos el río Zambeze para unirse con su marido. Enferma de malaria, falleció a los tres meses.
Livingstone murió en 1873. Sus colaboradores extrajeron su corazón y lo enterraron al pie de un árbol. Su cuerpo, enviado a Inglaterra, descansa en la Abadía de Westminster. Se lo recuerda como descubridor, pero sobre todo por su prédica contra el tráfico de esclavos, que contribuyó a instalar el tema en la sociedad del siglo XIX.
TE PUEDE INTERESAR: