Tener un padre embajador y con apellido compuesto implicaba la seguridad de una cómoda inserción social. Por lo menos eso creía Santiago Estergorrena y Fuentes en vida de su padre. Cuando el embajador fue destinado, por orden Superior, a las esferas celestes, Santiago había adquirido la mayoría de edad, que, a la sazón, la ley situaba en veintiún años. No está claro si fue desde ese momento o después, pero se arrepintió de no haber cursado estudios universitarios. Cierto es que nunca se caracterizó por esa rara mezcla de inteligencia y voluntad que hace posible la adquisición de un título. En el Uruguay de entonces, el título universitario equivalía al nobiliario, manes de la vocación republicana… Tampoco lo ayudaba su desmirriada figura, sus ojos saltones y su voluminosa cabeza que hubiera auspiciado un acorde cerebro. Así que también descartó el casamiento con alguna rica estanciera, otra soñada solución vernácula.
Comprendió entonces, que la respuesta a sus necesidades vitales estaba en ganar la lotería. Convenció a su madre de invertir una porción de la menguada pensión de la que malvivían en esa otra obsesión del imaginario criollo. Para ese entonces una idea absurda, poco a poco se iba abriendo en su cerebro. Luchó lo más que pudo. Pero la suerte, como bien dice la sabiduría tanguera, es grela. Una tarde, mientras tomaba el té con su madre, le oyó decir, tímidamente al principio, lo que luego fue una campaña diaria: “Santiago, vas a tener que trabajar, mi amor. Debemos la luz, el teléfono y los gastos comunes. Tuvimos que suspender el diario del domingo y gracias a Dios que no tenemos esa fea costumbre del mate, porque si no, no tuviésemos para comprar yerba. Hablé con Marita Peñaflor, a ver si te pueden emplear en la barraca y me dijo que están mandando gente a seguro de paro y, además, no esempleo para vos, porque con el polvo que debe de haber ahí te me vas a enfermar. Así que no sé, m’hijito… Además, esa Marita siempre fue una estúpida, siempre ‘hola querida cómo te va’, pero cuando se le pide algo nunca puede, por esto, por aquello o lo de más allá…”.
Santiago la escuchaba mientras sentía como si la luna le clavara rejones en el agua gris. Su madre, su propia madre idolatrada, pretendía que… ¡trabajara! Pero ¿qué diría papá? Además, no sabía escribir a máquina. Y no iba a hacer un curso en la Pitman…
Concurría a la misa dominical del brazo de su madre, a pedir, que es uno de los más frecuentes motivos, un milagro, alguna solución. Y como Dios aprieta, pero no ahorca, murió la tía Plácida. Doña María Plácida Estergorrena y Fuentes, viuda de Anzúa, no tenía descendencia legítima y de la otra ni que hablar. Así, la herencia fue a parar a manos de Santiago. Pero, como se sabe, no es oro todo lo que reluce. Saldadas las deudas quedaron unos veinte mil dólares, que se redujeron sustancialmente, después de poner al día las cuentas contraídas desde la muerte del embajador.
Como sea –porque esos detalles íntimos se mantienen en secreto– Santiago adquirió a los ojos de Dolores ese atractivo especial que confiere el apellido y la plata. Dolores era una vecina del tercer piso, unos años mayor que Santiago en quien por supuesto nunca hubiera reparado, sino fuera por las especiales circunstancias por las que atravesaba. Treinta años cumplidos, algunos fracasos amorosos y una natural predisposición para vivir del peculio de los demás. Fijó sus intereses en Santiago y en poco tiempo compartía la tertulia del té con éste y su madre.
Los últimos recursos se fueron en los preparativos de la boda. Largas horas de discusión sobre si Stella Maris o Punta Carretas. Mamá prefería Stella Maris porque las muchachas –como llamaba a sus amigas– viven casi todas en Carrasco. Dolores estaba más relacionada con la gente de Pocitos. Santiago las escuchaba discurrir mientras untaba el pan con mermelada. “Por ahora –decía la madre– lo mejor es que se queden a vivir aquí. Cuando las cosas mejoren y Santiago consiga trabajo se mudarán para una casa con fondito, que siempre es un desahogo”. Ya instalada la novel pareja en el departamento de los Estergorrena y Fuentes, Dolores no tardó en descubrir que su único ascenso en la escala social –además de poder agregar a su apellido, el de Santiago– había sido la mejora de piso, pasó del tercero al quinto. Por ello rápidamente unió sus esfuerzos a los de su suegra en procura del empleo de Santiago.
Cuando conocieron a Rodríguez, la cosa empezó a cambiar. Rodríguez era asesor de un ministro que, además, tenía una fuerte influencia en el gobierno. Fue un encuentro realmente afortunado. Así lo hacía ver el brillo en los ojos de Dolores y de Santiago. Cuando murió la madre de Santiago, Rodríguez estuvo muy atento y solícito. Y como el Ministerio quedaba a dos cuadras de la casa de los Estergorrena y Fuentes, periódicamente Rodríguez pasaba a saludar. No tardó Santiago, ahora obligado por las circunstancias, en pedirle su intervención política para conseguir un empleo en el Ministerio. “Venga mañana a verme al Ministerio –le dijo Rodríguez– después de las tres”. Aquí comenzó una nueva etapa en la vida de Santiago. Que el señor Rodríguez está en una reunión, pero no se vaya que ya lo atiende. Que el señor Rodríguez llamó, que está por llegar que lo espere un momentito. Tres veces a la semana Rodríguez lo citaba al Ministerio porque podía haber novedades. ¡Pero, Santiago, perdóneme! Estaba en una reunión con el ministro, usted sabe cómo son estas cosas, ¡uno no hace lo que quiere sino lo que puede! Mire que el asunto está caminando bien, lo que pasa es que con el recorte presupuestal se complicó un poco. Lo espero pasado mañana a las tres, le decía el asesor ministerial después de dos horas de espera. Otro día casi estuvo a punto de hablar con el ministro, pero Rodríguez después de las dos horas de rigor, le dijo que justo lo había llamado el presidente.
Santiago llevaba libros y revistas para pasar la tarde en el Ministerio. Contaba las molduras del techo, se comía las uñas, se estrujaba las manos, mientras aguardaba la salida de Rodríguez. Afortunadamente el Ministerio estaba cerca así que se ahorraba el gasto de ómnibus y a veces lo convidaban con café. Pero el ansiado nombramiento no se producía. En ocasiones miraba a Dolores que lo alentaba a sus visitas semanales a la secretaría de Estado, pensando qué afortunado era al tener una esposa tan comprensiva y paciente. Porque otra mujer no hubiera aguantado sus periódicas ausencias a la vista del magro resultado.
Pasaron seis meses. Y un día, al retorno de su septuagésima segunda visita al Ministerio, Santiago encontró a Dolores pálida y triste como si hubiese llorado. Para colmo él no traía buenas noticias. El empleo estaba definitivamente descartado. Rodríguez le había dicho que había tomado conocimiento de una disposición del año anterior, que prohibía el ingreso de nuevos funcionarios a la Administración Pública, que cualquier cosa lo llamaba. Mientras tanto Rodríguez había conocido otra pareja que, coincidentemente, vivía a dos cuadras del Ministerio y se ocupaba ahora en conseguir otro empleo.
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