Cosa fea el desalojo.
Aquel que lo tuvo o tiene que padecer sufre un torbellino de emociones que transitan entre la tristeza, rabia, impotencia, indignación y dolor, tal vez por verse uno forzado a reconocer la incapacidad de mantener algo que daba seguridad, pertenencia e identidad; y por otro lado lo duro que resulta tener que reconocer que fue por desinterés de cumplimiento o peor aún, por los escasos recursos económicos con los que se cuenta, de forma prolongada en el tiempo, e impiden permanecer en el inmueble.
Pero hay otro tipo de desalojos, los que tienen que ver con el rechazo de una sociedad que dice “basta” y te impide ingresar nuevamente al lugar privilegiado en el que estabas en su consideración.
En la mayoría de los casos, generalmente se le echa la culpa a terceros. Es por ahí que creo pasan muchas veces las emociones que surgen de este tipo de desalojo.
Me viene a la memoria el caso de una vieja vecina llamada doña Constantina, apodada “la Greñuda”. Era una especie de ofidio ponzoñoso con peluca de futbolista colombiano de los ochenta. Lucía siempre como recién levantada de la cama con un peinado African look en decadencia, solo le faltaban los bigotes para parecerse al famoso “pibe Valderrama”.
La cuestión fue que a la Greñuda se le acabaron los ingresos y junto a la pérdida del crédito en el almacén de doña Chicha, le llegó el cedulón de desalojo del inmueble que habitaba por incumplidora.
Digamos de paso, que el desalojo y la pérdida de crédito sobrevino como consecuencia de una situación de divorcio con don “Peloncho”, que si bien “zeziaba” al hablar y era corto de vista, no tenía un pelo de bobo, pues advirtió una situación de infidelidad de Constantina con “el Gato”, un personaje arraigado en el barrio y muy conocido por su escasa atracción al trabajo. Este siempre había sido un mantenido del padre y no precisamente el biológico, sino el de la Iglesia, que tanto lo sobreprotegió que al final lo transformó en un inútil. Pero al Gato no le incomodaba para nada tanto amor bendito “con manutención”.
Don Peloncho, ofendido y traicionado, se mandó mudar y la Greñuda, que había sido poco previsora y creyó que nunca la descubrirían, se le empezó a complicar económicamente y socialmente la cosa ya que Peloncho era su única fuente de ingresos y como suele suceder, el que las hace, las paga.
Constantina creyó que su mejor defensa era un buen ataque, así que pasó hablando mal del dueño del inmueble, de la administradora, de la almacenera, de Peloncho, tratando de ganar algún adepto a su causa de vivir sin pagar nunca.
No quedó nada que no dijera.
De “abusador” a torturador emocional y físico, pasó por toda una gama de calificaciones que la ponían a ella como una luchadora incansable de justicia social y a todo aquel que le reclamara algo como un ser proveniente como mínimo del averno.
Se le escuchó decir a los cuatro vientos y reiteradamente que “nunca más” alquilaría en esa inmobiliaria, que “nunca más” compraría en el almacén y que “nunca más” permitiría a un hombre en su vida.
Ciertamente “nunca más” es mucho tiempo y lo que se dice con tanta virulencia generalmente se te vuelve en contra.
Ser tan locuazmente viperina, mentirosa contumaz, mal agradecida, hipócrita elucubradora y falaz, no es de gran ayuda para solucionar la relación con tu entorno.
Tanto dijo “nunca más” que al final se dio, nunca más la vimos, para alegría de la vecindad.
Algunos afirman que sigue destilando veneno junto al Gato, que anda por ahí lamiéndose las heridas.
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