Desde que Netflix expresó su intención de publicar los libros de Roald Dahl modificando el lenguaje que pueda ser dañino para los niños o expresiones que perpetúen “estereotipos hirientes”, se avivó el debate en la comunidad académica y en la opinión pública, sobre cuáles son los límites que deben tener las ideologías actuales con respecto a la preservación del arte y la cultura.
Una serie de ideologías intolerantes han barrido los mundos del aprendizaje, la literatura y las artes visuales y escénicas en las últimas dos décadas. […] Su característica esencial es la desviación de las disciplinas académicas hacia una tarea para la que generalmente no son adecuadas, a saber, la reforma de la sociedad moderna para corregir las desigualdades percibidas.
Jonathan Sumption, La muerte de la verdad histórica.
Días atrás, salió a la luz en los principales medios de comunicación que el gigante audiovisual Netflix había adquirido, por una millonaria suma, los derechos de autor del escritor infantil Roald Dahl, conocido por varios títulos que tuvieron un gran éxito en todo el mundo, como “Charlie y la fábrica de chocolate”, “Matilda” (ambos llevados al cine), “James y el melocotón gigante”, etc.
Sin embargo, junto con el anuncio de tan sorpresiva compra, la compañía realizó otro comunicado más escalofriante todavía, en el que expresaba que los libros de Roald Dahl serían reimpresos en una nueva edición depurada, en la que se eliminaría el lenguaje que pudiera ser dañino o que perpetúe “estereotipos hirientes”.
Esto ha provocado, a nivel internacional, una ola de debates y discusiones acerca de los límites que debe haber para preservar la cultura del fundamentalismo ideológico, que por cierto ya ha existido en otras épocas con catastróficos resultados.
Lo “políticamente correcto”
La cuestión sobre qué es o no es “políticamente correcto” en el arte y la cultura viene rebasando los límites racionales y, tal como sucedió durante la Revolución Francesa, el fundamentalismo no sólo amenaza con destruir la verdad histórica –lo que la gente considera verdadero en un momento dado–, sino también con parte del legado literario y artístico de Occidente.
Al perecer, el término “corrección política” fue usado por primera vez por los miembros del partido maoísta para referirse al estricto cumplimiento de sus principios. De este modo, cualquier comportamiento o acción que no entraba dentro de su doctrina pasaba a ser políticamente incorrecto. Por lo tanto, la “corrección política” no es sino otra forma de censura ideológica.
Sin embargo, hoy en día se le denomina “corrección política” a un conjunto de prácticas y usos lingüísticos destinados a eliminar las connotaciones discriminatorias presentes en el lenguaje que utilizamos a diario (Geoffrey Hughes, Political Correctness).
Esta concepción se originó en EE.UU. durante la década de los ochenta, principalmente en el ámbito universitario, haciendo referencia a una postura ideológica progresista. De ese modo, a partir de los llamados estudios culturales se pusieron de moda términos como: multiculturalismo, postmodernismo, la otredad, el subalterno, el tema del género, etc. También, el fenómeno tuvo el respaldo y la difusión de muchos medios de comunicación que promovieron este cambio de mentalidad en la sociedad y que en un par de décadas han logrado su cometido.
La muerte de la verdad histórica
Una característica inherente de la sociedad actual es su incapacidad para valorar y comprender el pasado, y probablemente esta sea la causa de su crisis actual, que no es sólo económica, sino también psicológica y espiritual.
El historiador francés Ernest Renan, en su conferencia de la Sorbona de 1882 preguntó: “¿Qué es una nación?”, y contestándose a sí mismo, argumentó: “Las solidaridades que crean una nación son principalmente históricas”. O sea, una nación, un país, una persona son su historia.
Pero en la segunda mitad del siglo XX aparecieron dos filósofos que condujeron a la historia al patíbulo. El primero, Michel Foucault, atacó la naturaleza de la verdad histórica, enseñando que las estructuras de poder determinan la verdad, siendo esta un mero reflejo de la subjetividad. El otro, Edward Said, en su obra Orientalismo prefirió un argumento capaz de generar catarsis, apelando a la culpa colectiva heredada por Occidente. Afirmaba que los grupos poderosos controlan el marco intelectual dentro del cual se discuten las ideas y determinan lo que constituye el conocimiento y la verdad histórica. Así, recluida en ese limbo relativista, la historia como disciplina pasó a tener apenas un valor documental, y sobre todo dejó de cumplir la función que la hizo necesaria durante siglos, como elemento de cohesión de una sociedad, una familia o una tribu.
Las ideas de Foucault y de Said, aunque no fueran leídas dada su opacidad –sobre todo en el caso del primero–, impregnaron las aulas universitarias, trazando una nueva perspectiva de la historia, de la verdad, del ser humano y de su legado ancestral. Entonces el revisionismo histórico buscó la construcción de una nueva narrativa del pasado que fuera capaz de borrar las huellas de la tradición occidental.
El irracional sueño de la razón
No obstante, durante la Revolución Francesa sucedió algo similar a lo que sucede hoy en día. En aquel entonces, la revolución produjo una política de descristianización de la sociedad que fue extrema, llegando al colmo de endiosar a la mismísima razón. Pero lo peor de este proceso anticristiano fueron las aberraciones cometidas durante este período. El pueblo, agitado por algunos medios de comunicación, tal como ha sucedido muchas veces, se fue abandonando a una pasión destructiva que tuvo efectos terribles. Así se volvió significativa la figura de Jean Paul Marat, ya que justamente él fue uno de esos agitadores del pueblo en las sombras. Utilizó su panfleto llamado “L´Ami du peuple” (El amigo del pueblo) como un arma revolucionaria, convirtiéndose en la publicación periódica más importante de aquel momento en Francia. Marat estaba alineado con el ala jacobina más extremista, y desde sus tribunas periodísticas avivó el resentimiento del pueblo, no solo reclamando de modo implacable la cabeza del rey y de la familia real, sino también la de los opositores de su movimiento. Del mismo modo, impugnaba a los rabiosos Sans Culottes a cometer toda clase de excesos, desde realizar ejecuciones clandestinas –que fueron muchísimas– hasta proponer la demolición de las torres de todas las iglesias.
Maximin Isnard –un importante girondino– decía: “Marat no es la cabeza que concibe sino el brazo que ejecuta; es el instrumento de los hombres pérfidos”. (Lamartine Historia de los Girondinos)
Marat era conocido por la forma de incriminar y asesinar a sus enemigos y adversarios de la arena política, y se había ganado el apodo de “la bestia”. Era uno de los personajes más temidos y odiados de la época. Pero, para sorpresa de todos, una intrépida dama, Charlotte Corday, que era girondina, orquestó su asesinato.
La versión más aceptada de su muerte afirma que Charlotte Cordayse presentó el 13 de julio de 1793 en la casa de “la bestia” para entregarle una lista con nombres de traidores. En ese momento Marat estaba tomando un baño para aliviar el dolor que le provocaba una afección que padecía en la piel, una suerte de lepra o dermatitis aguda. Charlotte Corday aprovechó que Marat tenía la guardia baja y lo apuñaló. A ella se le adjudica la frase: “He matado a un hombre para salvar a cien mil”. Días después París sería testigo de su guillotinamiento…
Las pérdidas artísticas de la política de descristianización
Las mayores pérdidas del arte sagrado se registraron entre noviembre de 1792 a julio de 1794, siendo esta la fase más violenta y radical de la descristianización.
La destrucción sistemática se inició con un decreto de 1793 que clausuró las iglesias, ordenando que fueran desprovistas de sus campanas y techumbres de metal, para fundirlos con destino a las fábricas de material de guerra. Al mismo tiempo se destruyeron la imaginería, las vidrieras y otros objetos de culto.
Un ejemplo fue la profanación, en octubre de 1793, de la basílica de Saint Denis, panteón de los reyes de Francia, sometiendo a una casi destrucción su bello conjunto de sepulturas, arrojando los restos reales a la fosa común.
La abadía de Cluny desapareció completamente por obra de una turba de revolucionarios. Fue uno de los edificios más importantes de la cristiandad medieval y tras ser derruida a pico y pala de 1793, el municipio terminó vendiendo años después los restos como material de derribo. En Notre Dame de París el daño fue inmenso, no sólo en su interior, sino también en la fachada, estrellando contra el pavimento las 28 estatuas de reyes, en piedra, que ornaban los altos de las tres entradas de la fachada principal.
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